Raúl Eduardo González

La noche del 2 de agosto se llenó el Teatro Ocampo, de lado a lado. A las 18:30 hs. había sobre la banqueta una cola considerable para ingresar a la presentación del disco Un sólo canto (así, con acento), del grupo Media Luna, coincidente con el festejo de sus primeros diez años de vida como grupo familiar consagrado a la ejecución de la música tradicional de cuerdas del estado de Michoacán (sonecitos y abajeños purépechas, canciones rancheras, sones planecos, gustos y sones calentanos). El disco fue producido con el auspicio del Fonca, la Secretaría del Migrante de Michoacán, el Centro Cultural Morelia y el Laboratorio Nacional de Materiales Orales (de la UNAM estos dos). La música de Media Luna abarrotó el máximo recinto de nuestras artes escénicas en el estado, algo que no es usual en un miércoles moreliano con muchas actividades culturales coincidentes —nada menos, a la misma hora, en la Galería Omo se inauguraba la magnífica exposición de obra gráfica La piel del mundo, de Carolina Ortega.

Estuvimos a punto de no entrar, porque aparentemente la fila no se respetó, y cuando ingresamos al vestíbulo descubrimos que tanto la platea como el balcón y hasta el gallinero estaban llenos. No pudimos ascender más allá del descanso de la escalera, de modo que bajamos, compramos el disco en la antesala (“Dile a Erandi que sí vinimos, pero que no pudimos entrar”, le pedí a Flor Barajas), y nos disponíamos a salir cuando anunciaron que había algunas butacas en el patio, y al final tuvimos un lugar privilegiado —aunque muchas personas no tuvieron tanta suerte, y ocuparon los pasillos laterales, de pie. Daban entonces la segunda llamada.

Aun antes de comenzar el concierto, tuve la primera sorpresa de la noche: en el programa de mano incluyeron la décima que escribí para comentar la ocasión en las redes sociales:

Diez años de Media Luna,

de luz plena y son creciente,

de hacerse oír con la gente

con verdad y con fortuna.

Una década que es una

sonora estancia, un encanto:

ocho voces con un manto

de instrumentos y pasiones

que alegran los corazones

y forman Un solo canto.

 

(Yo escribí el adjetivo solo sin acento, en el sentido de un canto único, que se forma por la suma de voces y que al final resulta indiviso, armónico, sólido; los miembros de Media Luna acentuaron el término en la portada del disco, acaso para evitar el riesgo de que se confundiera con el sentido de ‘solitario’ que también tiene el adjetivo; sin querer, supongo, al poner la tilde invocaron el adverbio, que tiene el sentido de ‘solamente’, que junto al sustantivo canto resulta para mí un tanto perturbador, misterioso. Pero, en fin, eso es lo de menos; sospecho que la aparente errata tendrá al final un efecto poético y sugerente, en un disco que tiene mucho encanto, y en el que la música es lo fundamental.)

Antes de comenzar la ejecución musical, con una proyección de fotografías de distintos momentos de la historia del grupo, los seis hermanos Mejía Almonte, ubicados ya frente a sus instrumentos, dieron lectura al texto incluido en el folleto que acompaña el fonograma, de la autoría de Ireri, quien toca además el tololoche y aporta al conjunto la singularidad de su voz y el destello de su sonrisa. Es un texto que procura situar la labor de este grupo moreliano en el momento de relativa popularización que la música bailable tradicional ha alcanzado en Morelia durante presente siglo. Los Mejía Almonte han participado activamente en ese auge, pero no lo han hecho por moda ni por generación espontánea, como nos lo hace ver Ireri: “Hacemos este disco […] como un cariñoso homenaje a nuestras dos raíces de sangre, de color, de sonidos […] que son nuestros abuelos y nuestros padres”.

Esta es, justamente, la fortaleza del grupo: el padre, Leonel Mejía, es con su violín el puntal de la melodía; dice de él Ireri: “con mucho amor, corazón y entrega, se ha dedicado a labrar la música […] de manera desinteresada”. De su madre, Odilia Almonte, dice Ireri que “canta con el corazón y nos ha enseñado a cantar con la fuerza poderosa del amor”; así nos lo mostraron ambos, al entonar a dos voces las canciones “Cuando te vayas”, “Acambay” e “Indaparapeo”, compuestas estas dos por el padre de Leonel, José Mejía Ayala, cuya labor como profesor lo llevó por distintos lugares; como se señala en el folleto, “a cada pueblo que llegaba […] le componía una canción, con lo que se ganaba el corazón de la gente”. De “Acambay”, un fragmento que muestra la inspiración de don José:

Las neblinas de tus montes

son suave encaje de tul,

que te cubre en las mañanas,

porque la novia eres tú.

El joven Irepan Mejía, sensible y dotado multi instrumentista, quien actualmente cursa la maestría en composición musical en la Universidad Veracruzana, presentó esa noche sus propias aportaciones al disco: los sones “Ojito negros” y “Sóngolo”, en los que recupera, respectivamente, coplas que le transmitiera don Odilón Aguilar, y un estribillo que su abuelo paterno cantaba a Odilia de bebé, para agregarles una música vibrante, que hizo bailar a mucha gente en la sala. Qué decir de la voz de Yunuén, la menor de los hermanos, quien al final cantó “Juan Colorado” fuera de programa, e hizo estremecer el Ocampo. En su ataque a la vihuela, en su zapateado, expresión corporal y gestualidad, la presencia escénica de Yunuén se desborda y conquista al público.

Acaso no tienen tanto lucimiento escénico el violinista Juan y la guitarrista y zapateadora Erandi. Pero la música no es sólo de las figuras: él con su violín bien afinado, y ella, con su musicalidad y su labor de organización le dan una solidez impresionante al conjunto. Por sus compromisos con el grupo Bola Suriana, Juan no puede estar en todas las presentaciones de Media Luna, y su ausencia en esos casos es muy evidente.

De Erandi tengo que decir que es una persona de una sensibilidad singular y profunda, que en conjunto con su capacidad de trabajo y su sencillez la hacen entrañable, al menos para mí. Siempre me cayó muy bien, aunque, como buena organizadora, suele calcular cada paso, y no abre las puertas a todo mundo a las primeras de cambio. La colaboración en el encuentro Verso y Redoble me ha permitido convivir con ella desde hace cinco años, y veo que no me equivoqué: es una persona excepcional. En el caso del disco, se hizo cargo, junto con Ireri, de la elaboración y la gestión del proyecto, y el resultado es evidentemente positivo —al decirlo, advierto a los lectores que consigan el suyo, pues seguramente la edición se agotará muy pronto.

La presentación tuvo momentos conmovedores, aparejados directa o indirectamente a la presencia de la familia: uno fue cuando los hijos de Marisol, la bailadora y tamborera del conjunto —quien está dotada de un metrónomo en el alma—, subieron al escenario para zapatear con su mamá y sus tías; subieron, asimismo, los primos y primas de los Mejía, entre quienes destaca la pequeñita Mercedes, que lo hace muy bien; incluso, hubo gente del público que subió espontáneamente a zapatear. De manera acertada, la escena estuvo vacía de autoridades institucionales, pero no así de las meras importantes: el momento cumbre de la noche se dio cuando los hermanos Mejía Almonte entregaron un reconocimiento a sus abuelos, como muestra de gratitud por el legado que recibieron de ellos: doña Rosa Ziranda, venida ex profeso del rancho del Cahulote, y don José Mejía, presentes también en el público; ambos se llevaron un gran aplauso, lo mismo que Odilia y Leonel, quienes también fueron homenajeados por sus hijos.

Este grupo familiar ha sabido, con la herencia de los mayores, con la sabiduría de chicos y grandes, y con el gusto y el entusiasmo de todos, mantener una sólida propuesta musical, que refulge como el sol que los acompaña en la foto del cuadernillo del disco. Es una pena que no siempre esa energía pueda pasar al registro fonográfico de Un sólo canto, pero queda esto como una tarea para el segundo fonograma del grupo, que, como lo anunció don Leonel, ya viene en camino. Justamente, como un adelanto, Ireri cantó “Aires del Mayab”, seguida del referido “Juan Colorado”. El jubiloso final parecía insuperable, pero, luego de que las primilladas de las Mejía hicieran de guananchas ofrendando dulces al público, el grupo Tirhindikua entró al quite, y condujo a la gente por los pasillos de la sala hasta el vestíbulo, donde los que quisieron zapatearon abajeños y disfrutaron de la música de estos talentosos jóvenes.

Un recinto abarrotado y jubiloso de principio a fin se explica sólo por la labor sincera y entregada de Media Luna, que nos compartieron su canto y nos hicieron cantar y bailar con ellos, la noche del miércoles en el Teatro Ocampo, como lo han hecho a lo largo de diez años por teatros, plazas, calles y fiestas, en Michoacán, en otros lugares del país y en Estados Unidos, “pisando más puertos de los que imaginamos” cuando formaron el grupo, nos dice Ireri. Los océanos de la música y el baile son vastos y recónditos; Media Luna tiene muchos mares por surcar aún, y un puerto de origen que es a la vez su destino: el de la herencia familiar que han recibido, que han honrado con su labor, y que nos comparten con la fuerza de su canto, armónico, único y múltiple, que ellos saben entonar como nadie.