Pensamientos distantes

Enrique Gutiérrez

Había sido una idea extraordinaria hacer el viaje a la playa. Seis de los empleados del restaurante aprovechamos la remodelación del establecimiento para tomarnos unas vacaciones de fin de semana. Por fortuna Berenice, la chef principal, tenía una casa cerca de la costa en donde nos pudimos alojar y preparar una fiesta.

Sin embargo, a pesar de tanta diversión, no pude evitar notar la extraña actitud de Yahir, mi compañero repostero, el cual había salido discretamente de la casa para ir a no sé donde en mitad de la noche. Tomé la decisión de ir a buscarlo para saber lo que ocurría, pues en verdad era muy extraño no verlo hacer bromas o conversar con medio mundo.

Salí de la vivienda y admiré el firmamento nocturno. La luna llena, las estrellas y el sonido del mar me provocaban una paz interna que la ciudad nunca podrá imitar siquiera. Me dirigí a la playa, pues por algún motivo sentí que mi amigo estaría ahí. Caminé un rato con el paisaje cautivándome a cada momento. Al cabo de cinco minutos posé la mirada al frente y vi a Yahir, sentado en un montón de arena, contemplando la luna y sosteniendo algo. Caminé hacia él con la esperanza que me viera. No lo hizo. Me paré justo al lado suyo e incluso así no me vio. Me senté a un par de centímetros y ni aun así se percató de mi presencia a causa de contemplar la luna; creo que podía haberme quedado ahí toda la noche y ni desviaría la mirada. Por esa actitud tan preocupante decidí empujarlo con el hombro suavemente. Se sorprendió, o mejor dicho, se asustó al momento que lo hice.

—Eduardo, eres tú –dijo cuando me reconoció–, me asustaste.

—No veo razón para que te asustes. Te he estado observando muy cerca y tú ni cuenta te das. Alguien podría matarte y ni te enteras. Probablemente veríamos mañana en los diarios: “ Yahir, famoso repostero asesinado con una bolsa de plástico”.

Dejó escapar un suspiro.

—Lo siento, es que he estado un poco distraído –dijo.

—¿En serio? Si no me lo dices jamás lo hubiera imaginado.

Dejó escapar otro suspiro. Sus ojos se veían tristes. Era inevitable que me preocupase y que preguntara:

—¿Qué tienes? Te noto diferente, casi como si quisieras llorar. Y eso me preocupa, porque tú sabes que los del restaurante hicimos este viaje a la playa para distraernos y pasárnosla bien. Ni siquiera te quedaste a la fiesta en casa de Berenice.

—Lo que pasa es que me llegó esto por correo.

Me mostró lo que sostenía. Parecía un libro, pero no tenía ningún titulo impreso, sólo una estrella amarilla pintada en la portada. No pude evitar preguntar:

—¿Compraste un libro? ¿Cuál es?
—No es un libro. Es una carta.
—¿Una carta?
—Sí. Me escribió por fin una persona que se fue hace años de mi vida. Pensaba que ya no volvería a saber nada de su existencia.

No negaré que me sorprendí mucho cuando vi las dimensiones de la susodicha carta; calculo que tenía unas trescientas hojas. Empezaba a tener sentido, pero para corroborar mis sospechas pregunté:

—¿Eso te tiene tan distraído y nostálgico?

—Sí, un poco. La verdad es que me sentí muy feliz cuando vi de qué se trataba.

—Si estabas feliz ¿por qué pasaste a la tristeza?

—Bueno, no he podido sacarme de la cabeza a esa persona. Nos conocimos en la escuela de cocina y enlazamos una amistad maravillosa. Pero un día me dijo que iba a marcharse por una oferta de trabajo que le habían dado. Prometió que se comunicaría conmigo en cuanto se instalara en su nueva dirección. Pero hasta ahora no me había contactado.

—Imagino que te sentías olvidado —afirmó con la cabeza y suspiró brevemente. —Verás, fue por esa persona que me gustaba

crear postres nuevos. Me gustaba escuchar su opinión al respecto. Pero desde que se fue ya no he tenido ni la inspiración ni el deseo de crear. Me encerré en lo rutinario.

—¿Tanta fue su influencia en ti?

—Eso parece. Siempre se encontraba leyendo, y no era raro ver un montón de libros en la cocina. Fue por esa cualidad que leí mi primer libro por gusto propio: El Zair, de Paulo Coelho. Nunca había conocido a alguien que se emocionara tanto por leer, y en cierta forma yo quería igualarle.

Se hizo silencio entre los dos. Miramos al cielo y sentimos la frescura de la noche. Noté que la tristeza se había marchado de sus ojos. Repentinamente asaltó a mi mente una pregunta que me inquietaba. No me parecía prudente hacerla tan directamente, por lo que empecé con algo tan común como:

—¿Te puedo preguntar algo?
—¿Aparte de esto?
—Sí. Aparte de esto –reí a causa de tal observación.
Yahir afirmó con la cabeza. Respiré hondo y pregunté con temor de equivocarme:
—¿Tú… estabas enamorado de esa persona? Hubo una pausa antes de escuchar su respuesta.

Por fin, luego de admirar la luna y escuchar el canto del mar, respondió:

—Te estoy hablando de un chico.

Sus ojos se clavaron en los míos por unos segundos. Mi sorpresa había sido muy grande. Sinceramente no esperaba esa contestación.

—No era un romance –dijo como adelantándose a las posibles conclusiones a las que cualquiera llegaría en ese caso –. Pero me gustaba mucho pasar tiempo con él. Había días en los que sólo leíamos y comíamos dulces.

—Una rutina peculiar si me lo preguntas.

—Lo sé. Pero nunca me importó lo que pensaran lo demás. Un libro y un postre siempre eran el pretexto perfecto para pasar el día juntos.

—Sabes, cuando lo dices de esa forma es fácil hacerse ideas extrañas.

—No me interesa. Peores cosas se han dicho de mí.

—¿Tanto te importa su opinión?

—Sí, y mucho. En algún lugar, yo sé que está viendo está misma luna con un libro en las manos. Me gusta creer que se acuerda de mí.

Se hizo silencio entre los dos. El oleaje de mar era como una canción de recuerdos que invadían el ambiente. Fue suficiente para que una sonrisa se dibujara en su rostro.

—¿Y qué piensas hacer ahora? –pregunté para romper el silencio.

Yahir se puso de pie y se sacudió la arena del pantalón. Posteriormente me dijo:

—Pues por ahora ir a la fiesta de Berenice o pensarán que soy un amargado. Y después leeré todo lo que me ha escrito.

Me puse de pie al igual que él.

—Entonces vamos a la fiesta. No me gusta ver a mis amigos deprimidos.

—No estoy deprimido.

—No dije que lo estuvieras, pero me alegra que te desahogaras. Ahora vamos a la fiesta.

—Sí, vamos.

Revolví su cabello y empecé a trotar. Vi la intención de perseguirme en su cara, pero, en vez de salir tras de mí, se detuvo un momento y miró a la luna. Claramente lo escuché decir: “Tengo la esperanza de que un día nos vamos a volver a encontrar”. Cuando hubo dicho eso empezó a correr tras de mí. Ya no había duda que aquel viaje había sido una excelente idea.

También te podría gustar...