Duiwel

Michiko Enei Castro

Memorándum interno

Siendo de su conocimiento la creciente epidemia del virus DHA1 en todo el sur de África y la creciente amenaza para el mundo se hace de su conocimiento el siguiente manuscrito encontrado en la denominada Zona DHA0 en la ex mina de Tau Tona en la parte norte de Sudáfrica; las muestras de tejido mencionadas se encuentran bajo custodia de las autoridades pertinentes de la OMS y el nombre del autor de dicha obra se mantendrá en secreto por le momento; se presume es el único sobreviviente posible de este primer brote al no haber sido encontrado y notar el faltante de una de las unidades móviles reportadas por la compañía británica que manejaba la administración del yacimiento mineral, cuyo nombre por el momento se omite a fin de proteger su privacidad.

El nivel de confidencialidad de este manuscrito debe ser manejado con discreción por lo que pedimos su comprensión y cooperación a fin de evitar una crisis.

Junta Directiva de la OMS.

 

La primera llamada vino de Sudáfrica, un par de geólogos americanos estaban enfermos de algo desconocido para los médicos locales de Carletonville. Ambos geólogos habían estado trabajando en la mina de oro de Tau Tona cuando uno de ellos comenzó a presentar lo que describían como temperatura severa. Mi jefe, el doctor Arthur Davis, era experto en bacteriología y virología, tomamos el vuelo de las 7:30 Am a Johannesburgo.

Para el momento en que llegamos desde Nueva York a Johannesburgo ambos estadounidenses habían muerto y los cuerpos habían sido cremados antes de un examen posible; las atenuantes de ambas muertes eran confusas y mi conocimiento del Afrikaans demasiado limitado pero el médico sudafricano no paraba de repetir la palabras “Duiwel” y “vleis”.

Yo nunca había estado en África pero había leído lo suficiente para entender las historias de horror que heredaba el pasado del continente más viejo del mundo, en especial para una estudiante joven de medicina como yo. Fue la primera vez que vi al doctor Davis nervioso, habíamos visto enfermedades terribles en el laboratorio sin que él se inmutara en lo más mínimo, por lo que verlo sudando frío ante las palabras del médico resultaba un espectáculo que en ese momento creí no volvería a repetirse; por desgracia tuve razón.

A la noche volvimos al hotel; no quiso probar bocado de su comida; al inspeccionar los ojos pequeños de mi mentor encontré lo que reconocí como miedo mientras vaciaba sobre mí una serie de palabras y órdenes que no terminaba de acomodar en su cabeza; me dijo que este tipo de tratamiento a los cadáveres extranjeros se aprobaba cuando existía la posibilidad de que el virus fuera del tipo de cepa del ébola. Mi sangre se heló ante la mención y no pude terminar mi comida al escuchar que a primera hora de la mañana saldríamos rumbo a Tau Tona, la mina de condiciones más extremas del mundo, para ver a otros enfermos y determinar la línea a seguir de la OMS.

Toda esa noche di vueltas en la cama recordando las historias de destrucción de los brotes de ébola en África, la destrucción a villas enteras, la limpia y quema de pueblos enteros con civiles infectados y enfermos; pensé en los tanques, en los niños y a pesar de mi escepticismo común, rogué a Dios que no fuera eso. Mi madre decía que hay que saber pedir las cosas, yo no supe hacerlo y mi deseo se cumplió: no fue ébola pero terminó siendo algo mucho peor.

No quiero dar la impresión de estar escribiendo líneas sin sentido; lo que pretendo en mi pobre e iluso alarde es dejar con este escrito una constancia de lo sucedido para que si alguien alguna vez llega•se a leerlo puedan entender lo que sabemos y advertir a nuestros colegas en el área de la medicina el no ser tan descuidados como lo hemos sido nosotros. Me disculpo por la aclaratoria pero lo cierto es que no puedo correr el lujo de dejar la advertencia en tácito…

Tau Tona era una casa de horrores en sí misma, incluso en tiempos de salud; la tortura a la que un minero pobremente pagado pasaba en una mina de oro con zanjas alrededor de una veta de 1 metro cuadrado, a temperaturas de 55 grados centígrados, y a más de 2 kilómetros bajo tierra, escapan a mi entendimiento, éstos son los extremos al que puede llegar un ser humano; pero lo que vimos fue mucho más impactante que una serie de condiciones infrahumanas.

A varios kilómetros de distancia podía olerse la putrefacción de la carne; era casi insoportable el aroma al llegar al campamento base donde más de 5 000 mineros legales empleados por la compañía vivían; sin hablar de los miles de indocumentados que se escabullían ilegalmente para robar o extraer oro de los confines más ardientes de la tierra.

Dentro del campamento había una cerca improvisada de alambres viejos y oxidados, contra la cual se ceñían los cuerpos amoratados, apestosos y escuálidos de cientos de enfermos con los ojos inyecta•dos de sangre que pedían a gritos comida y agua. La imagen me paralizó mientras miraba al doctor Davis pretender la calma con la que siempre trataba a las familias de sus enfermos, cuidando ser amable e intentando a toda costa no tocar a los aldeanos que en pobre inglés pedían una respuesta.

Unos 25 minutos después estábamos al interior de un edificio pobremente improvisado llena de botellas a medio llenar de Quinina que pertenecía a Zabali Zanwe; él era el doctor de guardia de la mina; tras presentarse nos extendió su mano lo que envió cientos de signos de alerta a mi cerebro e hizo que él la retirara rápidamente entendiendo mi pánico. Zanwe se disculpó y comenzó a contarnos que la epidemia había comenzado exactamente hacía 2 semanas el día que uno de los geólogos americanos de apellido Steel clamó que un trabajador de la mina le había mordido la pierna. Una tras otras las alertas de mordidas fueron multiplicándose y en poco tiempo los mineros locales comenzaron a temer la maldición del oro; explicaban que un “Duiwel” o demonio habitaba en la mina porque estaban sacando el oro de la tierra, muchos de los trabajadores legales atemorizados abandonaron la mina y volcaron a pedir trabajo en otras compañías cercanas. Fue entonces cuando los ilegales comenzaron a aparecer con mordidas infectadas sin pedazos de carne, enfermos con los ojos inyectados; para entonces Steel ardía en fiebre y no podía articular palabra, se negaba a ver a nadie que no fuera su compañero Stuart; a los dos días de no verlos, el médico se atrevió a entrar en su tienda, los encontró en estado psicótico; Steel estaba como muerto mientras Stuart mordía alternando entre la pierna gangrenada de su amigo y su propia mano que para ese momento se le estaba cayendo a pedazos.

El doctor Davis y yo nos miramos incrédulos cuando Zanwa nos llevó a la parte baja de atrás de la mina donde cientos de mineros mordían sus propios pies y pilas de huesos humanos se ceñían en la parte más baja del risco, mientras como desesperados trataban de trepar los cuerpos sobre otros al vernos asomados. Los enfermos pasaban de un estado al otro: primero comenzaba la temperatura infernal, se amorataba la piel y comenzaban a sangrar por todos los orificios, después se les inyectaban los ojos y venía el hambre insaciable a tal punto que se comían unos a otros y después a ellos mismos.

La masa purulenta y gangrenada de los cuerpos se movía como desesperada al grado en el que de no saber que en realidad eran varios ,se hubiese podido pensar que era un monstruo emergido de la tierra desde el agujero de más de tres metros que representaba la mina, un demonio, un “Duiwel”…

Horrorizados retrocedimos ante tal visión y mi estómago se revolvió al punto en que vomité en el piso; Zanwa me miró sonriendo como satisfecho de tener más estómago y entereza que nosotros. El doctor Davis se quitó las gafas y frotando su cabeza le preguntó al médico local por las reservas de agua y comida que les quedaban, la pregunta era obsoleta, hacía mucho que no había tal cosa; después solicitó un teléfono y Zanwa sólo se hecho a reír como presa del caos que reinaba.

Al caer la noche la situación se había vuelto insoportable, los enfermos seguían gritando, el “Duiwel” hacía sonidos terroríficos como de animales comiendo y voces del inframundo dejándose escuchar, el calor sofocante aplastaba todo; y en un ataque frenético me vi a punto de gritar cuando el doctor Davis me miró y por primera vez aceptó no tener idea de qué tipo de parásito o virus estábamos enfrentando; aceptó también que en ese pedazo de tierra de nadie no habría tampoco modo de averiguarlo pronto.

Le rogué al doctor que saliéramos de ahí, que pidiéramos un par de camellos, una camioneta o cualquier otro medio y regresáramos a la quietud de nuestro laboratorio en Nueva York, que tomáramos unas muestras y diéramos aviso a la OMS, que diéramos por terminado esa pesadilla; Davis me miró compadeciéndose de mi poco entendimiento genérico de la situación y me explicó que había enviado un telégrafo a Johannesburgo declarando cuarentena en el campamento base y todo a su alrededor, hasta no averiguar el motivo del contagio… con nosotros dentro.

A la mañana siguiente y sin haber dormido más de 20 minutos, Zanwa nos dio aviso que el aumento en el número de enfermos casi se había duplicado durante la noche; él mismo estaba ardiendo en fiebre; al preguntarle por medicamentos nos comunicó que la única medicina disponible en la unidad médica era quinina muy vieja con la que trataban la malaria; después comenzó a reírse histérico mientras se retorcía en el suelo y se aferraba a los pies del doctor Davis, gritaba “Duiwel” y mantenía el rostro completamente contorsionado por las carcajadas histéricas que salían de su boca. El doctor Davis hizo de Zanwa su sujeto de experimentos convirtiéndolo en nuestro paciente 1. Entre ambos lo sujetamos y amarramos con cuerdas de las utilizadas en los mecanismos de la mina para que no se moviera. El aroma que despedía su cuerpo era casi insoportable, igual que el del campamento entero: azufre y el ácido de la orina, vísceras y carne podrida, sangre y muerte.

Los ojos le sangraban sin parar de un color rojo rubí brillante, con minúsculos coágulos de color purpúreo; tenía la lengua negra y mo•retes casi negros por todo el cuerpo que salían sin aviso o motivo aparente; abría y cerraba mucho las mandíbulas como si le dolieran y trataba de mordernos hasta que nos dimos cuenta que había arrancado un trozo de su propia lengua con sus dientes; sacaba la lengua de lado como un perro cansado y una pus amarilla salía de la herida de su boca.

Comenzó a hacer los sonidos apenas audibles en los que susurraba cosas sin sentido y se convulsionaba de la nada mientras retorcía su torso intentando liberarse de la cama de operaciones; el doctor me ordenó sujetarlo mientras poco a poco con un bisturí comenzó a abrir el abdomen de por sí escuálido del doctor. Lo miré con horror cuando entendí que al no tener una máquina de ultrasonido o tomografías el único modo de descubrir los verdaderos estragos de la enfermedad era una autopsia en vivo.

No pude contener el pánico y al sentir sus extremidades retorciéndose en dolor debajo de mi cuerpo y escuchar el aullido casi animal que escapó de sus labios me levanté y mis rodillas dejaron de funcionarme dejándome en el piso. Todo sucedió demasiado rápido como para que cualquiera de nosotros reaccionara; Zanwa se soltó mordiendo en el brazo al doctor Davis, al final ambos terminaron cayendo a mi lado junto con la camilla de exámenes y los interiores de Zanwa en un costado. Todos sus órganos estaban podridos y engusanados, cubiertos de pus y aunque pareciese imposible, el médico aún medio amarrado seguía retorciéndose intentando llegar a nosotros; Davis había corrido a limpiar su herida. Fue en el momento en que el doctor Davis comenzó a sudar frío acechado por la fiebre cuando entendí que ninguno de nosotros saldría de aquí. Desde ese punto todo comenzó a ir en descenso y alrededor de 12 horas después, al comprender que sin recursos, comunicaciones o medicamentos no sobreviviríamos, fue entonces que Davis tomó su propia arma y se disparó en las sienes. He estado en soledad desde entonces.

Los enfermos son demasiados y ahora todo es una masa confusa entre infectados y aquellos a quienes la situación ha vuelto completamente locos; el monstruo de las profundidades sigue llamando desde el infierno y el resto de los afectados se ha empeñado en derrumbar la cerca oxidada incluso a costa de los más próximos; yo me encuentro en encierro; envié la ultima señal de radio a Carletonville pidiendo comunicación de la OMS; no hay respuesta.

Acerca de la enfermedad sabemos relativamente muy poco, los síntomas aquí descritos resultan inexplicables a mi conocimiento médico y la causa es aún más desconocida, algún virus prehistórico esperando a ser liberado de los infiernos de 60 grados en el fondo de la mina, alguna maldición del oro.

He venido recordando las películas de las que gusta mi hermano y creo que el concepto de muertos vivientes se les aplica muy bien a los infectados, la gangrena cubre por completo sus cuerpos, la putrefacción se expande por los órganos internos, la sangre se coagula en partes mientras en otras se licua completamente; despojados del ha•bla, memoria o cualquier otra función cognitiva la única necesidad básica e inmediata es el hambre que por lo que intuyo de sus reacciones los carcome al grado de negar la misma supervivencia con tal de saciarla; comen todo lo que sea posible desde tierra y plantas hasta las propias partes de su cuerpo a las que tienen alcance, ante todo, los vuelve locos la carne; en lo demás no he podido descubrir a que grado de avance ocurre el deceso dado que según la visión que tengo después de mis días en encierro éste más bien ocurre a razón de los otros infectados; las imágenes de horror en torno a esto son indescriptibles; Zanwe sigue revolviéndose aún a medio amarrar en el cuarto de operaciones, aunque he podido recolectar un par de muestras de tejido de él y el cadáver del doctor Davis.

Mis esperanzas disminuyen con el paso del tiempo y las provisiones con las que cuento se ven reducidas a nada, creo que mi mejor opción es intentar una huida tal vez en uno de los camiones destinados al uso de lo que solía ser la mina. Creo poder estar a salvo si es que alcanzo Carletonville, aunque la voracidad de los infectados ha ido en aumento y temo no poder salir del campamento en una sola pieza. C uento únicamente con el consuelo de mi arma y la de Davis con apenas 11 balas que se habrán convertido en 10 después de que termine con el sufrimiento de Zanwa.

Espero pueda serle de utilidad a alguien este manuscrito y quede como constancia de lo sucedido y mi existencia; anexo un par de muestras de tejido y llevo conmigo las restantes queriendo pensar que si se me permite salir de esta pesadilla tenga la oportunidad de analizar la causa de este desastre. Pido a Dios que como hizo noticia de mi petición en la negativa del ébola, tenga piedad de mi alma mortal y también de aquellas que lean mis palabras.

 

Tomado de: Antología Zombie, Endora Ediciones, México, 2012, p.90

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