La trampa del 0 1

David Cano

Mi corazón rojinegro va a sufrir una fisura más, pero cual pollo efímero de las redes sociales voy a tener que decir lo siguiente: los mexas iniciamos el siglo pasado como punta de lanza a nivel mundial, aportamos a la historia la primera gran revolución. Luego vinieron la rusa, la china y otras significativas como la cubana: todas terminaron siendo un mal chiste que no da risa, más si las comparamos con las impulsadas por la burguesía: la industrial y digital; las cuales no conocen el fracaso y han cambiado nuestro mundo.

Según datos de We Are Social y Hootsuite en 2019 el número de usuarios de internet está incrementándose en un 9,1% y hasta el 31 de enero reportaron un alcance de 4,388 millones de cibernautas. Después de estos datos duros no es descabellado asegurar que vivimos en la “Era digital”. No hablaré de las múltiples bonanzas y maravillas de esta revolución tecnológica, esas nos las sabemos de memoria, pero por si las flies, resulta que a mediados de los noventa, cuando comenzó a cuajar el uso de internet a la par del libre mercado, nos doraron la píldora con rimbombantes conceptos como: aldea global, interconectividad, la sociedad de la información, las famosas TIC, el capital intangible, entre otros; sin hablarnos de los efectos secundarios, porque toda revolución conlleva un coste social.

En un principio, cuando conectarte a la red de redes era lento y ruidoso, había una sensación de libertad sin precedentes. Resultaba fascinante contar con un medio donde el usuario tenía la posibilidad de interactuar con otras personas de lugares distantes en tiempo real. Además, construíamos y transformabamos la web; crecíamos con ella.

Surgieron nuevos lenguajes y formas de comunicarse, uno podía quemarse la tatema todo el día intentando crear una imagen de un corazón explotando con puro código ASCII a modo de caligrama y al final firmarlo con un apodo o nickname, con la seguridad de que tu creación la podría utilizar un nipón enamorado radicado en Rusia; o escribirse vía e-mail con esa morra que vivía a una distancia chingonométrica de ti, con la que te desvelaste toda una noche platicando de todo y de nada en una sala de chat.

La curiosidad marcaba la pauta en todo: querías saber sobre ufología, había un portal para eso, apreciar la belleza de Silvia Saint para expandir tus conocimientos de anatomía, de seguro encontrabas bastantes páginas. Para teenangers melómanos como yo, el P2P y Napster fueron un pase directo al paraíso sin importar los pecados. En esos tiempos todo era “orgánico” o al menos lo parecía en comparación con este presente digital, los algoritmos no eran tan limitantes.

Ya son casi 25 años desde que se popularizó el uso de internet, y ahora hablar de redes sociales es de lo más común, forman parte de nuestra cotidianidad, incluso dependiendo de cuál es tu red favorita se puede sondear más o menos tus inclinaciones, gustos y rango de edad, es decir, te conviertes en un segmento de mercado a atacar. La gran mayoría podemos vivir con eso, no se nos quitará el sueño por algo tan sin chiste. Pero donde meten las narices las empresas y el gobierno comienza a apestar a mierda. Es cuando la inocua red de redes que disfrutábamos para divertirnos y aprender cosas, en el mejor de los casos, se convierte en una herramienta para manipular y controlar la opinión pública con las denominadas fake news, los bots y los influencers pagados, además, de los filtros burbuja, todo esto no es un gran secreto y tampoco resulta un problema que nos dé comezón. Sin embargo, hay algo que a mí sí me saca de ondas harto: los algoritmos de las redes sociales.

El concepto de realidad está siendo alterado, la disyuntiva entre zamparnos la pastilla roja o azul, ya no es una decisión personal de Neo, es una decisión que deberíamos tomar todos. Suena estrambótico hacer referencia a Matrix, pero más allá ser una película de hackers con escenas de acción alucinantes, la movie está basada en las teorías del filósofo y sociólogo francés Jean Baudrillard. Plantea un crimen perfecto: el asesinato de la realidad, una gran tragedia, pues después de cometido el crimen, lo único que nos queda es el simulacro.

El problema de la mayoría de los algoritmos de las redes sociales en relación con la realidad es su búsqueda por complacer al usuario en sus gustos, tendencias, posiciones políticas e ideológicas, armando pequeñas islas, las cuales por arte de magia coincidirán con otras pequeñas islas, generando monolíticos archipiélagos. Ahora vertimos nuestras opiniones en las redes sin la finalidad de establecer un diálogo, sino para comprobar que tenemos la razón, todo gracias al algoritmo de coincidencia, de tal forma que las ideas divergentes se perderán en el ciberespacio, transformando al otro en un espejo de nuestro pensamiento y así terminamos siendo un narciso moderno, qué lindos somos, qué bonitos somos, cómo nos queremos. Por otro lado, también hay otra implicación muy cabrona, todo termina siendo un mecanismo de censura harto sofisticado, creado por nosotros mismos. Así es como nos convertimos en una sombra performática proyectada en códigos binarios, cuando la vida está fuera de una pantalla.

Bueno, plebes ilustres, abandono el teclado y apago mi destartalada PC, porque me voy a caminar sin rumbo, donde las variables no pueden ser controladas, para dejarme guiar por la mano de la casualidad, porque en las calles todavía hay magia, eso lo sabía muy bien Cortázar mucho antes de que habitáramos en la dulce cárcel de internet, cuando en el trayecto por la rue de Seine, al arco que da al Quai de Conti se preguntaba: ¿Encontraría a la Maga?…

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