La pasajera discreta

Delfidia Alicia Flores

Era su primer viaje en tren y deseaba vivir la experiencia en toda su intensidad. Desde que abordó en la estación al atardecer, hasta el momento actual había observado atentamente el entorno, sus compañeros de viaje, el mobiliario; oyó el traqueteo del tren y sintió el rítmico vaivén que favorecía la meditación.

Su medio de transporte habitual había sido siempre el aéreo (llevaba acumuladas muchas millas) y en grupo. Ésta era la primera vez que viajaba sola, cumpliendo un antiguo deseo, y lo hacía en tren. Cada vez que veía pasar uno, cuando oía su silbato, imágenes de lugares lejanos y exóticos le surgían: Riviera Maya, tapatío, Cañada del cobre, transiberiano, Orient Express. Parece que ese status y este transporte era lo ideal: no había horarios estrictos, presiones, sobresaltos, ni decisiones de grupo; en los lugares visitados no habría ese gesto de desagrado típico de las personas cuando ven llegar una muchedumbre: casi se volvía uno invisible.

Estratégicamente colocada en el último comparti- miento del vagón comedor junto a la ventana, a partir de donde dominaba el entorno y pasaba inadvertida, se dio a su pasatiempo favorito: observar.

En realidad no había mucho que mirar, en todo el vagón comedor solo había cuatro personas cenando: dos parejas muy desiguales entre sí. La primera —que se encontraba a su izquierda— eran los típicos casados de mediana edad: la señora obesa con el pelo teñido y expresión adusta, el hombre con unos lentes gruesos cuyo labio inferior tiraba de él hacia abajo. Sentados rígidamente uno al frente del otro no cruzaron palabra mientras revisaban la carta y ordenaban, y continuaronen ese ominoso silencio en los 20 minutos que tardó el mozo en llevarles su pedido.

La otra pareja en cambio, la que se sentaba a su derecha –eran unos jóvenes que permanecían muy juntos en la misma hilera de asientos; ella leía cuidadosamente y con voz intimista los nombres de los platillos como si fueran manjares exóticos: “chilaquiles con pollo, sándwich club, huevos revueltos, pan tostado”. Cuando dijo: “camarones con gabardina” profirió una cascada de risitas y cuchicheos que él acalló besándole el dorso de la mano que mantenía enlazada.

Viendo aquella tierna escena el camarero optó por darles más tiempo. Elástico y diligente se puso a frotar la melanina que recubría las mesas con una toalla blanca que luego se echó al hombro. Cargando una pila de tazas y platos los colocó frente a ambas parejas y les sirvió cafésin derramar ni una gota, sintonizando sus movimientos con el vaivén del tren.

Discurrían en ese momento por un paisaje desierto: la luna llena y el aire diáfano rielaban unas montañas fantasmales, hacían centellear puentes suspendidos en el vacío, y —en el momento de salir de un túnel horadado en la piedra— se vio la luna tan magnificada y clara que se imaginó que llegaban a ella navegando mientras las estrellas se debatían en ese mar de tinta china.
El camarero entonces sirvió la orden ante el señor silencioso y la visión de las mullidas tortillas de harina hizo brillar en sus ojos un hambre que —lo deseaba sinceramente— alguna vez tuvo cuando vio a su esposa desnuda.

Pero la visión de los aditamentos la volvieron al momento actual: una mantequilla suntuosa, la mermelada roja y trémula, la miel opalescente y dorada, y el olor… ¡ah, ese olor!, olor embriagante de primavera, pólenes, flores, tardes tropicales y zumbar de abejas junto a un árbol de mango… olvidando toda precaución en un segundo se plantó en la mesa vecina y empezó a sorber con deleite ese néctar delicioso.

Hubo una conmoción, la señora obesa gritaba: “¡Una mosca, una mosca!”. El ágil camarero apareció al instante y lo último que vio fue aquella toalla cayendo sobre ella, una mortaja fragante ¡tan apropiadamente blanca!

dalicia_flores@prodigy.net.mx

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