Tonos y formas de la Tierra Caliente en la obra de Roxana Cervantes

Raúl Eduardo González //

 

¿Y qué, sino la tierra? Esta tenacidad que se compacta, que luego se despeña, para después fundirse en sus adentros y resurgir en candente erupción, para emerger en rugosa serranía y ser luego peñasco y luego canto, mortero de sí misma: arena, gleba hendida, tolvanera entre las manos del viento, polvo infinitesimal que se cuela en el tamiz del rayo del sol, cauce rendido en la añeja sentencia del retorno sin descanso que es la vida humana. Lodo fecundo, rehén que se ha entregado a la seducción del agua; y también barro, sí, asiento del caudal que se ha empozado en el curso de los milenios, y que en su dócil diálogo con la mano del hombre se ha convertido en la metáfora misma de la creación, donde el fuego ha de poner el soplo redentor para que nazca la tablilla, la teja, el cuenco, la baldosa que con su colorada geometría parece desafiar el lento y largo curso de la tierra, y aspira a quedarse para siempre de una pieza.

Somos de la tierra, proverbial, materialmente. Ella nos arraiga en su entraña oscura y nos da de beber; el mismo sol que nos calienta e ilumina encuentra su morada en el tierno regazo del planeta, que asimismo nos alimenta, nos cobija y aguarda nuestro último latido, para seguir latiendo ella misma con la vida que fuimos, que hemos sido y que volveremos a ser gracias a su milagro mineral.

La tierra es nuestro suelo, en el gran continente que la oscuridad cósmica rodea, y en el pequeño rincón donde nacimos. Somos terráqueos, terrestres, terrenos, y, con la suficiente fortuna, terracalenteños: el agua se nos cuela desde las altas cumbres, y brota en manantiales que bañan los potreros en su creciente profusión. Sementera de ceibas y crecidas parotas, sesteamos bajo las anchas frondas y hendimos por el viento las agudas espinas de nuestro verde ser. Se nos alzan las formas en carrera hasta el cielo, donde revolotea la persistencia de la avispa y el despeinado maizal se balancea. Aquel tronco robusto que se eleva es luego brazo, diapasón y banco de arpa, clavija que se tiempla en el ajado ¡ay! de las valonas, ese que augura la tragedia que viene a dar en carcajada, al compás del violín y la guitarra de golpe.

La huella del agua en la tecata del suelo queda contrahecha en nuestra piel de iguana, de armadillo; en el sinuoso ascenso del cacto, en las oscuras líneas que forjan la firmeza del cueramo y el rojizo rigor de la parota. Nos invaden las raíces de la higuera en los mismos recodos de nuestro arbóreo ser, y nos rodea nuestra celosía de muro vegetal que hurga el vacío en busca de la tierra. Nudos, vetas, corazón que se teje y emerge nuevamente de la tierra, y que le ofrenda sus flores, sus hojas, sus semillas. Y ahí donde el sol se lanza en fieros rayos a procurar el mojado capricho de la arcilla, Roxana Cervantes ha buscado la materia prima para sus engobes, que ha cernido y aplicado en esas figuras que ascienden —como todo lo que sale de la tierra—, y en las que ha sintetizado aquellas formas de su Tierra Caliente natal que para ella son significativas: evocaciones y desbordamientos, conjunciones y mutaciones con las que busca remover y filtrar, para llegar a su esencia íntima de terracalenteña, y aplicar en las piezas los colores con las arcillas que reunió en treinta lugares del Valle de Apatzingán: rojos, grises, aperlados, naranjas, cafés que el rigor del fuego y la paciencia de la artista han hecho emerger en diez esculturas bajo cuya corteza reposa el eterno ser de la tierra.

En este bosque singular de cilindros escindidos que han forjado de días las manos de Roxana —y antes sus propios sueños, sus recuerdos, sus aspiraciones—, la escultora revela el efecto que la Tierra Caliente ha tenido en ella, como lo ha tenido también en cada forma vegetal, animal y mineral que asoma en estas columnas cuyos capiteles hurgan el mismo cielo donde reina el sol; su origen, su destino está en el patente misterio de la tierra, que Roxana Cervantes revela a su manera, con el propio lenguaje que intenta desentrañar, en busca de todo cuanto ella le permite evocar y sugerir. Cortes y prolongaciones, ensambles y transiciones que muestran la unidad y la diversidad de la Tierra Caliente, de la Tierra en sí. ¿Y qué, sino la tierra?

La exposición Colores de la Tierra Caliente se presentó de noviembre de 2016 a enero de 2017 en el Centro Cultural Morelia de la UNAM. El presente texto aparece a manera de presentación en el catálogo de la muestra.

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