Eco

© Francine Ethier

Maggie Lignan Camarena

Tenía veinte años y se creía como todas, protagonista de una historia extraordinaria. Piel de papel de arroz, olor a caoba, andar de campana.

Un ajetreo arrítmico de zapatillas la anunciaba y Juan salía a recibirla, buscando entre serpentinas de cabello, los rollizos labios.

—¿Por qué tardaste?, te extrañaba.

El primer encuentro fue en el parque, ella cazaba grillos para guardarlos en jaulitas, Juan la observaba apoyado en el barandal de un puente, y se sintió tan feliz que no pudo guardarse la sonrisa y se acercó para decirle que quería pasar la vida con ella.

Se casaron. El enamorado colocó frente al espejo del tocador, que eligieron juntos, una cajita con un hermoso cantor de alas fuertes y doradas, el cual entonó para ellos muchas veces la misma melodía, aquella que los invitados llamaban “su primer noche juntos”.

No tuvieron hijos, pues Inocencia pensaba que había especies más frágiles a las que debía cuidar y proteger; él aceptó inmediatamente, liberado de una carga que pocos hombres anhelan, y pasaban las tardes meciéndose jun- tos, anestesiados con el tintineo de los insectos.

Un viernes, Juan comenzó a quejarse. Lo que al princi- pio le pareció un encanto, se había convertido en una plaga. Imposible pisar el jardín sin matar a un buen número de bichos, pues lo habían invadido; en la noche, no se podía dormir con el escándalo de tantas alas. Ella justificaba a sus “niños” diciendo que si se habían reproducido tanto, era porque la compañía de los humanos los hacía felices. Juan dejó de regalarle a su mujer un grillo por cada aniversario.

La mecedora rechina para ocultar el silencio de Inocencia que no deja de mirar las flores de la cortina. Sus talones no tocan el piso, se escapan antes, no dejan que el balanceo y el corazón se detengan.

Él se marchó “en muy poco tiempo” según palabras de la anciana.

—Siempre creí que no podría vivir sin estar a mi lado, que me amaba como yo a él, pero no volvió. Así son los hombres: huidizos: se van, se mueren, o se quedan, pero no están.

El tejido crece incesantemente entre arrugadas manos, sin tomar la forma de un futuro dueño, solamente es un ilimitado rectángulo que interrumpe su monótono crecimiento para que la vieja hable.

—Pensar que eran tantos que tapizaron el jardín y no quedó ni uno solo, yo creo que eran todos machos porque desaparecieron. Desde chica mi mamá me regañaba por andar juntando grillos, no sé por qué me gustan. La verdad es que eran un poco latosos, se metían en cualquier parte: en los cajones del escritorio, entre la ropa, en la cama, incluso una vez encontré uno en la cazuela del guisado. No sé si por eso se fue Juan y no quiso decir nada para evitar lastimarme hablando mal de mis animalitos… O quizá temió acabar guardado en una jaula.

La anciana contó su historia mirándome desde sus ojos grises, aún tenía brillo en los labios y bajo su chal blanco guardaba un vestido rojo con delicadas cintas en el escote.

—Sin embargo, todavía escucho los grillos, ¿usted no los oye?

magie_lignan@hotmail.com

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