Leche

Panda

Ligia Donaji Ramos

Deslava el día la llovizna que afuera percute; hace hoyuelos en la tierra como aquellos que hacían que la delgada carne se hundiera simétricamente a cada lado de la boca silente. Boca silente que ratificaba la cara de mujer severa que iba, venía, volvía, se retiraba, trayendo en las manos permanentemente un cazo de leche. En cada una de las vueltas regresaba antes que ella el sonido del perol decantando su tibio contenido desde el fondo de la habitación, acompañado siempre del rumor de agua rebotando en la tierra. En medio de la tina improvisada, el pequeño monolito que era yo aspiraba a todo pulmón el olor a tierra mojada, escuchando la lluvia, esperando el siguiente viaje lechoso. No demoraba la luna en llegar, orificio ancho que como reflector en medio de tanta negrura la iluminaba al reclinarse sobre mí, enjuagándome incansable y sonriente, mientras mis dedos índices se acercaban extrañados a su rostro siempre adusto para guarecerse en sus hoyitos. Afuera la lluvia vigilaba que la noche no fuera más que luna llena y leche mientras ella me repetía “mi muñequita de sololoi”, peinándome con sus dedos largos los también largos cabellos. Generosas coincidencias hacían que mi padre llegara tarde muchos de esos días, él solía decir que los cuidados eran nocivos y me hacían mimada. En el zaguán una cinta atada a una campana nos alertaba y cuando la llegada de mi papá ocurría antes de finalizar mi baño, yo sabía que debía correr a mi cama y hacerme la dormida. Ella se deshacía de la leche y acomodaba los recipientes, ágil y silenciosa.

Afuera llueve y anochece y toca luna llena hoy. Aspiro fuerte el olor a yerbas y tierra mojada y exhala mi piel un suave aroma a leche.

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