Era un artista

Luis Eduardo Alcántara

 

Estoy parado delante de la hermosa fachada colonial. Por aquí anduve hace justamente un año. Lo recuerdo bien. Brindis, abrazos, besos, aspectos muy puntuales difíciles de olvidar. En la mesa estamos sentados Liliana y yo. Liliana es el amor de mi vida. Yo el centro de sus atenciones. La cantina ha tardado en llenarse, a pesar de ser día de pago y de que las fiestas patrias vibran en el ambiente. Desde que tengo uso de razón El Nivel ha sido espacio selecto, un lugar pequeño si lo comparamos con otros bares del centro histórico. Pero es el más antiguo. Otra característica suya es que nunca cierra. Para quien busca borrachera o para quien desafía resacas, El Nivel es el sitio idóneo para desnivelarse.

A treinta pasos de aquí tenemos el Palacio Nacional, y si vamos calle abajo, yendo por Moneda y sus afluentes, nos topamos con galerías y museos de mucho prestigio, como el San Carlos de Artes Plásticas o el Nacional de las Culturas. La fuerte risa de Liliana corta de tajo mis deducciones. Pide al mesero dos copas de vino blanco albariño. Más tarde brindaremos con Tom Collins y algunos vasos de ron antillano. Nos amamos con locura. Amo su cuerpo de diosa griega, como el de las figuras de los museos apostados en esta calle. Amo su larga y espesa cabellera, el beso concentrado que palpita en sus labios rojos, el torrente cálido de sus palabras.

“Para comer nos trae por favor sopa de lentejas y después croquetas de jamón serrano y arroz con pulpo”, ordena por mí, sabedora de que en temas culinarios no acepta objeciones. Sabe de lo que habla. Su hermana mayor atiende un restaurante por los rumbos de San Jerónimo, el barrio del que venimos. Sólo ellas dos permanecen en la capital. El resto de los Gómez Ugarte llevan varios años laborando en Estados Unidos. Sólo ellas dos quedaron rezagadas. En momentos de fastidio Liliana exige que me vaya con ellas a Houston. “La vida aquí es insoportable”, me dice, “demasiados problemas, demasiados robos y carestías”. Me opongo siempre. Respondo que no tiene caso moverse, ¿para qué hacerlo? “Así estamos bien”, insisto, “Dios aprieta pero no ahorca. El año próximo seré contador auxiliar y la suerte para ambos será distinta”.

En la mesa de junto hemos detectado a un viejo cuya mirada de águila está clavada sobre nosotros. Viste traje negro percutido y en la cabeza, llena de canas hirsutas y rebeldes, destaca un sombrero de ala ancha, como el de Rembrandt en postales antiguas. “¿Ya te fijaste amor? tan impresionado lo tienes que de seguro mata el tiempo dibujándote”, le susurro en voz baja. El hombre intercala sorbos profundos de cerveza oscura con trazos meticulosos y miradas punzantes, bastante directas. “No vayas a discutir, déjalo, allá él, nosotros a lo que venimos, a brindar por lo nuestro y porque estemos siempre juntos”, recomienda serena.

La cantina parece animarse. Alguien pone a funcionar la Wurlitzer del fondo, un aparatejo lleno de foquitos alineados y centellantes. La voz de Rocío Durcal comienza a sonar en el edificio: “Fue un placer conocerte y tenerte unos meses…” Ahora percibo que son pocos los asientos desocupados. Gruesos comentarios pueblan el recinto. También choque de copas y fuertes risotadas. En el momento de armar un cruzadito observamos al viejo ponerse de pie. Viene lentamente hacia nosotros. “Caballero, son veinte pesos”, dice con voz gutural, en tanto deja caer sobre la mesa una hoja tamaño carta de papel cartoncillo. Dibujada sobre la superficie blanca reposa mi caricatura. Soy yo. El rostro de perfil ha sido elaborado con trazos perfectos de grafito negro. Nos quedamos atónitos. En automático comienzo a buscar algunas monedas. Tras recibirlas el hombre da media vuelta sin inmutarse.

“Bonita confusión, tu cara resultó más interesante ¿verdad? pues entonces digamos salud por tu retrato, mi amor, venga, brindemos.” Como siempre, Liliana acierta llena de júbilo. Una hora después estamos a punto de marcharnos. “Nunca falla, es un artista incomprendido, siempre viene aquí por las tardes a dibujar y a echarse tragos, de eso vive. Los artistas son gente media loca ¿verdad señorita?”, explica el mesero mientras liquidamos la cuenta. Salgo con Liliana y nos perdemos abrazados en la zona más recóndita del centro histórico, entre tendajones desolados de aparatos eléctricos y de ropa, en el corazón tibio de la noche.

De esto que platico ya pasaron doce meses. Hoy ni siquiera El Nivel continúa siendo cantina. Desde que Liliana emigró a Estados Unidos no he vuelto a tener noticias suyas. Su paradero es un completo misterio, de nada sirvió abrir una cuenta de e-mail para mantenernos comunicados. De nada. De vez en cuando imagino cómo sería mi rutina en el lugar donde abundan pozos petroleros. ¿Se acordará de mí? a lo mejor ya es dueña de algún restaurante, a lo mejor pronto será mamá. Tener correo electrónico no garantiza gran cosa. Ya transcurrió un año desde aquella noche de vino blanco y amor. Hoy me encuentro de pie observando la regia fachada colonial. No hay indicios de que alguna vez fuese cantina. No existe siquiera una placa alusiva o algo que recuerde su histórico pasado. Me gusta pasar por aquí y perderme en el bullicio sonoro de la vida. En la casa mi dibujo ha comenzado a desvanecerse con el polvo.

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