Zolo

© Aykut Maykut

Arnulfo López Gómez

Ahora, cuando estamos velando a Zolo aquí en el oratorio familiar, llegan a mi memoria algunos recuerdos de nuestra cercana infancia. 

Zolo fue uno de mis mejores amigos.

Yo soy mayor que el finado. Nacimos con una diferencia de pocos meses. Mi peso al nacer fue de tres kilogramos. Él pesó seis, y eso que nuestro tamaño era más o menos el mismo; esto nos lo contó la abuela muchas veces, cada vez que la invadía la añoranza por los tiempos idos.

Al paso del tiempo nos dimos cuenta que los dos teníamos el mismo color de piel. Que nos parecíamos al abuelo, decían orgu-llosamente nuestros padres. Por cierto que del abuelo sólo tengo vagos recuerdos.

Los cuatro cirios que rodean el blanco ataúd se van desgastando; paulatinamente van bajando de nivel. Un señor acomedido corta con unas tijeras los pabilos quemados que al ladearse ha hecho que la cera se escurra por los costados formando una especie de costras de curiosas formas. 

El olor a sahumerio invade el ambiente del pequeño oratorio, ambiente viciado y triste en el que nos movemos con lentitud para no chocar unos con otros.

No alcanzo a comprender las cosas que pasan; por ejemplo, dicen algunos de los presentes que en la muerte de Zolo, mi primo, ocurrió un fenómeno extraño difícil de explicarse. Otros apenas susurran y, por eso, no alcanzo a comprender su plática. Más allá algún recién llegado pregunta por la causa de la muerte; pero en la familia no desean hablar de ello. Yo no entiendo bien a bien.

Han pasado varias horas desde que inició el velorio. Los rezos los escucho como si fueran un disco rayado. La gente se santigua de vez en vez.

Recuerdo claramente nuestra infancia. Pasamos viviendo algunos años en la casa grande, la casa de la abuela. Jugábamos con los mismos juguetes, que por cierto no eran la gran cosa que digamos. En el solar cercano pasábamos el tiempo con nuestra pelota de trapo (nuestro primer balón). Ya más mayorcitos integramos el equipo de futbol del barrio. A nivel juvenil éramos los mejores en muchos kilómetros a la redonda. En más de una ocasión fuimos campeones en la región.

Yo no sé orar. Sigo automáticamente los rezos con voz arrepentida: voz que oigo pero no escucho, porque creo que sólo está dentro de mí. Me siento solo. Me acurruco en un rincón y trato de descansar aunque sea por algunos minutos. El día de hoy ha sido de mucha actividad desde que hallaron el cuerpo de Zolo.

Entre un rosario y otro, mis tías y mis primas las mayores reparten en jarros nuevos el café y el té de hojas de naranjo que unas vecinas han ayudado a preparar en grandes ollas de barro. Algunos aceptan el vasito de alcohol que les ofrece uno de mis tíos. Por allá se alcanza a escuchar que un señor pide que le regalen un cigarro.

Desde aquellos días en que empezó a formarse la palomilla me di cuenta de algunas diferencias entre mi primo y el resto de nosotros; entre otras cosas teníamos que ayudarlo a brincar las bardas o los cercados de las huertas cuando decidíamos hurtar de sus frutales. A él le costaba trabajo levantarse cuando nos recostábamos en el césped después de las cascaritas de futbol. Y, cuando había camorra con alguna otra palomilla, a la hora del la escapada Zolo se quedaba en la retaguardia con riesgo de ser alcanzado y apabullado por nuestros contrincantes. 

Todo esto, al principio, no nos importaba mucho; pero al paso del tiempo tuvimos que preguntarle qué pasaba con él, dado que su torpeza se hacía cada vez más evidente. Y entonces llegaron las explicaciones. El nos confesó, no sin cierto sentimiento de culpa, que de un tiempo a la fecha, y cada vez con más frecuencia, cuando trataba de correr o saltar tenía la sensación de que sus piernas se clavaban pesadamente en el piso. Esta respuesta la tomamos entre bromas y por algún tiempo no volvimos a tocar el punto.

El oratorio está repleto a esta hora de la noche. Familiares y vecinos nos acompañan en este doloroso pasaje. Uno que otro ríe con los chistes que se escuchan de cuando en cuando. Mis tíos, los padres del difunto, aunque quieren mostrar entereza sollozan disimuladamente.

Las sombras apresan sin remedio las horas interminables de este velorio. Ésta no es una noche más: es única, pues estamos velando a Zolo.

El humo del cigarro del señor de junto me hace toser repetidamente. Las miradas voltean hacia mí con curiosidad. Yo decido retirarme de donde estoy pues el fumador enciende otro cigarro y goza jugando con las columnas de humo que caprichosamente expulsa, vez a vez, sin importarle la molestia que causa a algunos de los que lo rodean.

Unos familiares de mi abuela que viven en la ciudad llegan en ese momento. Después de dar el pésame a mis tíos se acercan al ataúd y lo destapan. Muestran asombro en sus rostros y murmuran entre si, al darse cuenta del color que tiene la piel del finado: color plomizo con algunas manchas café amarillentas semejantes al oxido de hierro.

Jamás se me va a olvidar la mañana en que la palomilla decidió no asistir a clases para irnos de pinta a la Laguna Negra. Ese día después de caminar poco más o menos cinco kilómetros llegamos exhaustos a la orilla de la laguna. No se nos hizo raro encontrar una lancha de remos en un improvisado muellecito, pues los lugareños tienen por lo menos una cada uno de ellos. Casi enseguida soltamos las amarras y con nuestras ansias de diversión nos trepamos todos. Cuando Zolo lo hizo la lancha se ladeó peligrosamente, pero en seguida los demás la equilibramos. Por turnos empezamos a remar hacia el centro de la laguna; después alcanzamos la otra orilla. Y nuevamente al centro…

Llevábamos casi dos horas disfrutando como locos de esa aventura. Nos salpicábamos unos a otros y hasta simulamos que empujábamos a alguno para que cayera. Nuestra ropa estaba completamente empapada. En un momento dado mi primo, dentro del juego, se inclinó para tocar el agua; en el mismo instante en que sus dedos tocaron la superficie la pequeña embarcación se volteó aparatosamente.

Yo me aturdí por un momento. Pasado el desconcierto nos buscamos con la vista unos a otros. Todos sabíamos nadar, menos mi primo; teníamos la seguridad de ello porque nunca lo habíamos visto meterse al agua. Pronto nos dimos cuenta que él era el único que no aparecía en la superficie. Inmediatamente empezamos a buscarlo en todas direcciones: zambulléndonos una y otra vez, sin lograr encontrar señal alguna de Zolo. Al cabo de algunos minutos sólo pudimos observar un burbujeo intermitente que nos hizo llenarnos de miedo. A mi primo, dijimos convencidos, “se lo había tragado la Laguna Negra”.

Como pudimos llegamos a la orilla; y, después de reposar unos minutos, regresamos a nuestras casas, desconsolados y con el miedo y la ansiedad marcados en nuestros rostros.

Al llegar al barrio, sin pérdida de tiempo avisamos a los padres de mi primo, y ellos notificaron a las autoridades, las cuales, a su vez, pidieron auxilio a una unidad de rescate acuático en la ciudad más cercana. Esa misma tarde se inició la búsqueda con hombres rana (así les decíamos nosotros); sin embargo, no fue hasta hoy por la mañana que lo hallaron prácticamente clavado en el fango. 

Dicen que su cuerpo apenas sobresalía unos centímetros, por eso fue difícil encontrarlo.

La palomilla estuvo al pendiente, en todo momento, de las maniobras del grupo de rescate. Vimos cómo se esforzaron para llevar el cuerpo a la superficie. Al acercarse aquellos hombres con el cadáver, observamos el color metálico de su piel y las manchas sobre la cara y las manos. El cuerpo del finado no mostraba otras señales de descomposición: no despedía malos olores, a pesar de los varios días que estuvo sumergido en la Laguna Negra.

Yo no puedo entender qué sucedió en la muerte de Zolo. En este momento sólo sé que voy a extrañarlo mucho. Tal vez serán los lazos familiares, qué sé yo.

La noche ya avanzó hasta la madrugada. Estoy muy cansado. Mis párpados casi se cierran. Trato de avanzar hacia unos de las habitaciones; únicamente deseo descansar un poco, porque mañana, día del entierro, será también muy ajetreado. ¡Aaajuum! …una persistente pesantez hace que me mueva con dificultad.

*Cuentos del sótano III, Endora Ediciones

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