Aztecatl Tecolote

Jesús Hernández López*

Aztecatl, un indio cora, atendía su pequeña milpa ubicada en lo alto de una montaña de la Sierra Madre. Quería dejar todo en orden, y así su partida sería sin pendientes. Cortaba la hierba mala desde la raíz, removía con una coa la tierra asentada, y hacia surcos aquí y allá para que el agua de un pequeño arroyo cercano fluyera alimentando su siembra.

Después arregló un pequeño morral donde puso algunos enseres personales. Y así, ligero y libre, caminó con paso firme y constante, siguiendo pequeñas veredas hasta llegar a un paraje en lo alto de la sierra montañosa cerca de San Andrés Cohamiata; allí se encontraba su maestro Pedro Tlalapa.

Su maestro, lleno de conocimientos y que poco a poco los compartía con Aztecatl, era un anciano de rostro arrugado, pelo escaso y totalmente cano; bigote y unos cuantos brotes de barba también blancos. Caminaba cotidianamente seguro y firme por los rumbos de la montaña. Lo sorprendente de Tlalapa era que desde hacía ya muchos años conservaba su imagen; un eterno viejito.

La gente lo conocía y respetaba lo extraño de su vida. Siempre vivía solo, aunque tenía constantes visitas. Al mirarlo de cerca su sonrisa ligera imponía; sus arrugas expresaban una tranquilidad prodigiosa; su mirada con ojos limpios y brillantes denotaban una gran sapiencia, además de buena salud; de pocas palabras era su conversación con los demás.

A los mestizos les daba miedo su presencia, decían que era un nahual. Con los indios era diferente. A los enfermos los ayudaba a sanar, daba consejos para los que tenían problemas, y a algunos, pocos y seleccionados por él, les trasmitía infinidad de conocimientos ancestrales.

Aztecatl es uno de esos pocos elegidos, y ahora llegaba a la casa de Tlalapa. Lo encontró abstraído, sentado en el piso seleccionando yerbas secas; parecía que platicaba con ellas. Prudente, no lo interrumpió, aunque él se dio cuenta que había llegado, no dejo su intimidad con las yerbas. 

Desde su llegada Aztecatl había notado que dentro estaba Josefina preparando comida. Ella era otra discípula que asistiría al ritual. La saludó con la mirada, y se sentó a esperar. Cuando el viejo maestro entró lo saludó:

– ¿Estás listo Aztecatl?

Poniendo paternalmente la mano en el hombro agregó. 

– Hoy es tu momento.

– Sí . . . he estado viendo la luna y sé que esta noche podré esperar la guía de los espíritus.

Mirándolo fijamente, Tlalapa le dijo:

– Tú confía, eres íntegro, no tendrás más que seguir tu conciencia y la guía llegará; sé paciente. – El viejo cambió el tema.–  Vendrán Toño, Nanacatl, Juan, María, y Josefina que ya está por allí.

Aztecatl se acercó al fuego donde Josefina preparaba tortillas, y compartieron alimentos. Poco a poco fueron llegando los demás indígenas; ya en la noche estaban todos los esperados.

A una indicación de Pedro Tlalapa salieron todos a un pequeño descampado cercano a la casa. Se sentaron formando un círculo irregular. El viejo sacó de un morralito de yute un compuesto de yerbas, lo vacío a un recipiente de madera y con un tejolote lo molió cuidadosamente. 

Mientras tanto Aztecatl contemplaba. La luna alumbraba la noche y le daba un aspecto místico al ambiente. Toño arrimó hojarasca y unos leños de diferentes tamaños para armar una fogata, a un lado del círculo de los reunidos, que sentados en el suelo permanecían atentos.

Tlalapa sacó de una bolsa de cuero pipas para cada uno de sus discípulos. Éstas, elaboradas con olotes del maíz, y una caña hueca, eran llenadas con el preparado de hierbas. Con una varita que tomó de la fogata fue encendiendo una a una las pipas, al tiempo que las repartía; de cada una salía un humo cargado, que se esparcía lentamente.

Aztecatl aspiró disfrutando de su pipa. El humo que se comenzaba a esparcir lo abanicada hacia su rostro; parecía que éste se diluía en su cara. Él sabía que su alma se desprendería del cuerpo y compenetraba con el humo; iniciaría un viaje. Era probable que se le apareciera la guía de su destino y le indicaría el inicio de una forma diferente de ver el mundo. Si no armonizaba, era consciente de que el viaje podría ser dañino, o en el mejor de los casos insignificante.

Al día siguiente Aztecatl le relataba a Pedro Tlalapa su experiencia:

“Absorbí el humo cinco o seis veces, antes de que mi percepción cambiara, allí donde los sentidos entran a un mundo diferente. Comencé a sentirme ligero. Sentí el impulso de correr y así lo hice, además salté sobre los obstáculos que se me presentaban con una sorprendente agilidad; no me detuve hasta que frente a mí se apareció un tecolote, diferente a los conocidos, con tenía plumas de colores brillantes que se percibían claramente en la noche. Allí estaba el tecolote de plumas brillantes. De repente comenzó a salir de sus ojos unos rayos de luz que se regaban por todo el campo. No podía dejar de mirar el hermoso animal. Lo impactante vino cuando él me miró, como si me estuviera esperando. Los rayos desprendidos de sus ojos me penetraron; entraron por mi ombligo y luego invadieron todo mi cuerpo.”

Tlalapa atendía con sorpresa y sin interrumpir. Aztecatl continuó su relato: 

“De nuevo cambio mi horizonte. Busqué a mí alrededor y noté que una flor desprendía bolitas de colores. La hierba del campo parecía ondularse como si fuera el mar. Una piedra en lo alto de la montaña giraba escupiendo luces de muchos colores. Apareció el tecolote delante de mí, todo lo demás enseguida palideció. Voló y fue a posarse a lo lejos en un árbol. En ese momento me di cuenta que podía seguirlo, así que volé al mismo árbol siguiendo la ruta que el tecolote había seguido. ¡Yo también era un tecolote! Me quedé parado en la rama de un árbol, desde donde podía dirigir la mirada al frente, a los lados, incluso podía girar completamente la cabeza para mirar atrás. Así estaba cuando el tecolote guía empezó a ulular; era un sonido grave, con eco, como nacido en el inframundo. Centré mi atención en el tecolote, que se lanzó a volar muy alto. Yo lo seguí. Me llevó a la salida de una ranchería y pude ver a varios hombres embriagándose en el patio de una choza. Todos desprendían luces resplandecientes en diferentes tonos e intensidades; como nubes de colores deambulando en el cielo. Había un hombre en especial cuya nube de color era muy tenue, además de despedir un olor intenso y desagradable que penetraba y lastimaba mis sentidos. Busqué a mi guía, pero ya no estaba.”

La mirada de Pedro Tlalapa era de alegría al escuchar el relato de su alumno, Aztecatl continuó: 

“Volé a un árbol cercano al hombre de la nube tenue, pero ya el olor se hacía insoportable. Tratando de deshacerme del agobio y la sofocación comencé a ulular. Al hacerlo, además de sentir alivio llamé la atención de los pocos humanos que transitaban debajo de mí; al escucharme corrieron despavoridos en diferentes direcciones. Volé en círculo sobre la ranchería. De pronto, de una choza salió un hombre perseguido por una mujer que machete en mano acertó un certero golpe en el cuello del fugitivo, haciendo que cayera regando sangre por todos lados. Al pararme en un árbol pude ver mejor la escena. Reconocí en el cuerpo ya sin vida, a aquel hombre de la nube tenue y de olor nauseabundo. Allí tirado en el suelo el hombre dejó de desprender el olor maldito y su nube de color se disipó.”

Miró Aztecatl con emoción a su maestro Tlalapa, mientras terminaba su relato: 

“Con una nueva sensación, y ya sin el olor pestilente comencé a volar hasta aquí. Al llegar observé por última vez al tecolote, luego empecé a ver todo obscuro. Desperté y estaba acostado, cerca de las cenizas de la fogata. Ya era de día. El sol me pegaba en la cara, tallé mis ojos y me incorporé.”

La pareja maestro-alumno, entró a la casa, el viejo tomó de la mesa un jarro de barro con una bebida de yerbas, se la dio a Aztecatl, y con aplomo le dijo:

– Sin duda, Aztecatl, tu nahual es el tecolote. 

*Cuentos del sótano III