Al compás del viento

© Anna Reshetnikova

Alejandra González Martínez

–A la una, a las dos y a las tres…

El aire húmedo se filtra entre las cortinas de la recámara. Carmen arrulla a su hija… los pasos que escucha le anuncian el peligro, el hombre está parado en el umbral de la puerta, sus puños están crispados. Sabe que tienen que escapar, tan lejos que nada perturbe ese íntimo sosiego entre ambas. 

–¡Entiende, tienes que dármela! Antes de que vengan ellos –dice Ernesto, señalando por la ventana la mancha parduzca que se acerca hacia la casa.

–Un rato, sólo un ratito más. Deja dormir a nuestra hija, enseguida te la doy –le suplica la mujer, y piensa en la manera de escapar con su hija. –¿Por qué tienen que venir todos aquí?

–Porque así debe ser… porque quieren estar con nosotros.

–¡Pero ellos no saben! Diles… diles a todos que se larguen.

–No, entiende, tienes que dármela, tu mamá va a prepararla, le va a traer un vestido nuevo.

Carmen deposita el cuerpecito de la niña en la cama, se ende-reza con cuidado y levantando una esquina de la cortina asoma la cabeza. Las gotas que caen le despejan los sentidos. Al levantar la vista también ve al grupo que camina lentamente cruzando la ca-rretera, con su madre al frente.

–¡Nadie entiende! ¡Ni siquiera tú! Lo que pasó ayer, yo…

–Ya no te atormentes más, deja que tu madre y yo nos encarguemos.

–¡Es que ella tampoco sabe! Dile que si nos dormimos un rato… tal vez mañana podremos seguir jugando. ¿Qué no entiendes que estamos muy cansadas? 

La mujer salta instintivamente hacia la cama, apretujándose junto a su hija, su cuerpo se contrae en espasmos. Sabe que ese hombre que la mira con piedad, el mismo que unos años antes juró amarla y protegerla hasta la muerte, está por arrebatarle su único tesoro.

–¡Ya dámela! –grita el hombre, acercándose hacia la cama.

Escucha el lento crujir de la puerta, sus pies se levantan pesadamente de ese nido tibio y seguro. La madre de Carmen se desliza hasta la recámara y sonándose la nariz, bastan cuatro palabras para robarle el fino hilo de la cordura.

–¡Dame a la niña!

A través de la puerta entreabierta ve cuando recuesta a la pequeña en su nuevo lecho, percibe el olor de la cera quemada. La luz que se filtra por las ventanas de la casa, seguida de los truenos, le impiden escuchar los rezos.

Acerca el banco hacia la pared, el mismo en el que peinaba a su hija todas las mañanas, trepa sin dificultad hasta quedar sentada en el marco de la ventana. Las espinas de lluvia mojan sus pies desnudos, la animan a brincar fuera de la casa y sintiéndose libre, corre hacia el columpio que se balancea al compás del viento. Y sus recuerdos se evaden hasta ayer por la tarde, cuando jugaba con la niña, momentos antes del accidente.

–¡Más fuerte mamá, hasta el cielo!

–Sí mi nena, a la una, a las dos y a las tres…

*Cuentos del sótano III, Endora Ediciones

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