Un cuervo

© Silja Erg

Natalia González Amorín*

Un cuervo tenía por costumbre posarse en el pretil de la ventana de una oficina en un quinto piso cerca del Cordón. Mariela, la escribana que tenía su escritorio allí, lo veía llegar todas las tardes. El ave, de lustroso plumaje negro azulado, examinaba con mirada penetrante el interior de la oficina y se desplazaba con pasitos cortos y rápidos a lo largo del pretil, tratando tal vez de encontrar alguna abertura. Por momentos se quedaba mirando a Mariela fijamente, lo cual a ella le parecía por de más inquietante. La mala fama de los cuervos era tal vez lo que le causaba tanto recelo.

Un día a la joven se le ocurrió darle unos golpecitos al vidrio para intentar ahuyentar al ave, que se pasaba varias horas montando guardia justo en aquel lugar. Pero esto no pareció desalentar al cuervo, que lejos de asustarse, seguía con mayor curiosidad las idas y venidas de la mujer por la oficina.

Un día, cansada ya de soportar la mirada insolente y escrutadora del cuervo, Mariela se dio por vencida y decidió abrir la ventana para echarle unas migajas de pan. Tal vez de esa forma el ave se concentraría por un rato en comer y dejara de observarla.

Todo sucedió en un segundo. Cuando abrió la ventana, el cuervo desplegó sus alas y con un violento aleteo se abalanzó hacia la imprudente sin darle tiempo a nada. Ella tan sólo atinó a hacerse a un lado por puro reflejo dejando el paso libre al ave que se fue derecho hacia el escritorio. Se posó con sus ganchudas patas sobre el documento que Mariela estaba preparando y cuidadosamente tomó con su pico la lapicera dorada que había quedado allí. Entonces, sin soltar su tan ansiado botín salió volando de la habitación para ya no volver.

* En sentido figurado

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