Temporada de cenizas

© Jeff McLane

José Roberto Cobos*

Escondidas entre las páginas oxidadas de libros antiguos existen historias no escritas por los mismos autores; eventos reales que viven en las fantasías, los cuales esperan ser descubierto un día; momentos cortos pero fundamentales en la vida de una persona.

Mi vida cambió cuando compré un libro usado, con hojas abandonadas por su anterior dueño que probablemente nunca fueron leídas, y sin embargo, estaban destinadas a mí. No fue el mensaje del autor lo que me impactó, sino lo que su anterior dueño ocultó entre las hojas de forma palpable.

Después de comprar el libro quise empezarlo de inmediato y, al abrirlo no esperaba que un separador cayera con elegancia al paso del aire. Una pequeña foto era lo que separaba el título “Temporada de Cenizas” del prólogo. Me sorprendí de este simple hecho; tomé la fotografía en la que se veía a tres personas.

Una de ellas era yo a los 2 años de edad; podía reconocer mis facciones. Los otros dos, un hombre y una mujer, no debían tener más de 17 años. ¿Por qué no podía recordar ese momento? Al parecer estábamos celebrado mi cumpleaños. El pastel tenía una vela con forma de dos, iluminada por una diminuta llama que luchaba contra la oscuridad.

–Mamá, ¿puedes venir un momento? –pregunté con un nudo en la garganta.

Cuando ella se acercó a mi habitación le mostré la fotografía. 

–¿Quiénes son ellos y por qué estoy yo ahí?

Al verla sus ojos se abrieron y frunció los labios por un instante; después escondió las expresiones entre la seriedad.

—Ése no eres tú –dijo con una sonrisa nerviosa.

—¡Claro que soy yo! –refuté– Me reconozco. Ése sin duda soy yo, pero no sé quiénes son ellos.

—Déjame verla de nuevo.

Mamá la estudió con calma hasta que dijo:

—¡Ah! Ya me acordé, ellos son sobrinos de tu tía Mónica. Estabas muy chico para recordarlos pero ellos se fueron a vivir a España a los pocos meses de esa fiesta. ¿Dónde has encontrado esta foto?

Mónica era su cuñada y de su familia no sabíamos mucho por lo que dejamos zanjado el tema… por el momento. Algo no me agradaba en los ojos temerosos de mi madre. Le dije que la foto apareció en el libro. También se sorprendió, como yo, por ello.

Volví a la librería para preguntar por el anterior dueño del libro, tal vez recordaran quién les había vendido el libro. El dueño se llamaba Jorge Bargandero; amigo literario y buen hombre. Siempre me atendía amablemente y recomendaba numerosos libros que nadie quería pero que se volvían parte de mí. Le comenté sobre la fotografía e incluso se la enseñé. A pesar de tener una edad aproximada a los 50, sus ojos ya no enfocaban como antes. Él, al igual que mi madre, hizo un gesto, fugaz y minúsculo, que trató de ocultar con la falsa ignorancia.

—No lo sé, pero me parece muy interesante que hayas encontrado esto.

—Lo sé, por eso acudí a usted. Tal vez usted podría decirme quién era el dueño anterior de este libro para preguntarle por qué tenía una foto de mi familia dentro.

—Vaya que eres curioso, pero me temo que no lo recuerdo. Lamento defraudarte.

Me entregó la foto y se marchó sin decirme más. Algo no cuadraba en todo aquello, no podía dejar el asunto así. Sabía que Bargandero guardaba sus contactos celosamente; un bibliófilo cuida bien de sus clientes pues son pocos las personas que aprecian los libros, al igual que joyas, como él. Rápidamente me acerqué al mostrador y robé la agenda que guardaba debajo de su saco. Cuando salí de ahí ya no me sentía yo mismo, le había quitado a un hombre honesto uno de sus tesoros, pero la verdad vale más que todo eso.

Ya en mi casa hojeé la agenda. Había pocos contactos en ella y por un momento pensé que sería imposible encontrar el nombre del anterior dueño entre todas las personas que alguna vez trataron con el vendedor de libros, pero mi alma retomó fuerzas cuando encontré, en las últimas hojas, listas con los libros que le habían vendido a Don Jorge. Tan sólo bastó buscar el título para encontrar al propietario del libro. Cuando lo leí no lo podía comprender. Se llamaba Víctor Martín Fernández.

Ese era mi nombre. 

Más aún, me percaté que entre sus contactos estaba el nombre de mi madre en una página referenciada como “Emergencias”. ¿Qué estaba ocurriendo ahí?

Llamé al número que tenían registrado. La primera vez estaba ocupado, la segunda nadie contestó, sin embargo a la tercera ocasión contestó una mujer.

—Buenas tardes, señora. ¿Podría comunicarme con el señor Martín, por favor?

—No se encuentra aquí ahora, ¿en qué puedo ayudarlo?

—Mire, hablo… –inventé una verdad a medias –de parte de la librería “Bargandero”. Quisiéramos preguntarle si no estaría interesado en comprar una colección de 5 tomos de la biblia. Tiene bellas imágenes y…

—Mire, señor por el momento no estamos interesados. No tenemos dinero para pagar algo así.

—Bueno, entonces podría visitarnos para mostrarle nuestras últimas obras.

¿Por qué estaba alargando esto? No había necesidad de mentir si quería continuar.

—Mire, señor. Ahora no es buen momento. Le agradezco su atención. Y colgó.

Mierda, pensé. La había regado por completo pero no me rendiría. Todavía no. Así que llevaría las cosas a otro nivel. Tenía su dirección así que una visita no les caería mal.

Su casa estaba muy distante de la mía. Incluso me perdí varias veces antes de encontrarla. Se ubicaba en una colonia ruidosa y poco segura, pero ahí estaba yo, parado frente a la puerta. Toqué el timbre y esperé a que abrieran.

—¿Quién es? –preguntó una voz femenina al otro lado de la puerta.

—Disculpe que la moleste pero –ve al grano, ve al grano, me ordené– …encontré esta fotografía suya en un libro que vendieron y …bueno, ¿podría decirme qué estoy haciendo yo con ustedes ahí?

Escuché como se quitaban los cerrojos y, de pronto, la voz que me recibió se convirtió en una mujer joven. La reconocí al instante. Era la joven que aparecía a mi lado, el tiempo no la cambió mucho a comparación de mí. Le tendí la foto.

—¿Podría explicarme usted qué relación tenemos? 

Ella tenía una expresión llena de perplejidad. Su boca y sus ojos estaban abiertos por completo. Repentinamente, me abrazó y sus ojos se llenaron en lágrimas.

—Señora, ¿qué está haciendo? –pregunté, tratando de quitármela de encima.

—¡Ay, Víctor, Víctor!… Yo soy tu verdadera madre –sollozó.

La garganta se me secó al instante.

—Te han mentido todo este tiempo, Víctor –dijo la mujer. Comenzó a calmarse después de una hora. Preparó unas tazas con té de manzanilla que nunca bebimos.

—No comprendo cómo puede suceder esto. He vivido con mi madre 17 años y ahora me dice que no es cierto, que usted es quien me trajo a la vida.

—Víctor, la foto que tienes es la prueba, tu rostro es la prueba. Mírame a los ojos y dime si no es cierto que hay un parecido entre tú y yo.

Tenía razón. Sus facciones eran idénticas a las mías si nos miraban con detenimiento.

—Ni siquiera sé su nombre –lancé.

—Daniela, me llamo Daniela Martín Fernández, y tu padre se llama igual que tú, Víctor Martín Fernández.

—Espera, tienen el mismo nombre.

—Sí, porque él es tu papá… y mi hermano.

—¿Qué? –grité, levantándome de mi lugar.

—Por favor, hijo, cálmate. No es tan malo como parece.

—¿Cómo puedes decir eso? ¡Escúchate! Tu hermano tuvo relaciones sexuales contigo. ¡Soy un engendro! ¡Un bastardo! No te creo, no te creo nada.

—Víctor, eso no es cierto. Nosotros te quisimos siempre, así es, pero tus abuelos son quienes nos separaron a todos. Nunca aceptaron la idea de que tu padre y yo tuviéramos una relación más profunda que como hermanos. Cuando descubrieron lo nuestro ya tenía dos meses de embarazo.

Tuvimos mucho miedo al comienzo por lo que dirían los demás. Apenas cumplíamos 18 años de edad cuando supimos lo que era enfrentarse al mundo real empezando por la familia. En vez de apoyarnos nos despreciaron, humillaron, desconocieron y finalmente abandonaron. Esa foto que encontraste fue el último cumpleaños que pasamos juntos porque al día siguiente mi madre tomó una decisión: separarnos de ti. Eso fue lo más infame que se le pudo ocurrir. Destruyó lo último que nos quedaba, y peor aún cuando decidió quitarnos la custodia sobre ti. Ella te cuidó todo este tiempo. Tal vez sea una madre con experiencia pero no es la tuya. Nunca los será.

—¿Pero tu padre qué hizo? –pregunté. No me atrevía a decir aún mi abuelo. 

—Él nunca corría riesgos. Siempre se basó en la decisión de su esposa. Cuando nos fuimos de la casa vendimos lo poco que teníamos para tener un poco más de dinero. Estábamos furiosos con 

ellos por su inhumanidad. Los obligamos a comprarnos lo que tanto trabajo nos costó y entre ellas estaban nuestros libros. Tal vez eso era lo que más valorábamos. ¿Ahora entiendes por qué el señor Bargandero te trataba tan bien? Creía que con los libros podría recuperarnos alguna vez, y pienso que ya se perdonó a sí mismo por lo que hizo en el pasado. Él es tu abuelo, Víctor. No le guardes rencor, la gente cambia con el tiempo y mi padre es un buen hombre.

La cabeza me daba vueltas. Escuchar la verdad era más doloroso que cien huesos rotos. Me asfixiaba cada palabra que escuchaba. No podía seguir en ese lugar.

—¡No! Está mintiendo. No le creo nada.

—Entiéndelo, hijo. Yo sé que es difícil pero todo es cierto. ¿Qué ganaría yo con decirte todo esto si fuera falso?

Tomé la taza de té hirviente y la arrojé al suelo. El envase se quebró al igual que yo en mil pedazos en un instante y salí corriendo de aquella casa. Huía de la verdad pero siempre me hallaría fuera a donde fuera, no la sacaría de mi cabeza nunca.

Todo era verdad. Lo sabía desde antes. Las dudas de mis abuelos, sus errores; la fotografía, la prueba infalible de mi pasado; la historia de mi verdadera madre, la cadena que unió todo.

Regresé a mi casa en donde busqué entre las cosas de mi supuesta abuela alguna otra prueba. Debía estar seguro de todo. Mi vida cambiaría para bien o para mal ese día, y no pararía hasta destrozarme por completo el corazón.

Justo en su armario, en una caja oculta entre la oscuridad de aquél, al fondo de todos los zapatos que tenía, estaban las pruebas. Ella nunca pudo dejar ese pasado que la atormentaba, un secreto que nos perseguía a todos. Hallé más fotografías en donde estábamos todos como una verdadera familia. ¿No entiendo por qué quisieron romper lo único que teníamos? Pudimos tener una vida normal. También hallé un acta de divorcio de mis abuelos, los papeles por mi custodia; todo estaba comprado pues ellos tenían el dinero y esa fue la diferencia.

Mis padres no vivían en esa casa. Estaban allá afuera.

Pero, ¿por qué nunca me visitaron? Mis abuelos siempre cuidaron de mí. ¿Qué se suponía que debía hacer? Todo puede ser destruido pero sus cenizas; siempre estarán ahí preparadas para recordarnos que algunos lazos nunca serán rotos.

Regresé a mi cuarto a preparar una maleta con mis cosas. Tenía mucho que platicar con mi familia. Tomé el teléfono y llamé de nuevo a mi madre. Esta vez contestó un hombre. Mi padre.

Él ya estaba enterado de la situación.

—¿Papá… podrían venir por mí? –pregunté, sollozando.

—Claro, como tú quieras –dijo amablemente– Vamos ahora mismo.

También llamé al señor Bargandero. Le comenté que tenía su agenda por equivocación y que podía pasar a recogerla en mi casa. Él aceptó muy aliviado por ello.

Colgué y esperé a que llegaran. Estarían aquí a la misma hora que mi abuela. Quería que todos estuvieran presentes. Ellos decidieron antes, ahora yo elegiría con quien vivir.

Sobre mi cama estaba el libro que le compré a mi abuelo. No me atreví a abrirlo por temor a que hubiera otro secreto oculto en él.

Cuando uno encuentra un buen libro ya te fastidió la vida porque te cambia por completo. Hasta hoy Temporada de Cenizas es lo mejor o peor que me pudo haber pasado.

Y aún no lo he leído.

*Cuentos del sótano III