Espejos

© Lorraine Geere

Fernando Macías

Empecé a tener esos sueños extraños que siempre se repetían poco después de cumplir los diecisiete. Comenzaban estando yo frente al espejo. En el sueño, veía cómo mi rostro se transformaba en uno muy distinto al mío hasta volverse el de una niña de enorme cabellera enmarañada, con un fleco largo que cubría sus ojos, que al dejarse ver, eran completamente negros; la piel blanca-grisácea a pesar de ser como la de los muertos, era seductora y sensual; los carnosos labios tan rojos como la sangre; hablando siempre una lengua extraña, arcaica que hace mucho dejó de hablarse. Ella sale del espejo y se acerca a mí. Sus labios carmesí besan los míos con gran pasión, desplegando un mundo nuevo de lujuria; mi cuerpo desnudo es explorado por esa lengua de explorador que, milímetro a milímetro descubre mi piel virgen. Mientras que yo, embriagada por el éxtasis de las mordidas que da a mis pezones, no me doy cuenta de su plan siniestro; en un acto de locura ella muerde sin piedad la parte alta de mi seno izquierdo, tan fuerte que me hace llorar y gritar. Pido que pare, pero ella hace caso omiso a mis súplicas, no se detiene hasta que arranca una buena parte, del hoyo formado por su mordedura, mete una de sus manos, arranca mi corazón y con él sacia su sed de sangre. En ese punto es donde siempre despierto sudando frío, con un dolor espantoso en donde ella me infringió la herida. Las primeras veces que tuve el sueño no duraba mucho en mi memoria y antes del desayuno ya lo había olvidado. Pero a medida que se hacía más común, lo mantenía presente casi todo el día; ya no solamente era el dolor en mi pecho, también empezó a dibujarse la huella de sus dientes.

Cuando se lo conté a mi novio me dijo con indignación: “eres lesbiana y así expresas tu homosexualidad”. Su reacción me dolió en lo más hondo, tras creerse esa idiotez sentía celos de mis amigas, a tal extremo de prohibirme verlas después de clases. Sin su apoyo, recurrí a mis padres; ellos solamente me decían que eran simples pesadillas y todo era porque no me encomendaba a Dios antes de dormir. Hace mucho tiempo había dejado de creer, pero era tanto mi miedo, que volví a recitar las oraciones que desde pequeña me enseñaron mi madre y mi abuela.

Las oraciones no funcionaban, y mi temor se hizo mayor. En las noches me la pasaba en vela tomando grandes cantidades de café. Mi ánimo se hacía cada vez más amargo hacia los demás y mi apariencia se volvió sombría; el miedo a los espejos dominaba mi vida.

La falta de arreglo y la irritabilidad, alertaron a los maestros de que algo no andaba bien. Mis notas bajaban en caída libre. Mandaron a llamar a mis papás. La plática que tuvimos ellos y yo con la directora fue un desastre; ella sin titubearlo, me acusó de consumir drogas. Mis papás se quedaron atónitos al escuchar las palabras de esa mentirosa, rompieron en llanto y me recriminaron, cómo les había podido hacer eso, ellos que tanto se habían preocupado en darme lo mejor. Yo, en mi llanto por sentirme calumniada, les dije que en mi vida había consumido nada de eso. Ellos no quisieron escuchar, y siguieron en su rollo: “Eres una malagradecida, adicta y seguramente una cualquiera; solamente así nos explicamos de dónde sacas dinero para comprar esa basura” sentenció mi papá.

La directora recomendó que me llevaran a una clínica de desintoxicación para “niñas bien” a las afueras de la cuidad; no era otra cosa que un manicomio. Ese mismo día en la tarde me dejaron internada. Los psicólogos trataban en vano sacarme la confesión del tipo de droga consumida; sólo se convencieron de lo dicho por mí hasta hacerme el antidoping, vieron que estaba limpia. En vez de dejarme ir, empezaron a atiborrarme de medicamentos, la mayor parte del tiempo me mantenían dormida. A causa de eso empecé a vivir en ese sueño; ella no solamente me hacía el amor mientras me lastimaba, también repetía con voz lúgubre: “Eres mía, eres mía”.

Los médicos informaron a mis papás que era esquizofrénica y mi estancia ahí se alargó. Durante ese tiempo ni una de mis amigas me fue a visitar. En cuanto a mi novio… simplemente se olvidó de mí. Después de varios meses de estar hospitalizada me dieron de alta. Parecía que los loqueros tenían razón… estaba loca.

Nuevamente mi vida comenzaba a ser normal. Ya no tenía miedo de dormir, ni mirarme al espejo. Volví a ser la niña bonita y popular que siempre había sido. Para la cena de Año Nuevo, quise cambiar mi imagen para olvidar el episodio que truncó mi vida. Quería ser sexy y ocultar con toneladas de maquillaje esa locura, demencia que los médicos me hicieron creer, demencia: ésa, mi locura.

Esa noche me vestí lo más linda que pude.

Mientras cepillaba mi negra cabellera, vi cómo la imagen empezaba a mutar, mi reflejo se distorsionaba en un remolino de formas. Traté de gritar, y sólo se escuchó el silencio; también traté de salir huyendo, mas mis piernas se negaron a correr. Después llegó el mayor de los horrores, cuando vi que su rostro se transformaba en este monstruo despersonalizado que soy yo. No sé cómo se invirtieron las cosas, pero ella estaba en mi cuarto; mientras que yo quedé atrapada en el espejo. Al darme cuenta, empecé a golpear con fuerza tratando escapar de ahí, a lo que la niña simplemente volteó para lanzarme un beso mientras respondía con mi voz a los llamados de mi mamá para que bajara.

El espejo oscureció para nunca más volverla a ver. No sé cuánto tiempo llevo aquí, el sitio muta constantemente en un concierto estrambótico de rostros amorfos, sin director. En el lugar donde estaba la luna en que vi por última vez a esa maldita, observo a una chica más o menos de mi edad, a la cual hago lo mismo que la usurpadora hizo conmigo. Ahora sé que para volver al mundo real y dejar este infierno, tengo que meter a esa niña a quien hago el amor.

Tomado de: Leer el cuento, Endora Ediciones, México, 2010, p.52

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