El arresto

© Jacek Yerka

Manel Costa

Las cosas contadas nunca tienen la misma verosimilitud que cuando son presenciadas o vividas por uno mismo, de tal manera que pueden ser deformadas o incluso pueden perder parte de la credibilidad que aparentemente señalan. Por otra parte, tal vez, esta foto medio retocada del suceso, es muy posible que nos haga más llevadera la vida, dado que, en general, los eventos que se toman como un pulpo en el cerebro son de carácter negativos y ruines.

Esta mañana, haciendo un largo trayecto en tranvía, he ocupado todo el tiempo observando una señorita grácil y bella que, sentada unos asientos delante de mí, jugueteaba con una rosa entre sus finos dedos enguantados. Ella pronto se dio cuenta de mi (¿inocuo?) entretenimiento, y pronto, también, con su mirada me reprochó (absurdamente) mi actitud.

Hasta aquí todo fue medianamente correcto y normal, pero inmediatamente se acercaron a mí dos hombres de mediana edad, de aspecto pulcro, aunque vulgar y un poco patéticos, y adelantándose uno de ellos se inclinó hacia donde yo estaba sentado y me susurró al oído, al mismo tiempo que me mostraba una pequeña documentación ilegible y sucia por el paso del tiempo y el uso: “queda usted detenido por transgredir las normas de urbanidad, civismo y moralidad. Le ruego que nos acompañe”. Esto, evidentemente, daba un nuevo carácter a las relaciones visuales con la señorita antes mencionada. También es verdad que estas palabras me desconcertaron, hasta el punto que pensé no hacer caso e ignorar el evento que se estaba produciendo. Sin embargo, mis dos interlocutores seguían esperando de pie, erectos y erguidos como dos torres; en sus ojos advertí el apremio, la incomodidad por mi falta de obediencia, incluso me pareció adivinar cierta inseguridad (esto, naturalmente, me dio un poco más de confianza). Yo seguí mirando hacia adelante sin hacer ningún movimiento que falsamente indicara que iba a seguirlos (ya que en mi mente se afirmaba la idea irrevocable de quedarme sentado y hacer caso omiso de todo lo que me dijeran).

Ellos, ante mi actitud, volvieron a insistir nuevamente. Esta vez fue el otro sujeto, el que, sin inclinarse y con voz algo más elevada que la anterior (sin duda para ser escuchado por los demás pasajeros y así obtener algo de apoyo moral en su propósito), me indicó: “Le repito que queda usted detenido —dijo el hombre haciendo una pequeña pausa, que dibujó la escena de una manera fría pero ajustada—; si no nos acompaña por las buenas es posible que tengamos que utilizar un método para convencerlo (enfatizó todo lo que pudo esta última palabra) que no le va a gustar, e incluso quede arrepentido inmediatamente por su actitud hacia nosotros”.

La bella señorita, protagonista de este altercado, aún no terminado, me sonrió y continuó jugueteando, alegremente e impunemente, con su rosa que, mágicamente, se había convertido en un pene de cristal. Esto para mí fue de un significado inmenso, fue como una afirmación de mi inocencia, tanto es así que levanté lentamente, pero con firmeza, mi cabeza y miré con desprecio los dos hombres. Su reacción no se hizo esperar, como se vieron sorprendidos y medio vencidos, y la cara roja por el rubor y el ridículo, optaron por bajar en la próxima parada sin pronunciar palabra.

Pienso yo que los agentes del gobierno actual cada día son más tímidos, timoratos y vacilantes en su cometido.

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