La maldición de senet

Eloísa Caro Durán

El día más caluroso del año en que nació Ramsés el Grande, mientras llegaba la cómplice oscuridad de la noche que ocultaría nuestro delito, Heru y yo jugábamos al senet. Sobre la ardiente arena colocamos el tablero de barro cocido que mi abuelo Salih fabricó para mí antes de que sus manos dejasen de hablar.

Desde pequeño me apasionaba aquel juego, tanto que las fichas de mi agotado senet, desgastadas por el uso, habían perdido su forma original.

Fueron muchas las partidas libradas contra Heru, aunque la de aquella tarde no sería un enfrentamiento más; yo estaba obligado a ganar y me sentía angustiado, inquieto.

El vencedor de aquel duelo vigilaría desde fuera y el perdedor sería el encargado de entrar en la tumba y recoger el botín. Lo habíamos hecho cientos de veces; el Valle de los Reyes era nuestra segunda morada, no obstante ese día acaeció algo escalofriante que consiguió amedrentarme. Yo mismo pude ver cómo a orillas del Nilo un enorme cocodrilo agarró con sus fauces al anciano Masud. Él gritaba mientras su cuerpo blanquecino vertía sangre sin parar.

–¡La maldición, ya está aquí la maldición!

Nadie entendía aquellas palabras agonizantes y desbaratadas, nadie excepto yo. Masud me había confesado que en el dintel de la última tumba que saqueó, se podía leer “si osas cruzar esta puerta tu cuerpo será devorado por un cocodrilo”.

Estaba muy cerca y puede comprobar con claridad cómo la maldición se había cumplido.

Nunca le prestábamos atención a las maldiciones con las que intentaban intimidarnos, pero aquel día, después de lo que había ocurrido, yo no me sentía con el valor suficiente para entrar en la tumba.

Heru no debía conocer mis miedos, por lo que continué centrado en el juego hasta que sucedió algo terrible. Caí en la casilla 27 y tuve que retroceder hasta la 15. Mi adversario tenía ventaja, él había conseguido sacar del tablero más piezas que yo. Llegó mi turno, me tocaba arrojar las tablillas, sólo seis pasos serían suficientes para vencer. Las agité con las dos manos, cerré los ojos y las lancé con decisión. Pero…, ¡oh! , salió un tres. Había perdido la partida.

Intentando esquivar el miedo y con una antorcha en la mano crucé la puerta que previamente ambos habíamos derribado.

 

Avancé con pasos diminutos e inseguros hasta que vi algo que llamó especialmente mi atención y me aproximé veloz.

A los pies del majestuoso sarcófago de piedra rojiza había un juego de senet, era magnífico; había sido elaborado con lapislázuli. Su intenso color azul me cautivó y de inmediato extendí las manos para cogerlo.

En ese mismo instante alcé la mirada y en la pared donde apoyaba se podía leer: “tus manos perderán su aliento si te atreves a tocarme”.

De aquello hace ya mucho tiempo. Ahora, sentado bajo el frondoso sicómoro, con mis manos inútiles, sin vida, apoyadas sobre las rodillas, veo a mi hijo juguetear con las deformes fichas de arcilla de mi preciado y viejo senet y me retuerzo al escuchar sus palabras.

–Es una lástima, papá, que no puedas jugar conmigo.

También repite una y otra vez lo mismo que escucha decir a mis padres.

–Es una pena que te haya perseguido la misma enfermedad que al abuelo.

Pero lo cierto es que mi hijo no lo sabe, nadie sabe que el día más caluroso del año en que nació Ramsés el Grande, ese mismo día, una horrible maldición cayó sobre mí.

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