Ojalá estuvieras aquí

Rakel Hoyos Guzmán

 

 

Yo no hablo de venganzas ni perdones, el olvido es

la única venganza y el único perdón.

Jorge Luis Borges

 

 

Les temes tanto, desde siempre. Te escondías cuando pequeño debajo de las sábanas: las diminutas manos en los oídos y tarareando siempre la misma canción. La luz anunciaba el relámpago, eterna espera de tan sólo unos segundos; el corazón palpitante y, por fin, el estruendo; el sonido de las gotas en el tejado, tu llanto impostergable. Aun hoy, a tus treinta y tantos, cierras los ojos en las noches de tormenta y recuerdas cómo te hundías en sus pechos y olvidabas por un instante el ruido del viento violentando las láminas. Si el clima era despiadado, buscabas huir entre sus piernas. Los muslos aislándote del tétrico ruido de las ramas arañando las ventanas. Sus gemidos y su orgasmo eran tu salvación.

 

*****

Intentas hallar a esa bruja proscrita sólo para decirle que te has vuelto inmune; ya no la necesitas ni le temes. Te propones vencer el miedo y sales a buscarla entre la lluvia. Tu madre te detiene para darte el viejo paraguas que ostenta logos de algún partido político. Te avergüenza llevarlo y le dices que no. Pregunta por el impermeable amarillo y la mente viaja de inmediato para representarlo en tu memoria: en casa de esa maldita, extendido sobre la cortina de la regadera. Estúpido pedazo de plástico que de todas formas no fue útil, terminaste empapado de pies a cabeza en aquel concierto. Otra noche lluviosa; todas lo son y lo eran cuando estabas con ella, como si el agua intentara limpiar los pecados de esa infame.

Apretujados entre miles de personas, sólo dos almas entre la multitud. Querías concentrarte en las pantallas, ver volar al cerdo y leer las frases en los muros digitales. Pero su cadera te provocaba, discreta, sutil e insinuante, frotándose contra ti. La asías tan fuerte de la cintura que las gotas de su impermeable te salpicaban la cara. Te la hubieras cogido ahí mismo si hubieras podido. Maldita hechicera lujuriosa. Volteó para cantarte la melodía más trillada, te rodeó con sus brazos de serpiente y sopló a tu oído: How I wish, how I wish you were here / we’re just two lost souls / swimming in a fish bowl / year after year.

El engaño, la artimaña, su plan maquiavélico: te dijo que era muy tarde para que regresaras solo y empapado a tu casa. Te invitó a pasar la noche con ella. En su habitación te desvistió despacio y sin pudor. Te quitó la playera, el cinturón y los pantalones. Sacó del armario unas pantuflas verdes con un ridículo trébol y te ordenó que te quitaras los zapatos y los calcetines. La orden te excitó. Era una dictadora, cruel y autoritaria. Amabas eso en ella. Siempre te excitaba que tomara el mando sin preguntar. Te gustaba tanto que terminaste odiando su arrogancia, repudiando su descaro.

En aquel momento, el ajustado bóxer rojo no pudo esconder tu miembro creciendo y creciendo ante las ordenes de tu sádica compañera. “Ese es el bóxer que te regalé”, te dijo mirándote como veían aquella vitrina de suculentos postres cuando caminaban por el zócalo. “Me encanta cómo se marcan tus nalgas.” Se hincó en la alfombra para bajar la última prenda que te quedaba. Saltó el falo en todo su esplendor. Aventó el bóxer con las demás prendas húmedas y te besó lentamente el abdomen, acariciando con un dedo muy despacio la suave piel entre los muslos; besó y lamió todos los alrededores antes de llevarte al éxtasis con su boca. En el juego ya no eras el sometido, te dejaba elegir el papel, el guión y las mil historias, en todas su formas y como a ti te complaciera.

 

*****

“¿Estás bien?”, te preguntó tu madre. Saliste sin responderle y sin el paraguas. Te cubría aquella chamarra café de piel que ella te había regalado en tu último cumpleaños. ¿A dónde ir? No lo sabías. Tampoco sabías cómo habían desaparecido las fotos, los libros, los acetatos, la ropa y todo lo que la desgraciada te había dado en los… ¿Cuántos años? No lograbas recordarlo. Te obsequió una preciosa caja de madera antigua para guardar los tickets de cine, los boletos de autobús de cada viaje y las decenas y decenas de cartas que siempre te escribía. No había nada en tu habitación más que las cosas que ya tenías antes de conocerla. ¿Dónde estaban?, ¿quién se las habría llevado? Sentiste curiosidad por los últimos poemas que no leíste, aquellos que te imprimió en tarjetas con las portadas de tus discos favoritos. Estabas tan acostumbrado, tan aburrido, que te daba tedio leer una dedicatoria más. Con el paso del tiempo, todas parecían iguales.

 

*****

“¡Fíjate cabrón!”, te gritó un taxista cuando intentabas cruzar distraído la avenida. El agua te caía sobre los párpados y te dificultaba distinguir los automóviles. Al secarte, por unos segundos, la viste ahí, del otro lado, sentada en la parada de autobús, con la expresión furiosa de alguien que ha esperado mucho tiempo. Parpadeaste y la imagen se fue. El semáforo en rojo. Pudiste cruzar y cerciorarte de que ella no estaba ahí. Estuvo mil veces mirando el reloj: 5 minutos, 10, 15, 20… Aparecías como si nada, sin disculpas ni explicaciones. Pero esa noche, esa maldita noche, ni ella ni su reloj ni su paciencia estaban ahí. La supusiste jugando con tu mente, queriendo enloquecerte, destruirte.

Apenas dos horas antes, la arpía seguramente había conjurado algo para sembrar en ti la paranoia. Entraste a sus redes sociales casi por curiosidad. Ya habían pasado muchos meses y tu ego deseaba saber si existían señales de que aún te tenía presente. No hubo resultados para la búsqueda de su nombre ni de sus tantos motes. ¿Te habrá bloqueado? Buscaste en los perfiles de sus amigos. No tenían ni publicaciones ni fotos con ella. Se había borrado de internet la muy maldita. Recurriste a las carpetas de fotos en tus archivos, a las muchísimas que guardabas. Ahora, tan sólo había escasas fotos de fiestas familiares y de las chicas desconocidas con las que solías platicar. No sólo faltaban las fotos en las que ella aparecía, faltaban también todas las que te había tomado en cada uno de tus conciertos. Tenía un talento especial con la cámara e iba a cada una de las presentaciones de tu banda, sacando decenas de fotos entre las que era difícil decidir cuál era la mejor. En la mayoría eras el foco principal: distintas poses cantando, tocando la guitarra, cerrando los ojos, saludando, sonriendo.

Pensaste que quizá había sido su venganza. Se había vengado por aquella noche en la que le gritaste “¡Ojalá no existieras!”. En tu casa siempre había alguien, le hubiera sido imposible entrar, más imposible aún saber la contraseña de tu computadora, eliminar las fotos y llevarse todas las cosas que tenían alguna relación con ella. Pero en su condición de desquiciada, todo era posible. ¡Devuélveme todo, perra!

Buscaste su número en tu celular, pero no lo encontraste y tampoco recordabas haberlo borrado. Sabías de memoria el de su casa, pero tardaste varios minutos en marcarlo. La voz del otro lado del auricular te respondió que estabas equivocado, no había nadie llamado así. Marcaste tres veces más y siempre te contestaba la misma voz, hasta que a la cuarta, sólo sonaba ocupado. No la querías más en tu vida, pero era desesperante pensarla desaparecida, burlándose de ti. La última vez que la viste, pasaste de frente ignorando su saludo. La dejaste atrás con el rostro marchito, con su sonrisa hipócrita cayendo como piezas de un jodido rompecabezas. No pudo moverse, sólo vio cómo te alejabas indiferente, frío, inmutable. Pensó no poder llegar siquiera a ser un fantasma, el fantasma de la amada muerta. No, porque a los muertos se les recuerda con cariño y se les pone flores. No, no estaba muerta. Era inexistente, invisible para ti.

 

*****

Tomarías el autobús en aquella parada en la que ella ya no estaba ¿Cuál autobús?, ¿hacia dónde? Habías pasado tantos días, tardes e incluso noches en su casa, pero la memoria no te devolvía la dirección ni la imagen de la fachada. Te subiste al primer transporte que pasó para ver si en el camino lograbas recordar algo. ¿Querías llorar? ¡Claro que no! Tú no lloras. Quizá la única ocasión en la que tus ojos casi conocen el llanto fue cuando tu gato se perdió varios días para después aparecer muerto a la puerta de tu casa. No llorarías esta vez, menos aún por esa miserable. Cabeceaste un poco, semidormido, casi en sueños viste jardineras llenas de flores y un zaguán negro. La viste sonreír, abrazarte, decir… ¿Qué te dijo?

Sobrevino la revelación y te bajaste rápidamente sin fijarte dónde estabas. A unas calles se veía un Oxxo. Entraste por un café para despejar la mente, dispuesto a unir las piezas que te había dado el sueño: jardineras, zaguán negro, una declaración. Sin consultarle a tu cerebro, tus labios pronunciaron en voz baja “Te amo”. Casi estabas seguro que eso es lo que te había dicho. Y supiste la colonia, la calle y el número como una contraseña que se te regala cuando has resuelto el enigma. Subiste a un taxi ya con la dirección precisa. La calle estaba más sombría de lo que apenas podías recordar. Todos los árboles se habían secado y las casas parecían hundidas en una espesa neblina. Estaban ahí las jardineras llenas de tierra, pero sin flores. El zaguán negro, oxidado y viejo. Parecía como si hubieras regresado al mismo sitio un siglo después. Tocaste. Un anciano se asomó por la ventana y preguntó qué necesitabas. “No, aquí sólo vivimos mi esposa y yo. No tenemos ninguna hija con ese nombre.” “No, señor, pero…” Cerró la ventana. Te dejó hablando solo, charlando con tus dudas, entre la oscuridad de aquella calle solitaria.

 

*****

¡Era una puta broma de ella, del destino o de quién!

 

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Le preguntarías a sus amigos ¿Qué amigos? La buscarías en su trabajo ¿Dónde trabaja? Te echaste a andar, repitiéndote que debías calmarte, no podías perder la cordura, no ahora que ella ya no te importaba y hasta habías pasado del odio a la indiferencia.

Los pies adoloridos, lastimados de tanto caminar sobre las suelas mojadas. Una cabina de teléfono, era hora de llamar a la familia, no había más a dónde ir. Le preguntaste al chico del puesto de elotes cómo se llamaba aquel lugar en el que estabas. Llegó por ti un viejo automóvil conocido. Tu madre fue la primera en bajar y te cubrió con un zarape. “¿Por qué has salido así, sin taparte, sin sombrilla, con este clima?” “No, pero, si yo traía la chamarra café de piel que ella me regaló.” “¿Cuál chamarra? Saliste solo con playera, no tienes ninguna chamarra color café… ¿Ella?, ¿quién?, ¿de quién hablas?”

Te ayudaron a subir, preocupados por las cosas sin sentido que decías. Tenías fiebre, desvariabas. Gritabas que irías a buscar a la bruja, tenías que encontrar a… No podías recordar su nombre. Letras, palabras y frases inconexas te daban vueltas por la cabeza. Quisiste vomitar, vomitar su nombre, vomitar su rostro y verlo entre tus manos sólo una vez más; pero sólo había manchas borrosas, siluetas alejándose.

 

*****

Te recostaron en la cama. Paños fríos para bajar la fiebre, un té, medicamento para hacerte dormir. La viste entre sueños confusos, se difuminaba poco a poco. Una voz apenas perceptible repetía a lo lejos, como a través de un megáfono. “Ojalá no existieras.” ¿Era tu propia voz? Pasaron cientos de pequeñas escenas en una película sin lógica: abrazos, besos, su cuerpo caliente, su boca recorriendo tu espalda, su sonrisa, sus manos acariciándote el cabello, sus aplausos y gritos al pie de varios escenarios, tú en su regazo, ella leyéndote, los dos bajo las sábanas, sus cuerpos unidos, tu lengua en sus pezones, su cuerpo sobre el tuyo, sus pechos vibrando, su cadera rítmica, tus manos en sus nalgas, el amor en su rostro, tu alma satisfecha, tu placer, su dolor… La cinta se iba quemando y no podías detenerla. El fuego extinguió cada recuerdo y sopló las cenizas en un pozo que parecía no tener fin.

 

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“La fiebre ha bajado, te ves mucho mejor.” Tu madre sonreía sentada a los pies de la cama, cubriendo la lastimosa luz del sol que se filtraba entre las cortinas. No llovía más. Te dolía el cuerpo, no sabías cuánto habías dormido, pero aún te sentías cansado. Otro día más, pensaste, las labores en el hogar, la familia, la música, la televisión; la misma agenda escribiendo su rutina. Te acostaste de lado, dando la espalda sonrojado, ocultando una erección. “Levántate, te esperamos a desayunar.” Sin fuerzas, sin razón, sin energía. Tantos años solo. Tanto tiempo sin sentir el calor de una piel femenina. Y sólo te repetías: “Ojalá existiera alguien. Ojalá estuviera aquí”.