Cuentos para la tercera edad

Arturo Garmendia 

  1. SUEGRAS

Mi madre murió cuando yo tenía cinco años; casi no me acuerdo de ella. No supe lo que era el amor maternal hasta que me casé. Mi suegra me aceptó como el hijo que nunca tuvo. Aún después del divorcio me siguió procurando y yo la visito con frecuencia. Me prepara mis platillos favoritos y me hace sentir realmente cómodo. La mamá de mi segunda mujer es igualmente afectuosa conmigo. Me teje suéteres y bufandas y se preocupa por mi salud, cosa que su hija hace tiempo dejó de hacer. Desde que nos separamos, para ser preciso.

Ahora salgo con Clarisa: hacemos buena pareja, pero no me sentía inclinado a proponerle matrimonio hasta que conocí a su mamá. Ella es realmente encantadora, y me parece que me ve con buenos ojos…

 

  1. DESPEDIDA

Nunca pensé tener una reunión tan concurrida. Judith, mi mujer -como siempre- cuidó cada uno de los detalles: el lugar, la música, las flores… Me dio gusto volver a ver a todos mis amigos. A algunos les había perdido la pista hace años. Circulando entre ellos, me fue grato escuchar sus opiniones, si bien muchos de sus elogios me parecieron inmerecidos. Pero la jornada terminó y se iniciaron las despedidas. Finalmente Judith, con lágrimas de viuda en los ojos, también se fue.

 

  1. LAS ÚLTIMAS FLORES

Estaba orgullosa de mis manos: blancas, delgadas, de uñas uniformes y perfectas. Destacan por sobre las de mis compañeras del asilo, artríticas, arrugadas, deformadas por la edad. Por eso las ejercito y las cuido. Todo para impedir la aparición de esas espantosas manchas parduzcas a las que llaman “flores del cementerio”, por anunciar que se acerca el final.

Creo que fueron mis manos las que me acercaron al anciano caballero que acaba de llegar. Se llama Alfredo y poco a poco nos hemos hecho confidentes. Damos largos paseos por el parque y compartimos nuestros recuerdos e inquietudes.

Finalmente llegó el aciago día. Pequeñas manchas café se agruparon en ramilletes inocultables.

Meditaba en una banca cuando se acercó Alfredo y me interrogó, al advertir mi tristeza.

-¡Mira! –le dije tendiéndole las manos.

Besándolas me dijo:

-Son las flores más bellas que me han ofrecido…

 

 

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