Alicia Dorantes

*Relato de lo vivído en Estanzuela, Veracruz, durante Servicio Social

Eran casi las seis de la tarde. La hora mágica, en la que para el pueblo totonaca, las Cihuatéotl, mujeres muertas durante el trabajo de parto y, por ello, similares en valor a los guerreros caídos en los campos de batalla, acompañaban al sol en su descenso. Dos hombres tocaron a la puerta del consultorio. Uno era el padre, el otro el hijo. En sus rostros morenos curtidos por el sol que besa los campos, se leía la angustia. Quitándose el sombrero, habló el mayor: —Verá usté dotora… mi nuera dio a luz a eso de las tres de la tarde y desde esa hora se le jueron los pulsos.

No habla ni conoce. Queremos que vaya a verla. Cuando le pregunté donde vivían, me contestó amable: —Verá usté… sí vivimos algo lejos. Podemos llegar hasta Chavarrillo en el carro, pero de ahí pa’l rancho hay que andar como una hora, poquito más…

Traté de explicarle que mi visita no serviría de nada; seguramente su nuera había muerto a esa hora, pero era tal su angustia que no pude negarme. Preparé mi maletín: guantes estériles, cinta para ligar el cordón umbilical, algo de material de sutura, gasas, vendas y lo que podría llamarse “el cuadro rojo” de emergencia, de un hospital rural; además, suero y equipo para aplicarlo. Algunos medicamentos para mitigar el dolor, otros, para controlar los nervios y la presión arterial. Al decir de don Braulio, que así se llamaba aquel hombre, los papás de la nuera, sus consuegros, “estaban muy alterados a más de padecer azúcar y presión alta”. Tomé por último, unas ampolletas de “Sintocinón”, medicamento a base de oxitocina, hormona que ayuda a contraer el útero durante y después del parto.

El esposo de la parturienta no hablaba. Se llamaba Pedro. Pedro con dificultad llegaba a los veinte años. Su rostro impenetrable parecía estar esculpido en piedra, en una de las piedras que a diario removía con el azadón, mientras trabajaba los surcos donde sembraba maíz y frijol. Ellos, los hombres del campo, no saben expresar sus emociones. No lloran, porque desde niños les dijeron “que llorar era cosa de mujeres”. Por eso no saben; no deben llorar.

Poco conversamos durante el viaje. Tomamos la carretera rumbo a Xalapa y, poco después, la desviación a Chavarrillo. Cuando llegamos a la vieja estación del tren, la noche había caído y nos cubría con su manto negro, lúgubre, pesado. El camino se convirtió en terracería y a unos diez kilómetros, bruscamente terminó. Seguimos a campo traviesa. Disminuí la velocidad. En ocasiones perdía la vereda y entonces don Braulio me decía:

—Déle a la derecha. Ora a la izquierda. ¡Cuidado dotora, con aquella piedra!…

El pequeño Fiat que me acompañó durante mi permanencia en Estanzuela, se comportó a la altura. No caminaba, no corría… más bien parecía volar. Volar muy bajo, pero con gran precisión. Era como si comprendiese la afligida situación de la familia. Como si apoyara mi angustia creciente.

Arribamos a un caserío. Don Braulio me indicó la explanada donde podía dejar el carro. A partir de ese momento, caminamos. El ejido se extendía frente a nosotros inmenso, extrañamente solo. Sólo nos guiaba la luz plateada de una luna hosca. A lo lejos se escuchaba el ladrido de los perros, el croar de las ranas en un charco vecino y la orquesta de miles de grillos que disfrutaban de la noche a plenitud.

Llegamos a la casa de Pedro a eso de las nueve. La vivienda estaba rodeada por amigos y vecinos. Todos serios y cabizbajos. Unos fumaban. Otros cuchicheaban. Había solamente hombres. Sus mujeres estaban aden- tro, acompañando a la parturienta. La gente del campo así es: buena, sencilla, solidaria.

Don Braulio y Pedro me escoltaron. Pasamos entre las personas al tiempo que el anciano decía:

—Es la dotora, déjenla pasar.

La casa de Pedro y María era una choza con paredes de carrizo, techo de paja y piso de tierra aplanada. Estaba muy limpia. María la había barrido esa mañana, como todas las mañanas desde que se casó. Tenía muy pocos muebles: la rústica mesa de pino, rodeada de unas cuantas sillas, estaba cubierta de bolsas y trastos en desorden.

Al fondo de la choza, un catre. Ahí estaba María. La habían lavado con cuidado. Le habían peinado su largo cabello y puesto su vestido blanco, el mismo que usó el día de su boda.

Recostada de lado parecía ver la pared. Saludé a todos y me dirigí hacia ella. No contestó a mi saludo.

Tomé su mano… ansiaba saber si quedaba un soplo de vida en ese joven cuerpo, pero el brazo y la mano regresaron de inmediato a su posición original. La piel estaba fría. No había pulso. María estaba muerta.

Había muerto muchas horas antes. Debió ser a las tres de la tarde, cuando el suegro aseguró que “se le jueron los pulsos”. La rigidez cadavérica había hecho presa de ella…

Nada había que pudiera hacer por ella.

Me senté a un lado de la cama, muy cerca de María. Entonces pude verla tal como debió haber sido: casi una niña de sólo dieciséis años. Su rostro moreno estaba enmarcado por gruesas trenzas de azabache. Tenía los ojos cerrados y en la tranquilidad inexpugnable de la muerte parecía sonreír, satisfecha de haber regalado su temprana vida a ese pequeñito vástago suyo, que ahora lloraba temeroso y hambriento en los brazos de la abuela.

La vivienda olía a hierbas cocidas; a hechizo; a misterio; a sangre y a muerte. La comadrona me miraba con recelo, como si temiese que la fuera a culpar por esa muerte. La saludé y me limité a preguntarle qué había pasado. Sus ojillos inquietos se posaban en la tranquila María y en mí. Luego dijo: —Jué pura mala suerte. Jué la sangre que no paraba. Le di teses y cocimientos. Le amarré juerte la cintura. La niña lloraba de miedo y de dolor. Nació el crío… lo demás —la placenta— nunca salió. Cuando nació la criatura, lo vio y sonrió. Luego se jué quedando tranquilita… tranquilita… y ya no… ¡Se lo juro, dotorajue la pura mala suerte!

No sé si a mis veinticuatro años fui capaz de valorar la magnitud de la tragedia. No sé si dolió tanto, tanto que la guardé en el fondo de mis recuerdos y ahora, cinco décadas después, la valoro en su justa dimensión. No sé si como piensan los campesinos, que los hombres no saben ni deben llorar, las “dotoras” tampoco deben hacerlo.

Aparentando una tranquilidad que no sentía, me levanté. Saludé a la abuela del pequeño huérfano. La recia mujer lloraba. Lloraba en silencio y sus lágrimas, aunque cristalinas, tenían el sabor de la sal y del dolor. Le lastimaba el dolor del hijo y el llanto afligido del nieto. Lloraba la abuela y su llanto mudo era una mezcla de pena, de frustración, de rabia y de impotencia.

Tomé al pequeño y lo estreché contra mi pecho. Lo habían vestido con la ropa que María hizo poco a poco, en los escasos momentos que le dejaban las tareas caseras y las faenas del campo. La hizo con tela barata y con amor de madre. Le cubrieron la cabecita con un gorro tejido en estambre color sangre, para protegerlo “del mal de ojo”.

Lo descubrí para examinarlo. Debía pesar casi tres kilos. Físicamente se apreciaba normal. Revisé el cordón umbilical. Apliqué gotas desinfectantes en ambos ojos y lo protegí contra el tétanos. Finalmente dejé recomendaciones para la alimentación inmediata.

La gente del rancho ya estaba preparada. Dispusieron todo para el velorio en cuanto sospecharon la verdad que don Braulio y Pedro se negaban a aceptar. Habían comprado pan y aguardiente. Las fogatas del patio abrasaban sendas ollas de peltre usadas y vueltas a usar. En una hervían tamales; en otra, café. Con esas provisiones las largas horas por venir serían más tolerables, más llevaderas. Estarían ahí toda la noche y al día siguiente acompañarían a María hasta darle cristiana sepultura. En una lata había flores. Flores humildes, sencillas y blancas como el vestido de María.

Cuando salí de la choza era casi la media noche. Urgía que regresara.

En la soledad del campo, el cielo parecía más negro y las estrellas, que curiosas asomaron, brillaban más. El aire fresco salió a mi encuentro. Sentí que su beso era consolador. Creí que me susurraba algo al oído. Parecía decirme: “¿Ahora te das cuenta de lo necesario que resulta que los jóvenes profesionistas realicen su Servicio Social en la comunidad?”

En silencio regresé a Estanzuela. Don Braulio me acompañó.

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Cincuenta años han pasado desde la muerte de María, no obstante, su recuerdo… el recuerdo de todas las muertes silenciosas, mudas, prematuras e injustas de las Marías del mundo entero, continúa siendo una vergüenza para el género humano…

Dijo Yifat Susskind, directora asociada de la Organización Internacional de los Derechos de la Mujer: —Las mujeres embarazadas y parturientas mueren porque sus derechos reproductivos son violados, porque hasta su nutrición básica se ve comprometida, y porque se les niega el acceso a servicios básicos como resultado de la imperante inequidad de género. Las mujeres se están muriendo porque han estado sometidas a la colonización y al racismo.

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