Tantito esperar…

© Cameron Gray

Débora Hadaza

Soy una persona impaciente, no me enorgullece pero es cierto. Mi madre me hacía esperar mucho tiempo afuera de la escuela primaria los primeros años llegada a Morelia. Realmente me parecía patético, vergonzosamente desolador. La falta de amor materno no debería ser tan obvia, (ok, no es que llegar temprano por los hijos sea la única prueba de amor, pero cala en serio ver cómo todas las amorosas madres llegan por sus hijos temprano, les compran un dulce, una nieve, los toman de la mano, y tú quedarte ahí como si fueras niño de segunda, sediento, solo, acalorado, y esperando). Ansié con toda mi alma el momento de poder irme sola a casa, y varias veces le propuse a mi madre hacerlo, pero la muy linda no quería que me pusiera en riesgo caminando sola, al pensarlo no puedo evitar reírme, seguramente esperar sola en la calle vacía era menos peligroso.

Me repatea esperar, y para colmo, salvo deshonrosas excepciones, siempre llego puntual, siempre, sobre todo cuando sé que la persona que cité va a llegar tarde. Me repatea, pero por más que pienso en salir tarde, en caminar lento, en hacerme maje, llego antes. Detesto esperar, cinco minutos ya son horribles para mí, diez, quince, sé que si la persona al fin aparece tendré que decir que acabo de llegar, que no se preocupe, aunque quiera romperle la cabeza con el florero, ¡llega a la hora imbécil, no es tan difícil, se llama tener respeto! Veinte, veinticinco, media hora, no, no,no, eso para mí es no tener ya ni tantita madera de persona.

Odio esperar, pero lo malo es que no sólo se trata de citas, sino a veces de vida, de que algo salió mal, de que pueden pasar mil cosas que hagan que tus planes se vayan postergando, que tus sueños se despeñen y por más que le hayas apurado al timing nomás no se den, odio esperar pero a veces las cartas no llegan, a veces las personas no llegan, a veces las oportunidades no llegan, a veces sólo se trata de esperar. Y no hay forma de darles alcance, no hay manera de atajarlas, de adivinar la ruta, de no cruzarse en el camino, de aprovechar el tiempo siquiera, y eso para las personas ansiosas e impulsivas como yo, es una agonía. Ojalá fuera como la muerte.

He llegado a pensar que a las personas como yo nos obligan a vivir en un pasillo interminable, en un laberinto eterno, en un sala de espera, en la fila de  un banco invisible. Que la vida para nosotros es un continuo sentir que nos roban las horas, los días, los años, los huesos, el aliento. Que nosotros siempre viviremos desfasados, anticipándonos y entrando mal a las canciones de las épocas, que siempre seremos los que pisamos los callos de nuestras parejas porque siempre sentimos que van muy lento, los que en el baile nunca nos dejaremos llevar. Que siempre causamos, como la niña afuera de la primaria esperando a su madre, una lástima desdeñosa: lo siento, me gustaría quedarme pero no eres mi niña y éste no es tu tiempo, no es mi problema, no me veas, no me hagas sentir mal, no me hagas perder el tiempo.

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