La experiencia de mirar la escritura del agua

 

 

Jorge Bustamante García

Osip Mandelstam, en su ensayo “Conversaciones sobre Dante”, llega a afirmar que ningún lector, por avezado que sea, podrá imaginar plenamente el “poliedro de trece mil facetas de una regularidad monstruosa” que es la Divina Comedia. Para escribir su ensayo, Mandelstam se fue a una playa del Mar Negro, y mirando allí los pequeños guijarros de calcedonias y turmalinas, de yesos cristalinos, feldespatos y cuarzos que regresaban sin término a la orilla impulsados por las olas del mar, comprendió de pronto que la piedra es el diario del tiempo, con “sus notas atesoradas de millones de intemperies. Es la lámpara de Aladino que penetra las tinieblas geológicas del tiempo por venir”. Una resonancia de todo ello, un eco inesperado, parece traerme la lectura del poema “Agua Blanca” de Raúl Eduardo González, que desde sus primeras líneas construye, tal vez inconscientemente, un tributo de espíritu geológico ante la magnificencia de la naturaleza: “Queda en su curso el agua, en su impasible / ansia de mar que todo anega; / cuesta abajo / sabe estarse en la fría piedra de sí misma, / en su extravío de vapores, / en el ropón diminuto de la fresca mañana”. Son versos que auscultan el paisaje y su movimiento sin tregua; parecen leer el oculto sentido de las cosas para percibir su rumor. Cuesta abajo, sabe estarse, sinalefas para que se deslice el agua sin sobresaltos sobre la piedra fría, por los peñascos y los poros de las rocas, entre arenas, ceniza y lodo inquieto. El agua de “Agua Blanca” quiere percibir los abismos de la piedra, nuestro más remoto ancestro, para intuir tenuemente el sentido telúrico de nuestros orígenes.

Agua Blanca es una localidad exacta a escasos dos kilómetros al norte de Jungapeo, Michoacán, en las inmediaciones del río Tuxpan. Pero esa localidad que se muestra en Google Maps se redescubre ante los ojos del poeta con toda su vida interior y terrestre, en estratos y formaciones rocosas que balbucean enigmas acerca de la evolución y transformación de los elementos de la naturaleza en permanente movimiento: “Y allá se va la tierra como tinta del agua, / tiñendo con pedruscos y revueltos olores / renacidos torrentes, consecuencias tenaces / del laberinto derruido en los adentros de la tierra, / del acertijo apenas balbuceado / por el rendido basalto”. El poema se va deslizando grano a grano, como “los cantos inquietos del arroyo”, buscando sentido en lo que no tiene propósito, sino que se da por sí y en sí como resultado de infinitas casualidades que a cada instante conforman el aparente orden de las cosas, el sin propósito de las asociaciones tras la gran explosión primigenia de hace eternidades: “Polvo que tantea su ser al infinito, / vuelto roca de pronto / por el capricho de las asociaciones / de una gran explosión de la que se habla”.

La cuestión de las rocas es un mundo extraordinario, parece un mundo inanimado, pero no lo es tanto: tiene que ver con lo fantástico. No hay historia más fantástica que la conformación de nuestro planeta con todo el universo de fondo. Y todo ha sucedido en el estruendo del silencio, un silencio que parece contener todo lo que existe, un silencio mineral “que se deja caer, que se derrama / en el tejido falaz de su quietud, / cauce por donde corre lo que existe, / recipiente del mundo que está donde se está, / explota y se despeña: / planeta que es arista y redondez, / como grano de arena”. No puedo evitar que en la lectura de “Agua Blanca” de forma recurrente todo se me vuelva geológico, porque hay ahí versos sugerentes que suenan con todos sus sonidos como cantos rodados que ruedan su estridencia por todos los cauces de los arroyos y los ríos del mundo hasta conseguir su tersa redondez. El movimiento y el tiempo todo lo liman, lo moldean, son los escultores de la roca “que sabe ser pedazos”, del guijarro que viaja porque “reconoce su redondo porvenir”.

En el hermoso ensayo El hombre que amaba las piedras, Margarite Yourcenar hace una apología del Roger Caillois mineralogista, infatigable observador y dibujante de las rocas. Sus libros Piedras, Reflejos de las piedras y La escritura de las piedras muestran la pasión de un escritor por el mundo mineral. Para Caillois las piedras son una especie de archivo supremo que “no tiene texto y no se da fácil a la lira…” De otro lado, con acento quevediano, el poeta mexicano Efraín Bartolomé logra un cuarteto ontológico y antológico, en el que se encierra toda nuestra historia: “Mira la piedra: te hablará la Tierra / La piedra es el espejo en que se encierra / la humana historia: lo que hay y ha sido / y lo que habrá de ser y lo que es ido”.

“Agua Blanca” de Raúl Eduardo González está cercano a esta poética porque la experiencia de mirar con ojos abiertos los rumores de la tierra que camina, conduce a la escritura del agua sobre la “larga piedra que sabe ser pedazos / y líquido temblor en llamas, / sueño sin prisa de su propia rigidez, / cauce de sí, / gema de su calor y su carrera, / veta de su silencio mineral”. Así, pues, existen grandes semejanzas entre algunos conceptos geológicos y el sentido de la poesía. Para que se forme el oro a partir de una fuente magmática primigenia, los iones metálicos, tras una complicada historia, viajan grandes tramos dentro de la corteza terrestre en burbujeantes soluciones hidrotermales, hasta encontrar las condiciones precisas para su formación ya como metal noble: así la poesía realiza un largo viaje para conformar el oro más pulido del espíritu humano.

“Agua Blanca” es un poema redondo, de gran fuerza unitaria por los elementos cuasi ontológicos que plantea; la poesía parece suce

der ahí no por las palabras esparcidas sobre la página en blanco, sino, como lo anota Kathleen Raine, por los “pájaros en el aire, en el crepúsculo, contra el viento en el aire alto y azul”. La poesía sucede en el poema de Raúl Eduardo González en el agua que se fuga, en los cantos rodados de las riberas del río Tuxpan, en las peñas picudas de la sierra, en los mullidos pedruscos que inventan sus sueños en los fatigados nichos de la litosfera, en el anuncio de las lluvias sobre las quebradas ilusiones de los mares: “Montaña dentro y fuera, cauce arriba, / aliento sin piedad del aguacero, / entrecortado sueño de los mares / que las noches revela con su altísimo rayo”.

La plaquette Agua Blanca ha tenido dos valiosas ediciones. La primera, en una bella y táctil publicación de sabrosa textura en Taller Martín Pescador, 2017, con viñeta de Artemio Rodríguez; la segunda, en edición bilingüe, en ALTERnativa Ediciones, aparecida en 2018, con grabados de Saskia Siebe y traducción al alemán de María Brumm.

 

 

 

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