Olor a pan, agua de imágenes

© Beth Hoeckel

Joselo Gómez

El ejercicio de la crítica suele exigirme un esfuerzo de observación y coherencia interpretativa digno de jaqueca, de fatiga; en los peores casos, me genera una sospecha de futilidad: ¿por qué habría de interesarse alguien en el ritmo, en las metáforas, en la construcción de imágenes de tal o cual autor? Pienso sobre todo en el público no especializado que se acerca con timidez a la experiencia de la lectura y me pregunto por qué habría de buscar, frente a tanta excelente y amena literatura, la crítica o el análisis de una obra determinada. Yo bostezaba sólo de pensar en cualquier título ligado a la obra de un escritor que no fuera la obra de ese mismo escritor. Ciertas revistas, ciertas personalidades pedantes, su tono de constante descalificación y sus respectivas auras de superioridad, nada escasas en los círculos intelectuales pudieron ser el origen de aquella aversión.

El remedio, siguiendo un principio casi homeopático, estuvo en zambullirme en dicho ejercicio: el esfuerzo de observación y la coherencia interpretativa pueden ser complicados o agotadores, pero muchas veces el objeto mismo de lo que estudiamos se presenta con tal luminosidad que no podemos callarnos la boca. Nos creemos obligados a señalar, a decir. Frente a un fenómeno que entusiasma por sí mismo, la reacción es inversa a la del estudiante que necesita decir cualquier cosa coherente sobre una obra impuesta por un programa académico.

Dije «zambullirme». A veces no es un agua en la que entramos sino una que nos cae encima. Nos encargan recomendar libros en un evento o revisar una traducción. Aguas cotidianas de quien se profesionaliza en el mundo de los libros y las palabras. Llega con ellas el fenómeno, la casualidad. Leemos y releemos, pensamos o decimos cosas sobre lo leído. Escribimos cuando la cosa se pone seria. Siguiendo la máxima de Heráclito estamos conscientes de que no hemos de bañarnos nunca más en ese mismo río. Lo sabemos: cada lectura es otra lectura por mucho que tengamos el mismo volumen en las manos. Pero, estando zambullidos, nos pasa que las aguas se parecen demasiado a sí mismas a pesar de la consciencia de que somos otros, como si un agua subterránea hiciera el camino de vuelta en la corriente del devenir para presentarnos el dejavú.

El caso: hojeo para un evento una traducción al español de António Ramos Rosa, poeta portugués. Leo un verso: «El agua de las imágenes el haz de los sentidos». Hago mías las imágenes y me encuentro con Carlos Pellicer: «Agua de mis imágenes, tan muerta». No es la coincidencia exacta, tampoco es una cita. Ambos poemas van por rumbos muy distintos. Podría rascarme la cabeza un rato, suspirar pensando ¡qué casualidad! Seguir con la vida y platicárselo –si no lo olvido antes– a un amigo en el café.

Pero seguir con la vida implica seguir leyendo; y leer, recordar lo ya leído, redescubrir lo descubierto. Zambullido en el agua de las imágenes, pasaban junto a mí, hace algunos años las de otro poeta portugués: Cesário Verde. Recorría las calles de una Lisboa decimonónica y nocturna. A la luz del gas, los transeúntes, las tiendas, los trabajadores en su último trajín de la jornada. Agua de imágenes que no sólo se ven, pues también suenan y, sobre todo, huelen: «Y una panadería, exhala, aún caliente / un olor saludable y honesto a pan del horno». Dejavú. Esta vez el portugués lo hizo primero. ¿Qué lector mexicano no abriría grandes los ojos y correría a buscar su Suave Patria aunque fuera en los estantes de la memoria?: «y por las madrugadas del terruño / en calles como espejos se vacía / el santo olor de la panadería». 

La academia nos enseña a rastrear información en bibliotecas, a buscar los motivos explicables y demostrables: obediencia a un imperativo de la razón positiva. Nada mal caería una beca para irme a buscar al Algarve o a Lisboa la huella de Pellicer en Ramos Rosa. Pero esa misma razón positiva descalificaría mi intento: no vale la pena un dispendio semejante para encontrar el agua de las imágenes; peor, de una sola imagen, una mera casualidad. Consuela pensar que siempre será más atractivo perseguir sin presupuesto las razones misteriosas, negarse a la casualidad.

Sediento de racionalismo, voy a buscar agua a otras fuentes. Encuentro la de un Walter Benjamin un tanto adulterado por la traducción a mi lengua y por la interpretación de críticos que afirman entenderlo.  Hay en su superficie una formulación que no estoy muy seguro de entender: se habla de un mundo intuitivo, de la naturaleza limitadora de las formas. «El valor de la obra literaria descansa en la magnitud de la idea previa que le da lugar y en la realización de ésta por medio de la forma adoptada en el texto». La discusión puede parecer estorbosa para quien ensaya la idea de un río subterráneo que comunica las mismasaguaspor debajo del océano. Se sana del racionalismo cuando se acepta que la imaginación es otra cara de la crítica, se deja de bostezar.

Otra lectura de Benjamin funge como denominador común entre Cesário Verde y López Velarde: la experiencia baudeleriana de caminar la ciudad con la percepción despierta: fuente compartida por ambos poetas, agua de imágenes originadas en una experiencia que pronto se volvió corriente, tópico literario. Además, ¿qué tan baudeleriana es la Suave Patria? Si el académico velardiano se aventura, tal vez dé con el hecho de que, en efecto, nuestro jerezano leyó «O sentimento dum occidental». Pero bajo la hipótesis del desconocimiento simultáneo, no deja de asombrar la cercanía de la imagen: la calle, el olor a pan, sus atributos de honestidad y asepsia, su santidad. La exhalación como vaciamiento. La ciudad respira, su aliento huele a pan recién horneado. Idea previa a la realización de las formas, agua de la imagen fluyendo en una corriente subterránea que corta la geografía de un mundo intuitivo. Un excedente de casualidad en las antípodas atlánticas: el poeta descubre la forma y en una lengua hermana otro poeta descubre una forma semejante, acaso la misma. La imagen emerge de las aguas profundas de la intuición como si en el lecho de un río cada forma fuera un guijarro que el poeta, al zambullirse, tomara al azar para mostrarlo en la superficie verbivocovisual de las palabras, de las imágenes que sí podemos ver con los sentidos una vez que el poeta las ha tomado de aquel lecho intuitivo, poblado de sentidos profundos e incomunicables a los cuales, para poderlos traer a la superficie,es necesario imprimirlesla experiencia con el mundo y con el lenguaje.

Esta impresión de la experiencia no es otra cosa que la forma, el límite puesto a la intuición para que no se desborde del lenguaje, red constrictora que colma la sed de quienes no podemos entrar a pescar tan profundo: servicio del poeta a la comunidad de los hablantes.

Las aguas van revueltas, las manos quieren imponerse y el agua encuentra su camino; el cuerpo quiere imponerse y es arrastrado; entra la red en lacorriente y con dificultad atrapaunos guijarros. Para Benjamin sólo es comunicable el fragmento, no el continuum de la vida, ni siquiera el de la experiencia. Nos pasa cuando queremos escribir los sueños y las imágenes se nos escapan al llevarlas al papel, a la conversación telefónica con la novia a quien contamos nuestras pesadillas. Quienes atrapan, atrapan poco y no siempre se quedan con la cosecha. Pescado por Cesário, el guijarro del olor a pan siguió a la deriva. López Velarde lo extrajo nuevamente, en otra latitud. En su tránsito hacia el siglo xx y al terruño mexicano, el agua lo purificó hasta volverlo santo. Por mucho que difieran los olores del pan a ambos lados del Atlántico, todos reconocemos el brillo de la imagen. La experiencia nos es común pero necesitamos de la forma para comunicarla. Vale exclamar «¡qué rico huele!», pero dejaremos escapar, por la boca abierta de la exclamación y la pobreza de nuestro lenguaje, la fuerza constrictora con que la palabra poética deja unos instantes más entre nosotros el fulgor de la imagenintuitiva, que yace y se arrastra en ese lecho casi inaccesible.

A este ejercicio de pescar y constreñir me gusta pensar que se refería Carlos Pellicer: «Agua de mis imágenes, tan muerta». Me acuso de descontextualizar, de armar el sentido de la interpretación muy a mi gusto, pero me es posible reforzar el argumento si recuerdo que el cuarteto cierra con un «noche de la indecible poesía», que abona al carácter incomunicable de las intuiciones, o si recuerdo que todo Horas de Junio habla, también, de la poesía. En su arranque, el texto de Ramos Rosa pretende hablar desde otra altura pero acabará entendiendoque a través de la página el «agua de las imágenes»se escurre y que el «haz de los sentidos» vuelve a abrirse, o sea, escapa a la interpretación que sólo la forma permite. Este escurrimiento revela la naturaleza proteica de las intuiciones. Impotente, el poeta se humaniza y vuelve a zambullirse. Más adelante, mira con suspicacia el reverbero de la imagen antigua y dice: «se oye el rumor del mundo bajo una concha aterciopelada / Y entonces nos preguntamos ¿por qué será el mundo esta interminable redundancia?» Ha reconocido plenamente el eco de la palabra antigua en su propia voz, como cuando escuchamos el rumor delos mares dentro de la caracola.

La red del crítico es más humilde, no alcanza a zambullirse en el río revuelto de las intuiciones y las imágenes, pero sobre la superficie de las palabras, si escucha con detenimiento, puede pescar el eco, hacerse preguntas sobre él y esforzarse por atar todas sus sospechas en un texto cuyo sentido, si hay suerte, acaso sobreviva al olor del pan recién horneado que pellizca en una charla de café.

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