Encuentro con la esperanza innabastable

La cordura y el buen juicio de mi amigo accidental hicieron, efectivamente, profunda mella en mí. Le había conocido donde normalmente la gente es áspera, grosera y arisca; sin embargo él, desde el primer momento, tuvo detalles muy significativos hacia mí. Yo, al menos por anteriores experiencias, no lo tomé en serio, pero a medida que el tiempo transcurría y la sinceridad iba en aumento, me di cuenta que frente a mí aparecía, repentinamente, una trayectoria digna de la mejor suerte. No podía dejar que se escapara, bajo ningún concepto, un compañero tan apreciado.
En nuestro país había muy poca costumbre de comunicarse, hasta el punto que prácticamente habíamos perdido el don la palabra. Simples gruñidos, parecidos, desgraciadamente, a los que emiten los animales más rudimentarios y salvajes, nos bastaban para nuestra comunicación diaria; incluso, estos sonidos, inteligibles para seres de otras tierras, nos eran cada vez más insoportables. Por todo ello, tratábamos por todos los medios de establecer un código que recogiera aquellas acciones que nuestro pueblo había ido inventando, a través de su historia, para comunicarse mediante gestos, muecas, ademanes, señas y otros mil hechos gestuales recopilados como reglamento de comunicación.
En nuestra estirpe también estaba de más la amistad. Creíamos que la estima, el cariño, no aportaban nada bueno a la sociedad, ya que la amistad comportaba, naturalmente, la existencia de la enemistad (una no puede existir sin la otra), o, cuando menos, una indiferencia insana con el resto de los individuos; por todo ello, nuestras autoridades, sabiamente, la prohibieron terminantemente. Esto, tal vez, nos hizo un poco más inhumanos, pero a la vez evitábamos muchas complicaciones inherentes a este sentimiento. La indiferencia (correcta y respetuosa) hacia los demás (no el desprecio, que es algo muy distinto), nos ayudaba en nuestra convivencia, dado que todos nuestros actos resultaban altamente desinteresados (pero no por indiferencia, sino porque carecían de cualquier interés positivo o negativo). Del mismo modo, y con el mismo criterio, la familia había sido rechazada, anulada en tiempos pasados y ya olvidados, lo que, eficazmente, coadyuvaba a mantener una sociedad libre de defectos consustanciales a tal núcleo, ya para nosotros prehistórico y sólo vivo en los cuentos de viejos.
De cualquier manera —y lo deduzco por mi comportamiento anterior— no estaba totalmente desarraigada de nuestra sociedad, la imagen humana de nuestros antepasados.
Quizás la actitud de mi reciente amigo y la mía propia es la premisa donde se esté reconstruyendo una nueva (a la vez que vieja) sociedad. Por otra parte, también es posible que no cunda el ejemplo y sea un caso meramente anecdótico. Sí, tal vez sólo llegamos a eso, a ser la nota simpática que alegra la página de la historia escondida en un rincón e ignorada por todos.