Laura

Erika Arlanzón

Sentí un golpe de perfume añejo al penetrar el Olimpo. Mis ojos fueron invadidos por luces fosforescentes, recorrí el espacio y encontré un piso pestilente perfumado de orín agrio, junto al sudor de los clientes.

La paciencia fue mi acompañante esa noche. Fijé mi mirada en ti. Iniciabas tu número, con paso firme, me acerqué a la barra, saludé con un ademán discreto al cantinero; éste me sirvió el trago seco que siempre bebo en el Olimpo. A la par que bebía, te escanee con la mirada fotografiando tu cuerpo, para guardar el negativo en mi cerebro.

Llevabas una máscara de luchadora que cubría a la perfección tu cabeza, aun así, la saliente cabellera pelirroja jugaba quisquillosamente con los reflejos de las luces decadentes del burdel. Mientras, realizabas las piruetas que componían la sinfonía del número que me habías robado. Esperé en silencio a que terminaras los pasos que me pertenecen. Pues no te bastaron los desaires públicos. Retumban en mis frescos recuerdos la acidez de tu voz: “Laura… para ti… soy porcelana”.

La música cesó, agradeciste recogiendo los billetes, para después salir con la sonrisa falsa que esbozas cada noche detrás de la cortina azul. Salí tras de ti, mis pasos se fortalecieron con la misma sed que el trago seco reconoció mi garganta. La sed de venganza me hizo caminar con discreción, invadí tu espacio; un camerino putrefacto lleno de cajas que hacen a su vez de tocador con un espejo hecho pedazos que dejan ver mil figuras de tu yo.

Mis tacones no me traicionaron, pues no te percataste de mi presencia hasta tenerte entre mis manos. Era el momento de jugar con tu sostén, acariciar tus senos, mordisquearlos con mi lengua y dientes, absorber tu perfume pestilente. Continué acariciando tus pechos sin importar tu rechazo, no me fue difícil terminar de desnudarte y arrancar la máscara. Tomarte entre mis piernas haciéndote jadear, sabiendo que no te producía ningún sonido que asemejara el canto de sirenas viejas. Me fascinó sentir y mirar como colgaron tus piernas entre las mías, dejando caer tus tacones de hilo de aguja.

Esta noche… las agujas no te sirvieron más que para remendar tu cuerpo violado por mis manos. Mi puño te penetró, con tal fortaleza que sentí los latidos de tu corazón en mi mano ardiente. El placer corrió por mi ser. Dejé mi huella dentro de ti, por robar mis pasos, por considerarme poca mujer para ti. Este paso robado nunca lo olvidarás, así como te acordarás de mí.

También te podría gustar...