La vieja parker

José Gutiérrez-Llama

Sumido en una soledad sin barreras que lo separaba del mundo,

observó sus dedos largos laxos el piso la punta de los zapatos.

Elmer Mendoza

El sabor del amonio descarnó su garganta e invadió las encías enrojecidas por los fermentos de whisky y nicotina que aún quedaban en su boca, luego de una noche que se vistió con los primeros rayos del sol. Habían pasado horas desde que decidió tirarse en la cama y dar tregua a esa historia que la pluma

se negaba a revelar. No era extraño, ciertas veces el estilógrafo apenas y escupe palabras deshilvanadas e incoherentes que despistan a los entrometidos que desean conocer los pormenores de algún incidente. Así era la vieja Parker cuando elegía ser discreta, disolver los misterios en el turquesa del vientre y resistir el más extenuante interrogatorio. Lo sabía, siempre lo supo desde que optó por el oficio de escritor y sin embargo, nunca supo parar a tiempo y dejar que el trebejo fluyera al ritmo de sus hormonas. En los despertares así, desde luego, se recriminaba por insistir hasta el punto de la acidez y la jaqueca de los contendientes.

Se descalzó, saltó de la cama y fue con paso errático al baño. Apenas miró de reojo el espejo. Odiaba ver la orografía de caudal sanguinolento en sus ojos, como si el combate de la noche previa hubiese dejado miles de bajas. No obstante, sabía que aún no era tiempo de cavar sepulcros ni guardar luto a los muertos, cuando los fantasmas todavía rondaban el campo de batalla y fanfarroneaban una victoria que estaba en entredicho. Orinó y descargó ―con el olor agrio del sedimento―, los residuos de la frustración y el trasnoche, e imaginó lo sencillo que resultaba todo cuando la vieja Parker era seducida y se derramaba ―como toda hembra en celo― en espasmos en azul, redondos y caligráficos. Sonrió mientras goteaba sus últimas reflexiones. Jaló la cadena. Restaba tanto por hacer, que ahora su mirar tuvo el tono apasionado que chamusca el espíritu.

«Un café», se dijo, y caminó a la cocina. Al pasar frente al estudio ―sitio donde la refriega tomaba un respiro― le fue imposible dejar de voltear hacia la vieja Parker. Dormía con la placidez de las estatuas ecuestres sobre el cuaderno maltrecho. «Descansa ahora que puedes, Parker», retó, y estuvo a punto de seguir de largo. Se detuvo. Tabaco alcohol sudor tinta olor a mal presentimiento la inquietud de las moscas invade los esqueletos.

Entró.

Cuando la vio tirada sobre el piso, su corazón caminó a pasos cortos, repetidos, cortos, sin reparo ni respiro, cortos, repetidos, cortos, como si no quisiera perturbar su sueño. No tuvo tiempo de preguntarse por qué estaba ahí. Era una mujer hermosa. Hebras rubias de primavera enmarcaban su rostro de cerámica opaca y mirada fija como concha marina. «Demasiado pálida, demasiado fija», pensó, antes de afrontar que la agonía deslava las mejillas y el iris. «Demasiado pálida, demasiado fija, demasiado muerta», rumió, y miró la violencia en la escena que la rodeaba. Las huellas de estrangulamiento trazaban una gargantilla de moretones verde-violeta en su cuello, y un fétido olor escaló hasta su nariz y se esparció por el cuarto en busca de alguna fisura para escapar y purificarse.

Pánico, rechinido de muelas neblina morada acorde de rock que electriza los nervios mente estéril, infértil campo / hipocampo vacío hondo socavón donde se arrinconan las almas y el miedo entorpece la respiración y apura pulsaciones. Un segundo. Volvió a mirarla o, más bien, al lunar que desde un costado del mentón, lo llamó por su nombre, quedo, al oído, y cariñosamente le otorgó un perdón que hasta entonces no creía necesario; él no la había matado… ¿o sí? ¡No!, ¡era imposible!, y la angustia con el grosor de lo absurdo. Temblor saliva arcilla grumos pegados al paladar garganta que no cede el paso.

¡No!, repitió tres veces; había pasado la noche riñendo con la vieja Parker, y le lanzó unos ojos repletos de fastidio. Regresó a la mujer, o mejor dicho, al cadáver de la mujer y al lunar que orbitaba en torno al centro de su barbilla, redondo, equidistante, inconfundible, como el que había descrito la noche previa. Fue entonces, hasta entonces, que cayó en cuenta que aquella mujer se parecía a… «¡oh, no!», titubeó un instante, no podía ser Grete, la amante germana del escritor que había llegado en la madrugada. Atropellado se hincó a hurgar en los bolsillos del abrigo que llevaba puesto. Grete Lausberg, y el pasaporte tuvo la fotografía del rostro que había imaginado. «Que distinta se ve en matices mortuorios», se le coló al pensamiento. «¡No la maté!, ¡no!, ¡no!», con la insistencia del látigo, y saltó a sus apuntes.

Estaba equivocado o al menos, así lo decía el relato. «… enloquecido por los celos, le estrujó el gañote hasta que el resuello se evaporó y el violeta floreció en sus labios. Luego durmió dos días la borrachera. Al despertar parecía tarde. Peste vecinos quejas policía y a las 10:30 de la mañana el inspector Brenner a la puerta. Dentro, el hedor, los restos, las huellas dactilares y el escritor acorralados», y unos puntos suspensivos dejaban a la deriva la historia.

No recordaba haber escrito esa escena. Cierto, había bebido mucho, quizá más de lo conveniente, pero sabía que su historia no tenía el tono negro que caracteriza al género criminal. No hubo necesidad de exprimir la memoria, ahí estaba, la vieja Parker, regordeta mustia malévola la venganza es dulce como para relamerse los labios delatores y azules que escurren tinta fresca en los colmillos de los vampiros, al tiempo que su cómplice cavilaba.

Judas, Bruto, Casio.

Un puñal más en la espalda.

El infierno de Dante, otro asiento vacío.

La confusión, el aire viciado, los pulmones.

La tos.

10:15 de la mañana, dos días después.

El golpe del cincel, tictac sin respiro.

El alarido de la sirena, el semáforo en verde.

El edificio, la escalera, los grilletes.

La falta de coartada, una teoría idiota.

La morgue, las pruebas, el ADN.

La prensa, el linchamiento, la deshonra.

El veredicto, el juez, la condena.

Tres por tres, la mazmorra, una cama de cemento.

El paso del tiempo.

Una pausa, tictac, otra pausa.

El aburrimiento, la monotonía, lo eterno.

Tomó un bolígrafo rojo, odiaba hacerlo pero sabía que Parker no cooperaría y las manecillas ampliaban el tranco. «Brenner, Brenner, Brenner», nada, un giro del segundero o del corazón, daba lo mismo, como intercambiar metralla o declararse culpable. «Brenner…», y atemorizado recurrió al vuelapluma como último recurso. Hiperventilaba. «Jason Brenner era un idiota…», apretó el puño y contuvo la siguiente frase. Le pareció burdo, fuera de sitio, el insulto que se escupe elástico y tiende al regreso. Tachó lo escrito y restregó la palma de sus manos en las sienes hasta estirar justo donde nace el cabello y la desesperación salta a las cejas. Volvió.

«Por desgracia para la justicia o por fortuna para los malhechores, según quiera verse, Jason Brenner tenía poco en común ―acaso la placa que lo acreditaba como detective―, con Holmes, Lupin, Poirot, Marlow, Smiley, Belascoarán, Caravalho, Queen, Maigret, o tantos otros agentes que habían dado lustre al oficio de sabueso. Sus inicios se remontaban a la niñez, cuando se inmiscuía ―más por morbo que por interés genuino en descifrar los misterios― en cada chisme que surgía entre las tórridas calles y viviendas de Newham. No obstante, su capacidad para desentrañar enigmas o descubrir culpables era más pobre que el barrio londinense donde había nacido. A pesar de esto, e independientemente de ser el hazmerreír de los vecinos que le atribuían la perspicacia y el olfato de un ave de gallinero, Brenner entró a la academia y se graduó de inspector, sin sospechar nunca que su madre se revolcaba con el capitán a cambio de ciertas concesiones para su hijo. A partir del día en que le dieron la insignia, Jason vistió gabardina y fedora clásico, en homenaje a Sam Spade o, más bien, a la interpretación que de este hiciera Humphrey Bogart en la cinta The maltese falcon. Por supuesto, su regordeta figura y la tosca y sudorosa nariz sólo pasó desapercibida para la señora Brenner, a quien el orgullo compensó todos sus sacrificios y alguna que otra gonorrea. Lo que siguió fue una carrera mediocre y llena de traspiés que excluyeron al agente de los casos importantes y lo llevaron a hacerse cargo de asuntos banales y de los conflictos hogareños de sus inicios, como si la teoría nietzscheana del eterno retorno cobrara vida en su vida».

―¡Pum! ¡Pum! ¡Pum! ―el violento golpeteo en la puerta cortó la inspiración y el próximo fraseo. No había tenido tiempo de inventar coartadas ni métodos para desvanecer cadáveres o sembrar pistas falsas. Se temió perdido. ―¡La policía! ¡Abran la puerta! ―y las manecillas firmes marcaron las 10:30, como la vieja Parker había profetizado.

Miedo las manos tiemblan con el ritmo de las vísceras gelatinosas y los ojos tiesos y aplomados rehúsan huir por la ventana del cuarto piso tal vez la altura pudiera sortearse si no pesaran tanto los pies y los pensamientos oscuros o si el picaporte de la entrada lanzara tarascadas sobre la carne de los intrusos tragara balas o resistiera el embate una eternidad la que corre no es necesario demandar ayuda para eternidades futuras o enredos del porvenir cuando el óxido diluyó los huesos y el sedimento se vuelve migajas de alma pulverizada de interés exclusivo para los demonios o los antropólogos que mercadean reliquias en Alice´s Antiques

―¡Pum! ¡Pum! ¡Pum! ¡Abran o derribamos la puerta! ―encolerizado.

Tiempo transcurrido, lo sabía. Dejó el bolígrafo rojo sobre el papel y se dirigió a la entrada. No restaba sino entregarse de manera pacífica. Bebió el nerviosismo que escurría por los muros y abrió. Ahí estaba, Jason Brenner, con su húmeda nariz y cara de perro rabioso.

Tan pronto tuvo oportunidad y con cierto rencor, el agente empujó al escritor, se abrió paso y se encaminó ―sin decir palabra y como si el olor a cadáver le encelara el olfato―, hacia el estudio. No tardó mucho antes de salir con una atemorizante sonrisa y el escrito de color rojo en las manos; parecía ensangrentado.

―¡Aquí está la prueba!, ¡aquí está! ―vociferó y caminó hacia el novelista.

Luego, en forma descortés, elaboró y le entregó un citatorio para que respondiera en la comisaría, por insultos graves a la autoridad. Sonrió de nuevo y guardó la evidencia en la gabardina.

―Y no crea, mi amigo, que se salvará de una demanda civil por difamación ―y salió molesto. ―Ah, y por cierto, le sugiero tirar la basura si no desea otra querella, ya que sus vecinos protestaron por el hedor que despide su apartamento ―y siguió escaleras abajo.