La llorona

© Lina Moreno

Óscar Medina

 

No tenía la suficiente severidad para castigarme por haber sido yo mismo la causa de mi derrota, por no haber podido sobreponerme ante las circunstancias legales que atentaron de manera despótica contra lo más amado, y permanecer resignado con una vida llena de tedio ante el fracaso. Cuando reconocí que el despecho hacia la vida fue el efecto de mi abatimiento, la virtud que el amor divino alguna vez infundó en mí por la ilusión de vivir ya había sido disipada. Y así, desesperanzado, quise morir.

Me interné en la espesura del monte para suicidarme y la frívola luna proyectaba su mortecino haz. Fui un noctívago que caminó a través de nocturnales pensamientos de muerte. La desesperación por ver a mi pequeña hija antes de partir me obsesionó tanto que estuve dispuesto para matar a su madre quien me privó de ella. Una vez fatigado por llorar demasiado, decidí reclamar mi derecho mediante justa vindicta.

Tras recobrarme para volver, la melancólica densidad de una nube amortajó al cielo con el triste sudario que cubre todo bajo la obscuridad del alma en pena. La extraña atmósfera brisó un repentino hedor de carroña impregnándome de asco y terror a la vez. El gélido soplo de muerte fue acompañado por el desgarrador lamento que desde el río clamaba: “¡Ay mis hijos!”

El espectro se aproximó ralentizado por el cadencioso paso de su lacrimosa. Y, cercana… miré la albura color luna que lució su larga saya de talar. La lívida hermosura de su palmito, cubierto por el acerbo luto del negro cabello que descendía tristemente lacio hasta los calcañares, poseía la fascinación que la muerte augura a los afligidos ya incapaces de soportar sus pesares. Nos miramos con mutua conmiseración por la pérdida de nuestros hijos, se acercó para abrazarme y percibí el envolvente bálsamo de su miasma espiritual que provocó en mí una patética náusea por la vida y desapareció.

Cuando quise regresar, escuché la débil voz de mi niña que me llamó desde la ribera para jugar. Corrí hacia el tenue eco con la premura de poseerla una vez más entre mis brazos antes de desvanecerse el dulce timbre infantil, ella ya no estaba allí. Busqué y busqué incansable a lo largo de la orilla del río siéndome imposible encontrarla. Noté que en los ocultos oríes, el inocente goce de su aviesa inquietud por divertirse con mi agónica ilusión, escondía el jugueteo de alguna travesura maldita.

Perdí la cordura en tanto que escuché tras de mí su espontáneo juego sobre la superficie, me volvió a gritar desde el claro de luna que iluminaba al centro de la ribera: “¡Papá! ¡Papá! ¡Ven! ¡Uno, dos, tres por mí!”

Me dejé llevar por el caudal del feliz juego hasta que mi hija y yo nos encontramos. La abracé con ternura anegándome en el consuelo de las profundidades, allí donde la vulgaridad de las leyes humanas es incapaz de infringir la jurisdicción del espíritu.

hurhaura@yahoo.com

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