Mirós y Kadinskys

Omar Nieto

Sí, sí comprendo: tu sexo es un tesoro y me lo das para que lo custodie, decía su poema y cuando lo quitó de su vista, empujó los ojos hacia él, que la miraba recostado en el sillón negro, con la mano en la barbilla, escudriñándola, no creyendo en nada de lo que oía.

—Te amo Henry –chilló ella y con los ojos entornados agregó–: Y debes saber también que tendría un hijo tuyo si tú quisieras…

Ella dejó la taza de porcelana con café a un lado y el bolígrafo sobre el escritorio. Se dirigió sigilosa hacia él como una pantera y emanando efluvios, como solía hacerlo, le rodeó el cuello y se enganchó a sus labios como un bebé de pecho. Él, Henry, acomodándose el suéter de cuello de tortuga, la rechazó suavemente como una virgen que desdeña la caricia de un amante demasiado audaz.

—Bueno, ya me voy –dijo Henry dirigiéndose en seguida a la puerta.

La perilla giró y salió dejando su aroma varonil por la casa.

La mujer suspiró, y al poco rato, resignada, volvió a su poema. Mi vida es el sueño de un dios, que espero no despierte, el dios es Brahma, puso en el papel, con el corazón encogido. Y ya no quiso escribir más.

Luego salió y en la calle, frente a los escaparates, regresó a la vida que había llevado desde antes de encontrar a Henry. Conocía a casi todos los empleados de los bares de la zona, quienes la saludaban con acento demasiado familiar.

Pero aun así, regresaba siempre a Henry.

Así solías ser tú, pero yo te rechazaba, brillante mi deseo, agregó a su poema al llegar a casa. En ella encontró sólo las cuentas por pagar y la llamada de su madre que jamás la olvida.

—Tuve que llevar a la niña a la guardería porque Philippe se fue de viaje y yo estoy por salir –le dijo la chica, agregando una mentira más.

Casi siempre mentía, mientras la madre seguía rogando por ver a la criatura, y ella diciendo que no.

—Mamá, de verdad, cuando regrese Philippe de su viaje te iremos a ver. Cuando regrese, ¿okey? Tranquila mamá, no te pongas así, ya pronto verás a la niña, te lo aseguro. Sí. Sí. Casi dos años que no me ves, pero de verdad, ahora no mamá… De verdad no podemos mamá, Philippe está de viaje. No te preocupes… Sí, la niña se parece mucho a ti. Sí, mucho…

Pero la niña no existía.

Húmeda todavía la marca de tus dedos…, añadió al poema.

Henry estaba en la puerta. Ginebra con hielo. Agotaron la botella. Ella estudiaba literatura los sábados en la universidad (o al menos eso le había dicho a Henry). El resto de la semana trabajaba en una Fundación (o al menos eso le había dicho a…) Pronto le presentaría a sus padres… (o al menos eso…) Pero Henry la conoce bien. No le cree. ¿Quién sí? Después de hacerle el amor, Henry gira la perilla de la puerta para perderse entre el ruido de la calle.

Casi por la noche, la chica habla por teléfono con Tania, su mejor amiga, que le cuelga porque está cansada de oírla. Dolorida, ella se dirige a la calle, a buscar a un nuevo amante que le cure la soledad. La calle es su verdadera casa, se dice.

Cuando busca a un hombre procura hacerlo en los bares de calles con viejas lámparas. Los cantineros la miran. Si ningún chico le gusta, el bartender o los meseros tendrán una oportunidad. Bares. Rostros. Cuerpos.

Por eso el cantinero se anima a preguntarle qué quiere tomar. Ella acaricia su cabello y tras apurar

varios tragos, le insinúa con una mirada si quiere pasar la noche juntos, si la quiere llevar a su casa. El cantinero sonríe con una victoria en el rostro, nadie más en la barra se la ha llevado hoy. Él le da un beso en la boca y le pide que lo espere, que el cierre del bar no tarda. Es viernes. Se han revolcado hasta la mañana del sábado. El hombre se despierta, se da prisa, se da una ducha y vuelve al trabajo. También le promete que leerá su poema.

Al otro día, su madre vuelve al teléfono. Ella responde:

—La niña está durmiendo, mañana si me hablas temprano te la pongo al auricular.

Y así desde hace meses. Matsuo, su vecino, la observa constantemente. Cuando coinciden en la escalera del edificio, él deja caer una lata de su bolsa con víveres para llamar la atención. Gracias a eso, la chica se percata de él. Ella viste pantalones enta- llados, lentes oscuros. Viene de la calle como casi todos los sábados al mediodía, esta vez un poco más indispuesta que de costumbre. Sin embargo, se de- tiene a platicar con Matsuo unos minutos antes de entrar al departamento.

Una semana después, con más confianza, Matsuo le pregunta sobre el chico que la visita todos los sábados por la tarde. Ella, molesta por la indiscreción, le responde:

—Es mi hermano.

Matsuo se pregunta en silencio si con un hermano se puede hacer el amor tan ruidosamente. Matsuo la invita a tomar el té, pero ella se niega. Mientras mete la llave en la cerradura, la chica duda un poco, tal vez no sea tan mala idea conocerlo, es simpático y tiene cierto halo de inocencia, pero al imaginar la posibilidad, simplemente entra en el departamento. No. Con él nunca se acostaría…

Otro sábado al mediodía, Matsuo la encuentra de nuevo. La ha invitado otra vez a tomar el té. Es justo en ese momento que llega Henry con su larga chaqueta de cuero. Pasa la mano por el hombro de la chica y mira a Matsuo.

Nerviosa y divertida, ella se despide del japonés, al tiempo que introduce su mano en la chaqueta de Henry. Matsuo los ve entrar al departamento y girar la perilla.

—¡Pobre hombre! –exclama Henry, con una son- risa burlona–, se ve que se muere por ti. —¿Quién es? –la cuestiona.

—Es mi vecino —responde ella.

Y Henry cambia bruscamente la conversación. —¿Dónde has estado?

—Vengo de la universidad –miente ella–, sólo que ayer tuve que hacer un trabajo con Tania y me quedé a dormir en su casa.

La chica desvía la conversación besándolo en la boca. Aún tiene olor a alcohol, pero sus manos distraen cualquier reclamo que Henry pueda hacerle.

—¿De dónde venías? –le pregunta Henry de nuevo al acariciarle la mano.

Sin desconcentrarse ella responde:

—Ya te dije, de mi clase de los sábados… Henry sigue sin creerle, sólo mira la cueva de malas pinturas plasmadas en el techo del cuarto de la chica donde comienzan a hacer el amor. Una artista. Todos pretenden serlo. Al poco rato, Henry sale de la casa. No pierde la oportunidad de voltear hacia el departamento de Matsuo. Sabe que éste espía su salida. Y en efecto, cuando Henry se pierde en el barullo de la calle, Matsuo aparta la mirada del ojillo de la puerta.

Ella mientras tanto se queda en su recámara bajo el techo de figuras que ha pintado tratando de formar Mirós y Kandinskys, Picassos y Varos. Después de un rato también intenta continuar con su poema sobre el amor. Tus ojos, una salida de mi encierro…, escribe suavemente, antes de quedarse dormida.

—¿Cuándo conoceré a un familiar tuyo? –le pregunta Henry fumando un cigarrillo el sábado siguiente, después de hacer otra vez el amor.

—Pronto… –contesta ella sin mirarlo a los ojos.

Su madre insiste en ver a la niña y es el mismo pretexto de siempre:

—Mamá, Philippe aún no vuelve de su viaje, pero no te preocupes, te veremos pronto…

Y Philippe que no existe. Y Tania que no deja de inmiscuirse, aunque sea la única amiga que le queda, y ya se haya cansado de ella. Y ahí las decenas de amantes esporádicos a los que ya no les quiere contestar el teléfono. Y todo le da vueltas, haciendo de la ciudad su albergue y de las mentiras su patria.

Y ella ahí delirando en su cueva de colores con supuestos Kandinskys y Mirós, mintiéndose siempre, y malos Picassos y Varos, y todas esas pinturas que no se parecen a nada. Y ahí, que el único ser que es real es Henry, con sus visitas puntuales de los sábados enmarcadas por ginebra. Y ella mintiéndose a sí misma más que nunca porque realmente quiere a Henry. Mentiras son también los versos de aquel poema pues no son suyos sino de un ancestral poeta musulmán. Diríase que mi pasión es sándalo/ Que con el fuego de la ausencia expande mi perfume/ ¿Acaso soy yo la primera enamorada en haber perdido la cabeza por unas mejillas, por unos ojos?, se pregunta, loca, fuera de sí, pensando en Henry.

Y es que ella un día, herida, rota, decidió mentir para siempre. Huye del amor y una vez más busca escapar de quién sabe qué cosa. Por eso ha dejado

una carta con Matsuo. Le ha pedido que se la dé a Henry apenas ella se haya ido.

Pero no hace falta. Henry no regresa jamás. Es hasta que Matsuo lo encuentra en la calle por casualidad, muchos años después, que se la ha entregado. La carta dice: “Yo te amaba Henry. No hay universidad, no tengo amigos. Sólo tengo a una madre a la que nunca veo. Sólo en lo de amarte no te he mentido Henry. Oh, Henry, créeme, en lo de amarte, en eso no te mentí. El poema que sólo copié, no es mío, no es mío, pero habla de ti: Sí, sí comprendo: tu sexo es un tesoro y me lo das para que lo custodie…”

El miedo es su motor, las mentiras son su patria…

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