Zombies y regaetton

© Chloe Early

Janitzio Villamar

No tuvo origen que podamos esclarecer, como parece acontecer en casi todos lados, simplemente comenzó y rápidamente se extendió por todos lados. Al principio fueron las Margaritas, sí, las hembras del clan Aquino, madre e hija, cuyos nombres eran Margarita y Margarita. Cierto día, por la mañana, supimos que el joven Ernesto había abandonado la casa familiar corriendo y gritando a todo lo que su garganta se lo permitía: —Han muerto; no sangran; sólo vómito —pronto lo detuvieron y le preguntaron a qué se refería semejante cosa. Cuando los vecinos lo escucharon, prefirieron avisar a los servicios de salud y pronto la Cruz Roja se presentó a media calle, pero entonces ya era tarde, tarde. Detrás de la multitud que se había aglomerado para enterarse del chisme, aparecieron las dos Margaritas y comenzaron a devorar los cerebros de quien tuvieron a su alcance. De repente, la historia de Ernesto, aquella historia que al principio creyeran fantástica y pretendieran que necesitaba atención psiquiátrica, se volvió realidad palpable.

La multitud primero huyó. No había quién se detuviera, lo que causó graves problemas de tránsito peatonal en la concurrida calle. Y eso, por supuesto, permitió a las Margaritas acceder a más sesos frescos. Sangre. Sesos, sangre. Sangre, sangre, sesos, sangre, sangre. Detrás, no mucho después, pudieron ver al Chucho, el padre, que se contorsionaba con dificultad tratando de participar en el festín. Quedó claro, entonces, que sólo el pequeño Ernesto había huido de la desgracia. Margarita a Margarita. Margarita a Chucho. Margarita a Emilio. Margarita a Gabriel…

La patrulla más cercana fue pronto avisada de lo que estaba ocu•rriendo y, como pasa cuando unos a otros nada creen, se acercaron sin creer en lo que se les decía. Al ver a los causantes del alboroto, en lugar de simplemente disparar, los agentes trataron de hablarles y, obvio, no obtuvieron ni un quejido de sus inertes bocas, así que procedieron a detenerlos, pero fueron ellos los detenidos. Macías, hermano de Teresa y Facundo, agente de tránsito y vialidad y Raúl, padre de Francisco y Camila, rápidamente fueron devorados ante la fuerza superior que demostraron sus captores. Ni un disparo salió de sus armas; sólo gritos y agonía. En esta ocasión, el Chucho se sumó al festín ante la mirada incrédula de la multitud, que se man•tenía a distancia observando el mayor chisme que hubiera presenciado hasta el momento y que seguramente pretendía contar más tarde entre los miembros aún vivos de sus familias. Margarita a Margarita, “de corazón demoledora”. Margarita a Chucho. Margarita a Emilio. Margarita a Gabriel. Margarita a Macías. Margarita y Chucho a Raúl…

A mitad de la calle se encontraban todavía los cadáveres de Emilio y Gabriel, pero en instantes se levantaron y comenzaron su len•to andar, dejando tras ellos un reguero de no se podría establecer exactamente qué, pero, para mayores efectos, algo sanguinolento. La multitud al fin comenzó a desplazarse, pues ahora quedaba claro que todos los afectados se levantarían para esparcir la enfermedad y ya eran bastantes, de manera que ahora, si cada uno tomaba una dirección contraria, no habría manera de localizar el foco de infección fácilmente. Los servicios de emergencia vieron pronto copadas sus comunicaciones tanto telefónicas como de internet y, como el problema parecía aún localizable, se dieron a la tarea de enviar unidades al lugar afectado. Sin embargo, la noche comenzaba a caer sobre la unidad habitacional en que se iniciara el problema. Por momentos se escuchaban gritos provenientes de alguna casa, aunque no todos se debían a alguien que fuera mordido, sino tam•bién a aquellos que gritaban de terror. Ernesto deambulaba ahora por las calles, sin rumbo. El hambre comenzaba a atosigarlo. Frente a un puesto de gorditas, su mano alcanzó una de chicharrón, de chicharrón, ja, y corrió con ella a toda velocidad, en medio del des•concierto de la vendedora, que no dejaba de mirar hacia donde el alboroto se extendía.

Cuando los gritos llegaron muy cerca de la vendedora, de nombre Sandra, hija de Tobías y Graciela, madre de Fidencio, Herminia y Yazmín, la mujer no pudo más que volverse estatuaria de la ciudad y permanecer hasta que tuvo a alguno de los zombies encima de ella. Sangre. Sesos, sangre. Sangre, sangre, sesos, sangre, sangre. Las de chicharrón, de chicharrón, eh, cayeron rodando hacia todos lados en medio del frenesí de quienes se encontraban cerca. Hubo gritos, muchos, muchos más gritos y gente que corría sin rumbo, algunos, ya inevitablemente, hacia donde había más de estos muertos que recobraban parte de su “vida” y la escena se repitió multitud de veces. Multitud de veces.

Ernesto, de apellidos Cruz y Aquino, se encontraba ahora refugiado en un árbol comiendo su de chicharrón gordita. Con sobresaltos que reflejaba su cuerpo, miraba sin mirar hacia las calles que cada vez se hallaban más intranquilas. Fue ahora la sed la que lo despertó de su ensimismamiento y lo obligó a bajar del árbol. Corrió a través de las calles rumbo a su escuela, pues no se le ocurría nada más y, en el camino, de la misma manera que obtuviera la comida, obtuvo la bebida.

Las sirenas ya rompían el silencio de la noche que esparcía su ger•men a través de todas las cosas, concretas y abstractas. Repentina•mente, una ácida llovizna comenzó su llanto sobre la ciudad y las calles soportaron el suave golpeteo sobre sus superficies. Patrullas, bomberos, ambulancias fueron arribando al lugar. Unos tras otros reportaron disturbios, ja, ¿disturbios? Pues eso reportaron y pronto cayeron abatidos, aunque hubo quienes al fin hicieron disparos con•tra la nueva multitud, la que se arrastraba penosamente regando por todas partes su humedad. Y la superficie que los sostenía se quejó al ritmo de sus pasos, de sus pasos, pasos, pasos. “Quiero que se ponga. Me gusta eso, que se ponga. Quiero que se ponga. Me gusta eso, que se ponga, que se ponga.”

Lentamente, la noticia fue conocida por quienes se avocan por ahora al gran chisme y no a la información, aunque la palabra “zombie” no aparecía todavía en los medios, no, sólo se hablaba de “disturbios”, mas las olas ya rebasaban de la playa las arenas. Fue uno de aquellos agentes que acordonaban zonas cada vez más amplias, quien hizo el disparo que mostró a los demás, algún tiempo después, el camino. En Insurgentes y Reforma se desató una intensa balacera contra la multitud que “caminaba” por Sullivan, pero las balas no detuvieron a quienes momentos antes habían recibido el embate de gases lacrimógenos y chorros de agua. Carlos fue el agente que acertó un tiro en la cabeza de la Margarita madre. La vio entonces desplomarse y ya no volver a caminar. “Le voy a dar bam, bam, bam/ mami, mami bam, bam”. ¿Y qué tan lejos, me pregunto, están sesos de besos? Lo cierto es que los de acero besos penetraron la testa de Margarita y reventaron de ella los sesos, sesos, sesos. Sangre. Sesos, sangre. Sangre, sangre, sesos, sangre, sangre. Y la sangre a borbotones mancilló el suelo, entre besos de la sangre el suelo, el suelo.

Ernesto había alcanzado una escalera de incendios y trepaba por ella cuando Carlos hiciera su disparo. El sonido lo obligó a voltear. La sangre en nada lo exaltó; víctima de la realidad sangrienta, pero el sonido del cráneo que dentro de la frágil piel se quebró a su men•te la reflexión llevó. “Eso es”, pensó. “La cabeza controla todo y si destruyes su cabeza, se detienen”. Lástima que la asociación se dio en la cabeza de un niño y no en la del agente u otro cualquiera, porque aún pasaría bastante tiempo antes de que el hecho fuera acepta•do como conocimiento general y formara parte del plan de defensa. Carlos miraba el cuerpo inerte. Ernesto se sostenía en la escalera de incendios. Carlos se agachó y miró de cerca. Ernesto prosiguió su escalada. Carlos se atrevió a tocar los fluidos de Margarita madre. Ernesto se acomodó y se quedó profundamente dormido. Carlos se levantó y se dirigió hacia su unidad para dar parte de los hechos. “Los hechos”, ja.

La alarma crecía manteniendo a la ciudad despierta, pues ahora los reportes mencionaban que las barricadas y controles no detenían los “disturbios”. Despierta, la ciudad contemplaba desde sus apara•tos de televisión a los caminantes que continuaban impertérritos su marcha. Paso a paso avanzaban sobre las avenidas, entre la gente, afectando lo que tiene ritmo y, a la vez, no lo tiene. ¡El ritmo, el ritmo! Los reporteros ahora daban cuenta de ellos desde lejos, desde motocicletas, autos y helicópteros, con todos los medios a su alcance y ya había patrocinadores que anunciaban que gracias a ellos las no•ticias fluían de los aparatos a los ojos de los televidentes empañando de sangre y desconciertos sus corazones.

Carlos, el victimario, fue alcanzado al distraerse para hacer el repor•te por Margarita hija: Margarita hija de Carlos, el victimario y no por venganza, sino por casualidad y porque el agente no había visto a la otra caminante que se había rezagado un poco de su madre, quedando oculta por las sombras de un edificio. Carlos manchado de sangre, su propia sangre, sangre que ahora penetraba a borbotones por la garganta de la Margarita hija. La sangre a borbotones… por la garganta… a borbotones. Un último disparo cruzó la noche desde el cañón de su pistola y la sangre no ocupó su esbelto cuerpo, sólo la intangible oscuridad, la noche misma, su cadáver envuelto en las primeras manifestaciones de la luz. ¡Bang! Y con el tiempo el cuerpo del uniformado se levantó y anduvo, Lázaro entre manifestaciones de silencio que emiten roces contra el suelo al andar lenta•mente sin rumbo fijo, renacido, milagro que cubre las expectativas de los hombres y sus anhelos de eternidad. ¡Bang!

Raúl, el camarógrafo extranjero, colombiano, conectó su cámara a tiempo para captar el levantamiento de Carlos. ¿Movimiento? Un temblor nervioso recorrió su cuerpo. Anabel, la frondosa reportera uruguaya comenzó a vomitar palabras de obviedad, contando a los televidentes lo que ellos veían claramente a través de la lente de Raúl. Fue ella quien al fin dio con la palabra milagrosa: —Se trata de… zombies, sí, esos seres de cuentos y leyendas que ayer hubiéramos creído pertenecientes sólo a la ciencia ficción y hoy sabemos reales.

En cuanto los caminantes se acercaron a menos de tres metros de la punta de los rosáceos pezones de Anabel, Raúl la jaló con fuerza, subiéndola a regañadientes al jeep de la compañía y ordenó a Gustavo arrancar a baja velocidad. Por supuesto, el tirante del vestido de Anabel se deslizó permitiendo que la cámara captara la totalidad de su perfecto hombro. Y, por vez primera, de la multitud que a paso lento los seguía, se oyó un “¡Ooooh!”. Y Anabel permitió que el tirante bajara un poco más. El tirante se estirante… La velocidad de los caminantes masculinos pareció incrementarse, así que Raúl increpó a Anabel y le colocó el tirante en su lugar. El tirante. Anabel manifestó su molestia, pero prefirió callar, sí, callar. “Cuidado, llega•ron los hacen que te prendas perreando. En mi canción hablan de sexo, de sexo en la disco. Bailando rompes el suelo, que yo quiero contigo. En mi canción hablan de sexo, de sexo en la disco. Bailan•do rompes el suelo, que yo quiero contigo. Te voy a dar bam, bam. Mami, mami, bam, bam. Mami, mami bam, bam.”

Desde el jeep las noticias continuaron su marcha. Run, run, run. Bruuum. Avanza el vehículo, el vehículo avanza, sí. Raúl miraba a Margarita hija y Anabel a Carlos. Carlos a Anabel. Margarita hija, la de rojizos rizos la despeinadora, a Raúl, el del lente que perfora de la apariencia el sentido. —Nos alejamos lentamente para mantenerlos informados. Los zombies nos siguen, como si nos olieran… —y de nuevo la vacua Anabel acertó en sus apreciaciones, aunque seguía incómoda por estarse perdiendo aquella multitud de admiradores de su impresionante físico, así que, en uno de sus continuos arrebatos de “delirium nudens”, mostró los pechos a los zombies y luego se acomodó púdicamente el vestido no sin antes fijarse que la cámara se los captara de refilón. ¿O acaso lo que se acomodó fueron los pechos, pechos? Entre la andante multitud hubo múlti•ples desmayos y uno que comenzó a andar a toda velocidad, lo que permitió que se aferrara a la defensa del jeep, pues Anabel no acer•taba a comunicar al chofer lo que sucedía y Raúl trataba de subirle el vestido para ese momento ya en su lugar. Se trataba de Carlos, el uniformado, que asió de la muñeca a la uruguaya y la tiró contra el asfalto, enrojeciendo la dura superficie. En seguida, sin morder antes el cráneo, mordió los pechos y luego comió los sesos de la mujer que gritaba desaforadamente. ¡Y olían a fresca humedad de primavera! Raúl y Gustavo emprendieron la huida a toda velocidad.

“Yo quiero hacer un party, un party, un party sucio, al estilo del Plan B, un party sucio.” Y no obstante el festín, el hambre de Carlos no cedió. En cuanto devoró por completo la materia… bueno, lo que había en ella en lugar de la llamada materia gris, prosiguió su marcha, esta vez a velocidad zombie. La oleada seguía en aumento. Ya ahora entraba por puertas y ventanas de las casas y edificios a su paso y poco a poco el número de caminantes crecía. El metro estaba por abrir sus puertas y la peste esperaba. A las puertas de cada entrada esperaba, sumergida en su único pensamiento aparen•te: “¡Hambre, hambre!”

Raúl ya estaba de nuevo en los estudios de la televisora de Chapultepec, así que pidió ser trasladado en helicóptero y el aspado inició la marcha: “trtrtrtrtr”. No era ya Gustavo quien conducía, sino Demetrio, mas entre Gustavo y Demetrio sólo había un bigote de diferencia, según alcanzaba a apreciar Raúl. Para ubicarse, se dirigieron de nuevo al cruce de Insurgentes y Reforma y allí, locali•zaron rápidamente a Carlos y más atrás a la de los hermosos pechos, con el vestido ya roto, andando lentamente en busca de alimento. La cámara enfocó los pechos… ¡perdón, a Anabel! Y entonces fue la voz de Ismael la que cubrió el espacio de las ondas y fue su rostro de galán de telenovela la que llenó el espacio de las de zapatos en cada hogar, ¡uf! ¡Y los pechos! ¡Uf! Bueno, estaban ya algo mordis•queados, pero aún conservaban la mayor parte de su esplendor…

Y perdón por la interrupción, pero como es urgente, debemos des•pertar al chico, que sigue dormido y es quien resolvió el problema, según espero recordarán: ¡Ey, Ernesto, ya levántame, mira que ya amaneció! Mmmmh, creo que no. Ni modo, lo dejaremos dormir un poco más y volveremos a intentar, que urge. ¡¡Qué güevón!! Y aún falta que a su cerebro acuda la ayuda de las cámaras y se sitúe entre el sentido de las sus palabras. Tal vez sea mejor que el narrador renuncie a intentarlo. ¿Dejo morir entonces a los hombres y las mujeres o prosigo el relato en donde lo dejé, sea cual sea el resultado? ¡Vamos, lo intentaré!

¡Sigue la marcha, Raúl, obliga a quienes conducen y toman las imágenes a seguir la ruta de los caminantes o perderemos la noticia y el hilo de la narración. Y eso no queremos, ¡cojones!

Raúl prosiguió la marcha en helicóptero y las imágenes transmitieron la luz que proyectaban los cuerpos por ella iluminados, los cuerpos que alzaban su estela entre las del firmamento estrellas. ¡Me asusta la claridad! No quiero saber quién soy y ni qué hago cuando la sombra de la conciencia acapara de mi cuerpo las células de la piel. “Tu amor es viento, viento que pasa. Hoy te tengo, no sé mañana. Miedo al fracaso. Vive su juego. Yo te comprendo. Porque el amor no existe. No existe eh eh. Porque el amor no existe. No existe. Porque el amor no existe eh eh. No existe. En el olvido quedan las promesas y las palabras. Es sencillo. La ilusión viene y va porque el amor se acaba y la atracción termina.”

El avance continuó durante horas, mientras la tele transmitía casi cada entrada, cada derrumbe de las puertas, pero no proponía nada. Las imágenes captaban los cuerpos que caminaban sin vida y, en movimiento, hambrientos, consumidores de lo que portan dentro del cráneo los hombres y las mujeres. Sangre. Sesos, sangre. Sangre, sangre, sesos, sangre, sangre. En cada uno de éstos, los procesos, muero, muero, muero.

¡Caramba con Ernesto, Ernestito, que no despierta, no despierta! Tratemos de nuevo y veamos si despierta el cabroncete. Despierta, Ernesto, ya, despierta, Ernesto, cabrón, despierta, que los hombres mueren y sólo tú, oh desgracia, con tu mente en paz, salvarlos puedes! ¡Cuenta ya a los hombres cuál es el mecanismo de su salvación! ¡Cuéntales que disparando a los caminantes al cerebro mueren al fin y su andar acaba! ¡Queremos que su andar acabe, sí!

Las hélices seguían su curso, pero tuvieron al fin que dejar el vuelo y bajar en algún punto. Raúl bajó al fin su trasero de fama henchi•do al suelo y entonces vio por vez primera al adolescente que aún sostenía entre las manos el de estraza papel, el envoltorio de las de chicharrón gorditas y se enterneció. ¡Bendita ternura que imprime la compasión entre los de los hombres corazones, porque fue eso el principio de salvación!

Raúl llamó a Ernesto. Ernesto despertó al fin, llamado por Ernesto. ¡Cabrón que a nuestras voces no respondió, pero al menos a las de Ernesto lo hizo! Tal vez porque entre personajes de un mismo cuen•to haya cierta comprensión, sociedad o alianza que entre personajes y autor no existe. En fin, el caso es que Raúl respondió a las de Ernesto voces. ¡Al fin! Y entonces Ernesto abrió los ojos y acertó a decir: —¡Creo que sé cómo vencerlos! —y como Raúl era reportero y camarógrafo, comprendió de inmediato la importancia de la in•formación y quiso ser el primero en transmitirla, no el salvador de la humanidad. ¡Irónico!

La tele transmitió, ¡al fin!, la solución al problema de voz de un adolescente que entre ondas vibratorias transmitió la respuesta tan ansiada: —Disparando a sus cabezas mueren —y la voz se difundió por todas partes y la luz de los disparos iluminó la noche anunciada, noche de los zombies, noche desesperada que la tele iluminó al fin, en un acceso de información como pocas veces sucede, ajeno al control de nuestras mentes, zombies posmodernos…

“Disparando a sus cabezas mueren.” Lástima, fue la venezolana de los formidables pechos una de las primeras en caer, aunque a Raúl le entraban ganas de conservárselos en formol. “Al menos pude tocárselos, aunque fuera ya muerta!”, se repetía y su pensamiento zombie no pudo descarriarse y llegar a la tele, aunque la cámara de una cadena rival captó el silencioso momento en que Raúl acaricia•ba los senos de Anabel con lujo de pezones, perdón, de detalles.

“Disparando a sus cabezas mueren.” Y del helicóptero de la televi•sora central sonó la música del Plan B y los zombies detuvieron la su marcha y a bailar se dispusieron. Las balas los encontraron entre meneos y mucho de perreo: “Deja de estar funkeando. Mami, eso no se hace. No me amenace. Lo que pase, lo hace. Tú eres paricera, y eso lo sabe tu case. No me amenace. Lo que pase lo hace. Tú busca problema para después hacer las paces. No me amenace. Lo que pase lo hace. Sólo es un peligro cuando entro al combate. No me amenace. Lo que pase lo hace”. La gente a bailar en la calle, la de la calle a bailar se puso, se puso. A bailar zombies y transeúntes y mientras los que la calma conservaron, a disparar al candente ritmo de perreo se avocaron: “Disparando a sus cabezas mueren”.

Tomado de: Antología Zombie, Endora Ediciones, México, 2012, p. 37

También te podría gustar...