Ajmaq, la mexicana

Yimi Pereyra

Martín D. Cernadas

Nos conocimos con Ajmaq en un curso de conocimientos comparados de psicología, chamanismo, tarot y cábala que impartía un terapeuta junguiano en Buenos Aires, en la primer década del 2000. El curso duró la cantidad de años que tengo en mis manos, aunque esto es siempre punto de discusión con Ajmaq, porque ella dice que fueron nueve y no diez. Yo me cuento mis dedos, y son diez, evidentemente. Y ella me discute.
Fue por ese azar que no es tal, que coincidimos todos los lunes en ese primer año del curso, en el barrio de Belgrano, y en una previa del mismo en la pizzería de la esquina de la Av. Chenault, y así fuimos charlando entre varios, mientras esperábamos la hora de cursada, para charlar de arquetipos y filosofía, política, economía y fútbol. Marxismo, peronismo, oligarquía y desaparecidos. Eran tiempos de lo nacional y popular. De Jung y Freud. De Shiva y Shakti. De deuda externa y deuda interna. De default y de renacer -en su sentido amplio a todo nivel, individual y colectivo-.
Hacia fin del primer año, organicé un viaje en auto a las sierras mediterráneas de Córdoba, hacia el pueblito de Capilla del Monte, e invité a mi amiga mayor en ese curso, Sarita. A Sarita le gusta hacer de las suyas, comadrona que es, y sin permiso ella invitó a otra amiga, y de paso sumó a la mexicana. “¿Te gusta la mexicana?”, me preguntaba. “No, porque está loca”, le respondía yo, con total certeza, de conocer a una workaholic que no paraba de hablar de trabajo y de vestir siempre del mismo color negro, en uniforme corporativo. Tan aburrida era la mexicana.
Peripecias varias mediante, ese viaje nos marcó a Ajmaq y a mí, como insoportables enemigos íntimos que se necesitaban mutuamente. Con el pasar del tiempo derivó en insostenibles tensiones, deseadas y buscadas, que vencieron mi rechazo hacia ella. Las voces de rechazo de mi psiquis se acallaron y el contacto se tornó inevitable. Repetimos lo inevitable hasta saciarnos. Y nos gustó. Ella aceptó irnos a vivir juntos una semana antes de volverse a México.
Fui su punching-ball cuando tuvo que tener un cuerpo para practicar masajes. Ella fue el puente para que yo conociera a Valerie.
Fui su conejito de indias cuando tuvo que probar la cosmética natural y ver que no había reacciones en mi piel. Desde la pasta dental con caolín micronizado, con un toque de aceite esencial de tea-tree, hasta el desodorante en pasta cremosa, con un toque de bicarbonato de sodio, y aceite de coco natural. Todo lo que ella prepara es un viaje de ida. No se vuelve más a la cosmética industrial del comercio masivo. Todo artesanal y preparado en la misma semana que se empieza a usar.
También ella fue a su vez, mi conejito de indias, cuando aceptó encarar la construcción desde cero de una casa en ese lugar serrano que nos gustaba tanto por la naturaleza y el silencio. Compramos un lote en ese pueblito de Córdoba, allí, en las sierras chicas del Valle de Punilla. Paso a paso, cambiando de planes, y según el aprendizaje, como pudimos y supimos fuimos construyendo un lugar de recepción y hospedaje, de cocina y charla, de encuentro y circulación, de terapias y de creación. Con cada elemento, Tierra, Agua, Aire y Fuego. En ese orden nos encontramos con lo material y amasamos la casa.
Alguien tenía que habitar la casa y ponerle vida. Fue entonces que Ajmaq se fue a vivir a las sierras. Y se re-encontró con lo femenino nutricional: La cocina regional mexicana, pero en las sierras cordobesas de Argentina. Sí. Puedo decir que probé la cocina fusión y me gustó: un locro con un salsa mexicana picante. También la cocina natural, sin harinas pesadas (sin trigo, ni avena, ni cebada, ni centeno) . Un pan de harina de arroz de textura aireada, como bizcochuelo. Infusiones de lemmon-grass cultivado en la huerta. Miel de las colmenas adyacentes, de San Marcos Sierra. Y vino, mucho vino de la cepa Malbec, y también Torrontés, pero cosecha tardía. Dulce.
Ahora, cuando voy a la casa en las sierras, me encuentro a Ajmaq preparando cremas, cultivando alguna planta, armando un mueble nuevo, pintando la pared de alguna habitación, ocupándose de su perra, caminando de noche sin luz ni luna, en la oscuridad total, y encendiendo la salamandra que chisporrotea y llamea danzando. Me la encuentro sentada y mirando el fuego, en silencio.
Es cuando me encuentro yo también.

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