El retornado africano

Ahmed Mulay Ali Hamadi

Se despertó abriendo los ojos de inmediato. Estaba tumbado boca arriba en un agujero estrecho, sin luz, algo húmedo. No podía moverse y sus manos permanecían junto a su cuerpo… no entendía, le faltaba aire. Al final decidió moverse a la izquierda y a la derecha, cada vez con más fuerza. Haciendo un esfuerzo mayúsculo, empujaba el cuerpo, los pies y la cabeza. Al final rompió lo que había encima y se sentó en algo parecido a una tumba… ¿O acaso era una tumba? Cerró los ojos, pues no podía ver; la luz le molestaba y fue entonces que decidió abrirlos poco a poco.

Reflexionando se acordó de su enfermedad, rodeado por los cha•manes de la tribu, en su choza. Lo curaban con hierbas, cantos y danzas, llamando a los espíritus del más allá. Comenzó a sudar y durmió o murió… no sabe.

—¿Dónde estoy? –decía–. ¿Muerto?… ¿Vivo?… Con los ancestros y, dónde están… no escucho los tambores…

Comenzó a fijarse en los alrededores, no veía las chozas, no escuchaba los sonidos rítmicos de los centros sagrados y las pisadas de los danzantes ni los muús de los animales. Tampoco la selva permanecía.

Se dio cuenta que estaba solo. Sin tumbas o personas. Algo le per•mitía ver seres emitiendo sonidos desconocidos para él. De repente se abrió algo y entró uno de llos, parecía animal o bestia. Al ver•lo, éste se quedó paralizado y comenzó a gritar: —¡Dios! ¿Qué es esto? ¡Algo sale de la tierra! —dio media vuelta y continuó gritando: —¡Socorro! ¡socorro! Ya salieron los yayuya y ¡mayuya!….

La gente del pueblo, que era pequeño, se fue corriendo hacia la casa de la mujer. Efectivamente, en su patio estaba una persona desnuda, sentada con los pies tendidos en una tumba. Estaba atontado, asustado y el miedo no le dejaba levantarse, a tal punto que le hubiera gustado volver por donde vino.

Autoridades y gente estaban de hielo. Algunos, un poco valientes se acercaban curioseando para ver lo que había quedaba de este ser humano. El anciano, Takara, llamó a la dueña de la casa.

—Señora. Dame algo de ropa, un izar o sábana para vestir a este señor.

Ésta corrió adentro y regresó con un izar de color negro. Takara, pidiendo apoyo a otros, se acercó y tomó al ser por los brazos; ya en pie le envolvieron en la tela. Le pidieron a la gente que dejara el lugar del hallazgo tal cual fue encontrado, e informaron a las autoridades que se lo llevarían a la casa de uno de ellos.

Lo acomodaron en el casa de Bouno; lo dejaron en el rincón de una habitación, sobre el tapiz de colores chillones. Comenzaron a buscar la forma de conversar con él. Hablaban en sus dialectos africanos y algo de francés e inglés. No tuvieron éxito. El ser seguía moviendo las manos y soltaba unos sonidos incomprensibles.

—Pronuncia sonidos muy antiguos –dijo Karaki, el más anciano– parece que resucitó, regresando del mas allá de… de tiempos muy pero muy atrás.

—Sí. No entiende nada, ni nosotros le entendemos… Creo que sería bueno llevarlo a que vea el antiguo museo, tal vez allí reconozca algo de ese material –contestó Bouno.

—Primero hay que darle de comer –agregó Takara—; regresando desde tan larga distancia, debe estar hambriento. —

Mientras le dan de comer —dijo Karaki—, voy a decirle a la dueña de la casa que no toque el agujero y las cosas que hay adentro.

Puede servir a los sabios para conocer algo. Es una puerta a otro mundo, creo.

El ser miraba, escuchaba y parecía que intentaba reconocer el lugar, las personas, sus sonidos sentados entre los tres. Cuando el último hablante salió, los otros se fueron a la cocina.

Le dieron algo de pan, verduras, frutas, y arroz. Le rodearon y le animaron comiendo delante de él. Él seguía mirando sin moverse.

—¡Come así! —le decía Takara agarrando su mano y metiéndola en el plato de arroz. Pero el otro saltó asustado y gritando. Se puso a mover los dedos llenos de granos de arroz y luego tocarlos con su lengua, los limpió en su sábana y siguió mirándolos—. Espera, tengo una idea.

Salió y se fue a un restaurante cerca de su casa. Regresó con un plato de carne asada y otro de pescado, y también con un retrato de la cabeza de un chimpancé.

Puso los alimentos frente del ser y al lado puso el cuadro enseñán•dole la cabeza y con señales le decía que esta carne asada es del animal. —Acérquense y cada uno coma de cada plato. Yo voy a comer la carne como antes.

El ser, viéndoles así, comenzó a mover los labios y la nariz por los olores que le llegaban. Miraba los platos y al final miró el cuadro. De inmediato se acercó a la carne y agarró un buen trozo. Así, de forma agresiva, utilizando sus manos y dientes mordía y chupaba felizmente. —Vaya! –dijo Takara– creo que he llegado a una con•clusión. Nuestro huésped es de los ancestros. Viene del más allá de nuestra era. Lo que no sé es de qué año.

—¿Cómo llegaste a esto?

—Lo que hice es algo lógico. La gente en eras anteriores comía sólo pescado y animales de la selva. Las frutas de entonces ya no se en•cuentran fácilmente después del despilfarro de los invasores blancos a las tierras.

—Y como le gustó la carne, quiere decir que es de alguna tribu que vivió por aquí o de los alrededores.

—Sí, pero la pregunta es cómo resucitó. Y además está claro que este pueblo está encima de alguna aldea antiquísima. Ahora en•tiendo por qué están encontrando todos esos materiales en la cueva grande.

Lo vistieron con un bobu, ya que fue lo único que aceptó y salió descalzo, y se dirigieron hacia el centro de estudios antropológicos, tal vez ahí podrían ayudarles.

Caminando por la calle, pasó un señor que llevaba sobre sus hombros un saco grande. El ser se acercó y quiso quitárselo, lo que puso nervioso al dueño y comenzó a agitarse. Los amigos al darse cuenta le dijeron.

—Por favor no se asuste. Este señor no sabe hablar y no lo entendemos. Déjalo, a ver qué hace.

El ser puso el saco en el suelo y agarró un lado y quedó esperando. Takara se percató y dijo:

—¡Oigan! Cada uno agarre un rincón del saco —de esa forma, entre los cuatro ayudaron al dueño a llevar su saco hasta la puerta de su casa.

Resuelto esto, siguieron en su camino. Takara explicaba:

—En aquellos tiempos nadie hacia algo solo. Todos se ayudaban y todo es de todos. Vivían en comunidad y hoy eso ya no existe.

No tardaron en su ruta hasta que apareció una mujer cargando a su hijo. El ser también quiso llevarse al niño, lo que hizo que la mujer comenzara a chillar:

—¡Socorro que me roban a mi hijo!

—Espere señora, no se asuste –decía Bouno– sólo quiere ayudarla.

Pero era demasiado tarde esta vez. Apareció un grupo de policías formado por dos señores blancos y otro negro. Quisieron esposarlo; el alegato asustó tanto al ser que terminó por romper las esposas y huyó corriendo tan veloz que todos se quedaron asombrados.

Corrió como una liebre o hiena asustada, sin parar, con los ojos fi•jos. Vagó sin rumbo durante varios días. Por las noches se sentaba al lado de algún árbol o pared a descansar. A veces entraba en sueño. Comía de lo que encontraba y conocía, como hierbas y aves; sabía encender el fuego de forma rápida como los suyos.

Seguía su camino y cuando se encontraba con la gente de todos colores que hablaban de forma desconocida para él se apartaba y corría. La gente lo miraba y se apartaban, lo tomaban por loco pero lo dejaban en paz.

Después de varios días así, se juntó con un grupo de africanos que caminaban rápidamente y silenciosos por una ruta en la selva. Le hablaron pero como vieron que no respondía y sólo les miraba, le respetaron y lo aceptaron.

El respeto fue mayor cuando vieron que era capaz de cazar anima•les corriendo, sin disparar. Que les encendía el fuego más rápido que con cerillas. Que asaba de maravilla, aunque ellos comieran lentamente y él a su forma.

Siguieron su ruta hasta llegar a la costa. El ser asustado dio marcha atrás, pero uno que se hizo cercano suyo, pues compartieron el agua y la colcha, le hizo señas para que se sentara a su lado. Vio cómo sacaban los peces del mar y los asaban para comer. Entonces acabó comiendo con su nuevo amigo.

Después de varios días, se levantaron en fila, a media noche. Caminaban de forma rara para el ser. Se puso detrás de su amigo y comenzaron a montar en una barca. El ser, emitiendo gruñidos entró al mar y subió. Comenzó la ruta y el barco se movía fuertemente por las olas. Era de noche y no se veía nada. Se percató que habla•ban en voz baja y movían mucho las manos.

Todo marchaba normal, hasta que de repente la gente se alborotó. Gritos, chillidos y discusiones que no captaba. Lanzó los ojos hacia donde algunos señalaban y vio otra barca. Sólo que se diferenciaba por llevar mucha gente blanca: lo perseguían para apresarlo.

Miró hacia todos los lados. Esta vez para huir sólo tenía el mar y saltó para regresar con su tribu por otro camino.

Nunca más se volvió a saber de aquel ser, pero en cambio todos afirmaban que se trataba de un retorno del más allá, dejándoles enseñanzas ya olvidadas.

Tomado de: Antología Zombie, Endora Ediciones, México, 2012, p.47.

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