Ojos azules

Imagen: David Armas

Juana Macaria España García

Caminaba por la calzada Juárez cuando vi tu ojo a un lado de la banqueta. Lo distinguí por ese azul tan brillante como el mar de Punta del Este. ¿Recuerdas ese viaje?

Levanté tu globo ocular y le sacudí el polvo que ya se adhería a tu iris. No supe si era el izquierdo o derecho, no soy especialista en oftalmología. Pero adivinando, creo que sería tu ojo izquierdo, siempre fue el más rebelde y a veces guiñaba sin querer. O eso me decías cuando te encontraba haciéndole ojitos a la mesera del Salvatore’s, el bar al que íbamos todos los viernes.

Tu ojo cabe de una forma tan precisa en mi mano. Se siente bien la textura suave como tus labios cuando me besabas. Llegué a casa y guardé tu ojo en el refrigerador. Me puse a ver televisión y se me olvidó por completo esa parte de tu anatomía. Los programas aburridos me arrullaron y empecé a soñar que tu ojo me perseguía lleno de ira por las escaleras, la pupila se dilataba como si quisiera ab•sorberme en su negrura. Desperté revuelta en sudor; estaba helada.

Traté de dormir de nuevo, pero tu ojo me miraba fijamente junto a mi almohada. Me sobresalté. Corrí al refri para asegurarme que ahí lo había dejado. Y así era, seguía inamovible el otro. Entonces, tus dos ojos estaban ya en mi casa. Sentí alivio al saber que ahora no estarían separados, los dos juntos, como debe ser. Rememoro la tonalidad que adquirían con las baldosas del verano que estuvimos en Barcelona. Tuviste que usar lentes oscuros, porque según tú, te dañaría tanto brillo la retina.

Calenté un poco de leche para tratar de conciliar el sueño y despejar ese intenso dolor de cabeza que se me había anidado justo en la sien derecha. Un vago recuerdo me llegaba a cada punzada; tu mano sobre la calle de Michoacán y una pierna envuelta entre las sábanas que alguna vez compramos en oferta. Me recosté y podía sentir tu cuerpo bajo las cobijas, como cuando dormías conmigo aquellas noches de invierno. Los párpados comenzaban a pesarme. Te abracé y me escondí en el hueco que dejó tu brazo derecho.

Amanece y justo al levantarme para ir al baño tropiezo con tu zapato que aún sostiene parte de tu tobillo. Ese mismo tobillo que tantas veces sobé por los constantes golpes cuando jugabas futbol.

Me baño para poder ir a trabajar, he faltado dos días por este malestar estomacal que no me deja en paz. Las paredes de la regadera escupen manchas rojas por doquier. Dejo que la lluvia artificial me relaje. A veces la ducha es tan semejante a nadar en el mar. Siento una brisa que recorre mi cuerpo húmedo y recibo un ligero sabor a sal parecido al de tus lágrimas. Mis manos están ensangrentadas; las enjabono y la espuma se torna rosada.

Miro el espejo, arreglo la maraña en que se ha convertido mi cabello, maquillo mi lívido rostro y saco de mis dientes restos atascados de tu carne. Sé que algo dentro de mí ha cambiado.

Te contemplo, pareces casi perfecto que quisiera saltar al vacío que son tus cuencas negras como el mar de San Silvestre donde juraste que no me abandonarías, pero te fuiste hace un par de días con esa mesera de nuestro lugar de los viernes.

 

Tomado de: Antología Zombie, Endora Ediciones, México, 2012, p.5.

También te podría gustar...