Una playa muy singular

© Nina Van Slogteren

Manel Costa

Tengo que tener en cuenta, para evitarme sorpresas (a las que nunca me acostumbro), que mi vida es una completa locura; sin embargo, y dado que tengo que convivir con todos aquellos que me rodean (aunque no por eso me asedian y arrinconan), desfiguro de tal manera esta demencial forma de vivir que nadie, absolutamente nadie, se da cuenta, hasta el punto de que yo mismo, en ciertas ocasiones, he dudado de mi desvarío. Por otra parte, la locura es algo tan relativo y difuso que sólo se manifiesta a aquel que la contempla, nunca a aquel que la posee, y esto, evidentemente, no deja de ser curioso, o al menos, sugestivo.

Las situaciones, más o menos absurdas, nos suceden continuamente, lo que pasa es que solo unos pocos sabemos distinguir cuáles son especiales y cuáles corrientes, dentro de la singularidad que las caracteriza, claro está.

He visto muchas playas en mi larga vida, pero nunca una tan extraña como la playa donde ahora me encuentro. Mis amigos, los que distingo pero no conozco (conocer implica algo más que distinguir), tan sólo me son útiles como simples acompañantes en mis solitarios paseos. Sin embargo, no tengo necesidad de rechazarlos, de expulsarlos de mi lado, aunque bien podría hacerlo, si quisiera, con toda facilidad; entiendo que sin este poder o facultad sería tremendamente infeliz.

Convienen conmigo (las pocas y contadas ocasiones que nos comunicamos) que lo más peculiar y hermoso de esta playa (una calidad se desprende de la otra, ya que todo lo que es singular es bello) es su forma especial. Una estrecha e interminable franja de arena fina se adentra en el mar. Es como si un pasillo cruzara (en caso de que pudiera llegar a la otra orilla, algo que nunca sucedería) el océano. Esto, tan sólo esto, es lo que la hace cautivadora. Para el resto no deja de tener las características propias de las playas corrientes. Impone, por esta circunstancia, caminar, ya que temes que repentinamente las aguas se junten y seas engullido por el mar. Sin embargo, y por el contrario, el relajamiento que sientes en este lugar es indescriptible.

Mis amigos, unos pasos atrás, hablan con una voz apenas audible, susurrando, porque saben que me molesta enormemente las distracciones en momentos como este.

Ante mí, y hasta cierto punto inesperadamente, aparece un niño desnudo, casi un bebé, el cual, subjetivamente, agoniza entre la espuma y la arena. Tiene el vientre visiblemente hinchado y del ano se le escapa un hilillo de sangre. El agua, en su ir y venir cotidiano y monótono, limpia con rapidez cualquier vestigio rojo sobre la arena. Aún respira. Todos  nos preguntamos qué puede haberle pasado. Mis compañeros y yo intentamos ayudarle, pero el niño huele, un hedor pestilente se desprende de su cuerpo amoratado, como si estuviera en avanzado estado de putrefacción. Mis amigos, debido a tan repulsiva circunstancia, deciden dejarlo y continuar el paseo ignorándolo. Yo protesto, intento convencerlos de que es un niño, que no podemos ni debemos dejarlo tirado en ese estado. Aún late —les digo—, hay esperanza. Me contestan que no me preocupe, que si lo han dejado allí es porque no tiene remedio, de lo contrario le hubieran dado la asistencia necesaria; además, huele muy mal, es un hedor insufrible. Me desespero, grito, insulto; al fin, mis amigos, más para complacerme que por humanidad, acceden a socorrer al pequeño. Yo lo pongo sobre mis brazos (es obvio que huele pésimamente, y la carne, posiblemente por la enfermedad que padece y otras causas aún no apreciadas, se le desprende con facilidad, por lo que extremo el cuidado en su manipulación), y parto con presteza en busca de ayuda. Mis compañeros me siguen con indolencia y mostrándome, mediante gestos y murmullos su falta de cooperación directa. Desesperado, trato de averiguar un lugar donde puedan asistir al niño claramente necesitado de asistencia médica. Ciertamente mi ligereza y apresuramiento pueden no corresponder a la verdadera necesidad del enfermo, sin embargo dado que mi capacidad para juzgar esta circunstancia es exageradamente insignificante, decido obrar con toda la rapidez que mi voluntad lo permite. Pronto vislumbro una casa cerca de la playa. En cuatro zancadas me sitúo  delante de la puerta, la abro y me encuentro una señorita que, detrás de su mesa de trabajo, atiende a varios visitantes que hacen cola. Yo, con el niño en brazos, muy nervioso le explico atropelladamente, sin respetar los turnos, lo que pasa. La respuesta de ella —no demasiado educada y atenta— me indica que, efectivamente, están recibiendo muchos niños en el mismo estado. Que lo siente, pero ya tienen demasiados, que les es imposible atenderlo y que, desgraciadamente, no existe otro lugar donde pueda ser acogido, si bien la enfermedad que padece no es tan grave como aparenta, y si por desgracia lo fuera y acabara mal, me dice que la muerte no la siente el sujeto, sino los familiares y amigos que le rodean; es decir, dado que el niño se encuentra solo, nadie, en caso de que sucediera el óbito, podrá sufrir, llorar y afligirse por su muerte.

Quedé unos instantes abrumado, inerme por las palabras escuchadas. A pesar de ello, reaccioné ante los despropósitos ordenados y despreciables de mi interlocutora, y la amenacé con represalias legales si no atendían inmediatamente al angelito que tenía entre mis brazos. Por fin, después de encarnizadas discusiones accede a dejarme hablar con el director del centro. Corro con la intención, si es necesario, de arrodillarme para suplicarle, y si no me hace caso, pasar de la súplica a la exigencia. Pero me dicen que está dando una conferencia en el salón de actos. Entro, la sala está llena, a rebosar, no cabe un alfiler. Desde la lejanía, con el bebé entre los brazos, intento, dando saltitos y alzando una mano y haciéndole señales, que se fije en mí, quiero llamar su atención para que me atienda. Desgraciadamente no entiende mis aspavientos. Mis amigos me advierten que tal vez estoy haciendo el ridículo. No hago caso. Cruzo toda la sala y un murmullo de expectación y extrañeza se alza entre el público. Una gran parte empieza a protestar, la otra queda en silencio, pero sus ojos me reprochan despectivamente mi interrupción. No se dan cuenta que la vida de un niño está en peligro, y aquellos que inmediatamente lo advierten y lo valoran en su justa medida, no se atreven a intervenir. El director, al fin, suspende su discurso y me mira, con unos ojos helados como el mármol. Yo le suplico, le explico, le muestro el cuerpo inerte del bebé. Inmediatamente, pronto, acepta mis ruegos (más para desembarazarse de mí que por caridad) y ordena que atiendan a la criatura.

Corro donde me indican. El niño se encuentra muy mal, su cuerpo se agita entre estertores y continuas convulsiones. Además sangra abundantemente por el ano, y su vientre sigue hinchando de manera desproporcionada. Sus ojitos, de vez en cuando, me miran llorosos, implorando paz por el método que sea. Recorro velozmente un largo pasillo donde encuentro la estancia indicada. Estoy ante la puerta de la enfermería, y está cerrada. La golpeo con fuerza y ​​desesperación; inmediatamente, un hombre de mediana edad, sonriente, aparece ante mí. Le digo, con la máxima rapidez que puedo, todo lo que pasa. Su rostro se endurece al desaparecer la sonrisa. Me indica que se han agotado los formularios de ingresos y altas; la semana próxima, probablemente, los recibirán; hasta entonces, desgraciadamente, la asistencia del niño es imposible. Según me advierte, no se puede, bajo ningún concepto, omitir ningún paso administrativo. La puerta se va cerrando lenta y silenciosamente. El niño, después de una fuerte sacudida, yace muerto entre mis brazos. El olor se ha hecho insoportable. Lo abandono, con indiferencia, al lado de la puerta cerrada recientemente, y vuelvo a la playa con mis amigos a disfrutar de las olas del mar y ver si encontramos más niños agonizantes.

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