La generación del desencanto

Isamema

Macaria España

Apareció de la nada. Floreció en medio del tedio, de la absurda melancolía por los tiempos pasados. El desencanto se generó espontáneamente, o tal vez vino atraído por el olor de mi alma en estado de putrefacción, como rata buscando migajas.

Trabajaba once horas diarias en un empleo que jamás me gustó en una oficina de tantas de la colonia Roma. Siempre había pensado que es- taba destinada a realizar algo grande. Algo más que lamer las suelas de mi jefe y ovacionar sus ridículas ideas.

Al parecer, no me esforcé demasiado y me con- formé con ser una empleada más. Una estadística para el INEGI en algún censo de jóvenes económicamente activos. Ser una rayita entre miles de rayitas pobres.

{El gobierno gusta de jugar con las rayitas. Cuando le conviene hace cuadrados, triángulos, rectángulos y cuando no, apila un buen numero de rayitas y forma cruces. Nunca pude ser siquiera un cuadrado}

Las arrugas empezaban a atacar mis ojos, a marcar el disgusto cerca de mi boca.

El café cada día se volvía más amargo y esto pa- saba cuando recordaba los viejos tiempos, años de infancia cuando un Gansito costaba doscientos pesos ochenteros y aún sabía a pan. Cuando la Coca-Cola no era tan adictiva y los personajes de las caricaturas no repetían cada dos minutos: Eres un idiota.

Bien sabía que era una idiota. Debí de haberme casado con un hombre con dinero o, al menos, trabajador. O en último de los casos que aparentara alguna de estas cosas. Que mi primer hijo se llamara como el padre del que debía ser mi esposo y este esposo desgarrara una virginidad conseguida a fuerza de amantes impotentes.

El desencanto seguía inmutable, impregnando todos los rincones de mi vida. Se adueñó de la cocina, los patios, la azotea y hasta mi cama, donde ahora el sexo se había convertido en un acto mecánico. Ni siquiera tenía que quitarme la ropa para fingir un orgasmo.

Los amigos, las calles, los aparadores, se convir- tieron en cosas difusas inanimadas, como si fueran figurillas de papel mal recortadas.

Llegué un viernes a casa. Abrí la puerta y el fétido olor me dio un jab en la cara. Era como si mi casa fuera un rastro público. Una morgue mal aseada. Un cementerio abierto.

Comencé a buscar de dónde provenía el olor semejante a un cadáver. A cada paso que daba me lastimaba más la nariz.

El hedor venía de mi habitación. Entré y ahí estaba, a un costado de la cama yacía el desencanto en un charco de sueños coagulados.

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