Una experiencia de promoción cultural fallida

José Antonio Durand (Academia Literaria de la Ciudad de México)*

Aquí se relata brevemente una mala experiencia vivida como promotor cultural por quien ahora da lectura a este texto, esperando colaborar con dicho relato para evitar que alguien caiga en los errores cometidos. 

Hay una correlación directa y estrecha entre mi vocación de promotor cultural empírico, mi afición por la escritura de textos literarios y mi carrera como profesor de la UNAM, en la cual fungí por casi 40 años. Pues bien, a fines de la década de 1970, organicé un grupo de aproximadamente diez compañeros profesores, aficionados todos a la escritura, para abrir foros dentro y fuera de la Universidad como espacios culturales. Nos presentábamos como el “Colectivo Tejiendo Voz”. Con frecuencia invitábamos a narradores, poetas, dramaturgos y hasta declamadores externos a participar en los eventos habilitados por nuestra espontánea iniciativa, pero bajo el cobijo de la universidad. 

Resulta que cierta vez llevamos al auditorio de la escuela a un connotado escritor (cuyo nombre me reservo por obvias razones), para que dictara una conferencia sobre “El compromiso político de la literatura”. Días antes del evento desplegamos la mar de carteles promocionales y acudimos salón por salón invitando alumnos y profesores a fin de que acudieran como espectadores. Queríamos tener al menos asistentes para cubrir medio auditorio. Lo verdaderamente difícil en la actividad de promoción cultural, como todos sabemos, es sin duda contar con público asistente en cantidad satisfactoria.

Ya antes y muchas veces habíamos forzado a nuestros alumnos a asumirse como público. Y no me arrepiento de haber obligado a mis estudiantes a acudir a los recitales literarios diversos que promovíamos, dado que de esa presión surgió, y no pocas veces, el interés de más de uno de ellos por variados aspectos de la cultura.

Sin embargo en tal ocasión, por azar seguramente, ninguno de los diez profesores pudo llevar a su grupo de alumnos. Ese día, antes de que llegara el ponente, anunciamos con megáfono una y otra vez la visita de tal celebridad… Pero resulta que a la mera hora de su participación ¡no había nadie en el auditorio!, sólo los organizadores y el conferenciante recién llegado estábamos presentes en el recinto. 

Así, tras nuestros encarecidos ruegos, varias amigas maestras de la carrera de Enfermería, pero de nivel técnico, nos “facilitaron” a sus respectivos grupos de estudiantes jovencitas que, dada su corta edad, no resultaba ser el mejor público asistente, pero al menos se verían ocupadas las butacas de la sede, misma que contaba con más de trecientos asientos, y de esta forma podríamos aparentar, ante el ilustre visitante, un supuesto interés de la comunidad zaragozana por escuchar su conferencia. 

Y así, con el auditorio casi lleno, se dio inicio a la aventura. Concluida su excelente y muy bien documentada conferencia, el ponente pidió preguntas del auditorio y las únicas manos levantadas eran las de los diez profesores del Colectivo promotor. El invitado nos dijo que prefería escuchar los comentarios y preguntas de los jóvenes… Y ¡zas!, que ocurre lo que era previsible: después de cierto tiempo en silencio que resultó de lo más incómodo, una chiquilla ubicada al fondo del auditorio se animó a decir (cito de memoria) que debía hablar más fuerte, porque no se le había escuchado nada por allá atrás. Sorprendido el ilustre intelectual pidió más intervenciones de alumnos y otra niña, a mitad del recinto, le recomendó no usar palabras que nadie entiende. Se hizo otro silencio vergonzoso hasta que su servidor dio por concluido el evento, agradeció la presencia de los asistentes y pidió un aplauso para el sumamente incómodo conferenciante, quien canceló la invitación a comer que le habíamos extendido y se retiró con la evidente molestia de saber que había perdido su tiempo en una farsa. A la fecha tal personaje no contesta ni mis correos ni mis llamadas telefónicas. 

*Tomado de Antología BABEL 2018

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