Río adentro
para Philip Garrison
y cuál no sería su sorpresa que en lugar de arena y piedras empezó a sacar puñados de pepitas de oro…
Theobaldo González Palacios, “María Centavito”
Esta es la historia de un lejano pueblo
que la memoria azota
con su vendaval,
que parece perderse con las vueltas del carro
y sin embargo pace junto a un río inconcebible,
que no debía correr pero que corre
de revueltos pedruscos, de importados
náilones, dedetés y polímeros,
de antigua necedad, de renovada
embriaguez en su cauce de sequías.
Esta es la vieja historia del resplandor mentado,
chamagoso destello de retrato y esquina
vuelto sal de los días de doce horas,
de extraviados kilómetros en su regla de tres,
de calores sin causa en algoritmos siempre
y de alforjas sin fondo que fluyen de sudores,
de camino al trabajo,
de pura iguana fuera de la olla,
de puro sinsabor en las harinas.
Esta es la prisa que se anega de diario
en el callejón de las ensoñaciones,
en la vuelta de rueda
que media del concreto al terregal,
del cuervo a la ventolera
que mana la punzante flor de los inviernos.
Aquí los muros se retuercen
con el puro capricho, apenas con el ocio
de millones tendidos en la acera de enfrente.
El sueño en estas tierras: la impasible
etiqueta de precios especiales
en su recia vitrina de remache y tabiques,
en el pasmo de su distante orilla
de severa quietud,
de largo sonsonete.
Aquí se está el desvelo y la zozobra
se ciñe el uniforme policiaco,
se disfraza de horario y de tarjeta
para que el cuerpo aguante
y llegue sin retardo, sin chistar, con embargo
del capataz de impulsos y goteos,
del que tiñe los cheques
con una amarga sangre de hojalata.
Esta es la historia vieja
del chapuzón aquel de los muchachos
que desoyeron lágrimas, que hirieron
la turbulenta lámina del río, pues en el fondo
parecía relucir
la bucería fugaz de algo pequeño,
y ahora, piensan, ahogados de distancia,
de pavesa rendida,
que era aquello tal vez una moneda
de incansable y ajeno relumbrón.