Vivir en la Ciudad de México

© Frida Kahlo

Armando Alanís – La Otra

Antes de contestar a esta pregunta debo regresar en el tiempo. Soy de Saltillo, una ciudad del norte del país pero que se encuentra ubicada al sur del estado de Coahuila. Esa ciudad ha dado algunos nombres ilustres. Menciono solo a algunos: el torero Fermín Espinosa, «Armillita», uno de los mejores de su tiempo; el boxeador Otilio «Zurdo» Galván, quien llegó a noquear el mismísimo Toluco López (me tocó verlo cuando llevaba ya muchos años de retirado); el compositor Felipe Valdés Leal, autor de canciones tan populares como «Tú, solo tú», «Hace un año», «Entre copa y copa», «Échale un cinco al piano» y «Paso del Norte», que interpretaron cantantes tan conocidos como Pedro Infante, Jorge Negrete, Javier Solís y Lucha Villa; y escritores de la talla de Julio Torri, autor de Ensayos y poemas (1917), considerado el primer libro de microrrelatos publicado en México, Artemio de Valle Arizpe, autor de novelas como El Canillitas La Güera Rodríguez, y el poeta romántico Manuel Acuña, autor de los poemas «Nocturno a Rosario» y «Ante un cadáver», quien se suicidara a los 24 años… Una ciudad, Saltillo, fundada por el aventurero portugués Alberto del Canto en 1577, de donde son el sarape, el pan de pulque y la cajeta de membrillo, y donde se consumen también, como platillos regionales, el cabrito a las brasas y el machacado con huevo.

Siendo Saltillo la capital de un estado fronterizo, se creería que está mucho más cerca de otras ciudades norteñas que de la Ciudad de México. Sí está cerca de Monterrey, pero de Saltillo a Tijuana hay 2117.4 km, mientras que de Saltillo a la Ciudad de México hay 845.7 km. De todos modos, está geográficamente lejos de la capital del país. 


Mi primer viaje a la Ciudad de México, entonces Distrito Federal, lo hice con mi padre cuando tenía nueve o diez años. Papá quería visitar algunas galerías a fin de comprar cuadros al óleo para vender en su tienda de regalos. No quería cuadros de valor artístico sino meramente decorativos, que son los que más se venden entre la gente poco conocedora: bodegones, paisajes y marinas. Viajamos en una litera del tren Regiomontano, procedente, como su nombre lo indica, de la ciudad de Monterrey. Años después, cuando estudié la carrera de Comunicación en la Universidad Anáhuac, haría muchos viajes de ida y vuelta en el Regiomontano, un tren que tenía la peculiaridad de ponerme nostálgico, melancólico. Ahora, ya desparecido, ese tren está presente solo en mis recuerdos. Pero ¿qué somos los humanos sino una suma de recuerdos?
De aquel primer viaje, recuerdo que la Ciudad de México tenía siete millones de habitantes, que nos parecían demasiados, y que aún existían los tranvías, a uno de los cuales nos subimos para recorrer algunas calles del Centro Histórico.

Cuando estudié Comunicación, vivía y no en la Ciudad de México. El plantel de la universidad, así como la residencia para estudiantes que había sido seminario, donde yo alquilaba un cuarto, estaban ubicados ya dentro del Estado de México. Desde luego, con alguna frecuencia iba yo al centro de la gran ciudad, sobre todo cuando, en el Claustro de Sor Juana, estudié algunos cursos con la guía de la maestra María Teresa Bautista, con quien leí y analicé a los mejores poetas de los Siglos de Oro de España, desde Garcilaso de la Vega hasta Góngora. No voy a presumir aquí de que conozco a estos autores al nivel de un erudito: pero la reiterada lectura y memorización de algunos de sus poemas, como las «Églogas» de Garcilaso, los poemas místicos de Juan de Yépez, los sonetos metafísicos y satíricos de Quevedo y Lope de Vega, y la «Fábula de Polifemo y Galatea» de Góngora, me enseñaron todo lo que sé, si algo sé, sobre la música del lenguaje.

Luego de obtener mi licenciatura, me casé, estuve dos años en Madrid con mi mujer, y ocho en Saltillo. En esta ciudad, que ahora tiene cerca de un millón de habitantes, fui sucesivamente analista en el archivo municipal, profesor universitario, administrador de un rancho de vacas y director de una revista de artículos de interés general. Habiendo dejado todos esos trabajos, mi mujer, que ya se había recibido como terapeuta, y yo decidimos dejar Saltillo y trasladarnos a vivir a la Ciudad de México. Por mi parte, pensaba que en la capital de la república estaría, desde luego, en un ámbito más propicio que mi ciudad natal para desarrollarme como escritor.

Obviaré detalles que podrían resultar tediosos para el lector. En la Ciudad de México estuve por unos años en la burocracia –actividad laboral que no recomiendo a ningún escritor–, y finalmente me incorporé como profesor-investigador de tiempo completo a la Academia de Creación Literaria de la Universidad Autónoma de la Ciudad de México, donde llevo ya alrededor de catorce años. El de profesor adscrito a academias o carreras que tengan que ver con la literatura sí es un oficio que recomiendo a un escritor mexicano, para que no se muera de hambre y, al mismo tiempo, no se aleje demasiado de su chamba como autor de poemas, cuentos, obras de teatro, ensayos o novelas.

Cuando llegué a la Ciudad de México para quedarme, era yo todavía muy joven. Me inscribí en talleres literarios coordinados por el poeta Ricardo Yáñez y el narrador Daniel Sada, donde aprendí muchas cosas sobre el oficio de escritor. Una vez, platicando con Yáñez, me dijo: «Si te hubieras quedado en Saltillo, ya estarías muerto». Muerto como escritor, se entiende. Es importante puntualizar que cuando tomé la decisión de venirme a esta ciudad, que ahora anda por los 22 millones de habitantes, las nuevas tecnologías no estaban tan avanzadas como ahora. Ya había computadoras personales, pero no correo electrónico ni mucho menos redes sociales. Ya había celulares, pero solo servían para hacer llamadas telefónicas y no todo el mundo los tenía . Quiero decir con esto que entonces las distancias todavía eran las distancias. En un país centralista como México, en materia de literatura todo se decidía en la Ciudad de México. No que no hubiera escritores en la provincia, por supuesto que los había. Pero aquí estaban casi todas las editoriales, los periódicos de circulación nacional, las principales librerías. Un escritor como yo tenía que estar aquí, no había otro camino. Ahora las cosas han cambiado, pero llevo casi treinta años viviendo en la Ciudad de México y no será fácil que me vaya a vivir a otra parte.

Una vez, mi amigo Julio Sabines me platicó que su padre, Jaime Sabines, le había dicho que la Ciudad de México es una ciudad muy estimulante para un escritor. Así lo creo. Y no solo lo creo sino que he podido comprobarlo por experiencia propia. La Ciudad de México es al mismo tiempo cosmopolita y provinciana, su oferta cultural es creciente. Aquí encuentra uno a personas de diversas nacionalidades y de todos los puntos del país, y también encuentra uno personas con diversos intereses. Lo que buscas, aquí está. La Ciudad de México es una ciudad en continuo movimiento: las veinticuatro horas del día están sucediendo cosas, positivas y negativas. Es una ciudad que no se detiene nunca, pero si uno se aleja de las grandes avenidas, puede encontrar, paradójicamente, calles y rincones tan quietos y detenidos en el tiempo como los de algunos pueblos y ciudades de la vasta provincia mexicana.

Aquí publiqué, hace muchos años, mi primer libro de cuentos: La mirada de las vacas. Aquí publiqué los libros que siguieron a ese volumen: mis tres novelas, mis cuatro libros de micorrelatos. Aquí he escrito los dos libros de micorrelatos que están por publicarse. Y también aquí estoy trabajando, todos los días, en mi nueva novela. De este última, debo decir que rescato episodios de mi vida que ocurrieron en Saltillo así como otros que me han sucedido en la Ciudad de México.

Finalmente, apunto que aunque físicamente estoy lejos de mi ciudad natal, en realidad nunca la he dejado. Sigo escuchando, casi todos los días, canciones norteñas que escuchaba hace muchos años, en mi infancia y adolescencia. Mis recuerdos viajan, también todos los días, a Saltillo, para luego regresar acá. Vivo en Saltillo y vivo en la Ciudad de México. Esa ha sido mi historia.