Bosque oscuro

© Fernando Falcone

Fernando Macías*

Soy guardabosque, y junto a federales estoy haciendo un operativo en busca de talamontes. 

Hemos estado peinando el lugar desde hace horas y no hay rastros de ellos. Lo más probable es que yo tenga que pasar la noche en este lugar. Siento un escalofrío que atraviesa mi espina dorsal; a pesar que llevo años en este trabajo nunca me he acostumbrado a pasar la noche en medio del bosque.

Con la noche avanzada encuentro el aserradero clandestino vacío. Pienso que, como en la mayoría de los operativos, hay un traidor que da el pitazo. Al recorrer el lugar veo que la huída ha sido precipitada, las herramientas, hachas y moto sierras, estaban aún allí. Incluso, hay un grupo de mulas a medio cargar con madera. Todo resulta ilógico; por lo general cuando suceden cosas similares, se llevan la herramienta y no dejan abandonadas a las mulas.

Llamo a mis compañeros por radio para dar las coordenadas donde me encuentro. Me responden que me quede ahí, ellos llegarán hasta el amanecer.

Trato de ponerme cómodo. Voy a un cuartucho de cartón donde la escena no es diferente. Sobre una mesa improvisada de  troncos está servida la cena de alguien. Pruebo los alimentos, para comprobar que su estado es optimo, ¡es un regalo caído del cielo! Mi estómago está vacío desde hace horas. Recojo leña desperdigada por el lugar y enciendo una fogata para calentar mi helado cuerpo y el pequeño festín. 

Tras comer mi cuerpo me exige dormir. Con esfuerzo sobrehumano me mantengo despierto; no sé si los talamontes regresarán y no quiero encontrarme en desventaja. Doy un suspiro en la oscuridad, sólo es cuestión de esperar a que lleguen los refuerzos. 

Se está asomando el alba, pero nadie llega. Muchas ocasiones he estado en las mismas circunstancias y nunca he sentido el miedo escurrirse por mi cuerpo; realmente no sé qué origina este temor. Decido salir a dar una vuelta por el aserradero para tranquilizar mis nervios.

Con la poca luz que se cuela entre las negras nubes, veo un espectáculo que resulta desolador. El silencio lo es todo. Ningún animal del bosque parece querer salir de su refugio nocturno; incluso, las mulas parecen ausentes. Eso me aterra y regreso al cuartucho. Mientras camino, alzo la mirada hacía las copas de los árboles. La imagen me deja helado. Cual esferas que adornan árboles de navidad, están colgados de los pies lo que parece ser personas. Ese espectáculo macabro me deja sin aliento. Trato de tranquilizarme, quiero hacerme a la idea que son muñecos de cartón y los pusieron tal vez cómo parte de un ritual; cuando observo a través de los prismáticos confirmo que no lo son. 

Es escalofriante la escena. He escuchado un sinfín de historias, pero ninguna de ellas se asemejaba a lo que mis ojos ven.

Lo único que me resta por hacer es comunicarme con los demás para dar la novedad; sin embargo, mis intentos son en vano, lo único que se escucha a través del radio es estática. 

Ante mis intentos nulos de comunicarme, mato el tiempo tratando de descifrar el misterio de cómo los colgaron, pues no se ven sogas cercanas;. Trato de quitarme de la cabeza el asunto de los cuerpos; lo mío, es sólo esperar.

Nuevamente intento comunicarme con los demás, pero la estática sigue ahí. Nunca antes en mi vida me he sentido tan solo. Trato de tranquilizarme pensando que alguien llegará en cualquier momento. 

Como sin hambre el resto de lo que queda, en un esfuerzo vano de calmar mi ansiedad. 

Desde que estaba comiendo sentí una presencia extraña, como si alguien me vigilara. En esta zona abundan los pumas y por momentos pensé que tal vez uno de ellos me estaba vigilando; por precaución me quedó dentro del cuartucho. El almorzar me produce mucha pesadez y no puedo evitar quedarme dormido. En sueños me siento acechado.

No sé por cuánto tiempo dormí. Mas mi sueño fue interrumpido por el sonido de las hojarascas al crujir. Me enderezo pensando que alguno de mis compañeros ha llegado. Miro, no hay nadie. A pesar de ello, desconfío de los ojos, sé que alguien me vigila y quito el seguro del rifle. Tal vez los talamontes han regresado. 

Espero, espero y sigo esperando a que algo suceda; sin embargo, nada sucede.

Mi miedo crece, a pesar de ello salgo de la casucha con el arma lista para disparar a cualquier amenaza. El cielo está cada vez más plomizo, parece que es más tarde de lo que en realidad es. Trato de ver aunque sea una sombra para saber que por lo menos hay alguien o algo. No obstante, nada se observa. Bajo el arma. Al parecer mis nervios me están traicionando. 

Lanzo un suspiro mientras relajo los músculos y trato de tranquilizarme; no obstante no lo consigo. Al contrario, mis nervios se crispan al máximo al ser desgarrados los oídos por el relincho de las mulas. De sus gargantas sale el grito de muerte, algo las está atacando. Corro con el rifle en posición de ataque. Camino con prisa y cuidado; indago cualquier rincón que hay hasta llegar donde estaban. Sólo veo cómo las hojas de los arbustos se mueven con agresividad. Alguien ha emprendido la huida desesperada, junto con las mulas. En el lugar hay sangre, mucha sangre. 

El terror crece, mi corazón golpea con furia dentro mi pecho, todo mi cuerpo suda frío. Escucho pasos detrás de mí, doy la vuelta y veo una sombra que se oculta entre unos matorrales. No lo pienso y disparo. Las hojas de estos se agitan al paso de las balas. 

Con cautela me acerco. Observo las hojas en busca de rastros de sangre. No las hay. Me repito que no hay nada de qué temer. Pero es difícil de aceptar esa idea; las mulas no pudieron desvanecerse por sí solas. La incertidumbre se vuelve una agonía. Cambio el cargador del rifle. Sé que hay algo que me espía y a cualquier descuido aprovechará para matarme. 

Regreso a donde estaban las mulas en busca de huellas. ¡Lo que veo es imposible! Ya no está la sangre, tampoco hay huellas, es como si nunca hubieran estado ahí. 

Mi vida corre peligro, llamo nuevamente para pedir ayuda. Mas la maldita estática sigue ahí. Estoy solo y empiezo a sospechar que nadie vendrá. 

Vuelvo al cuartucho, a pesar que sé que no me brindará demasiada ayuda. Lo que esté allá afuera es más fuerte que la enclenque choza. 

Las horas pasan sin que nada suceda. Todos los intentos por comunicarme con alguien, quien sea, han sido un fracaso. Mis ojos escrutan hasta donde el campo de visión me permite observar; todo parece tranquilo. El hambre me atenaza, por lo que decido salir del refugio. El frío se vuelve a sentir, mas trato de ignorarlo; en este momento lo único que importa es comer. Me interno un poco en el bosque en busca de frutos silvestres o retoños de helecho para calmar un poco el hambre. Lo que consigo no es bueno; sin embargo, me tengo que conformar. 

Mi comida es interrumpida por el sonido de las hojarascas y las ramas al crujir, rezo porque sea alguien, no importa si se trata de algún talamontes. Y grito con toda potencia. 

—¿Quién vive? 

La respuesta que espero nunca llega.

El silencio es roto, el bosque recobra vida, pero de una manera inusual. Los sonidos de los animales son como esquizofrénicos, y siento que millones de ojos me observan. Quiero escapar; ¿pero a donde? Todo el bosque se ha vuelto contra mí. Cientos de sombras me rodean, vigilando cada movimiento que hago. Tomo el rifle y empiezo a disparar a todos lados, las alimañas de este bosque maldito, hacen cada vez ruidos más ensordecedores. Su grito de guerra castiga los oídos y taladran el cerebro. 

Ya sin balas que me protejan, corro; corro cómo nunca antes había corrido. Los pasos que doy son erráticos, no puedo correr derecho. Caigo muchas veces; me levanto y sigo en mí huída. No puedo más. Las vísceras de mi cuerpo parecen que van a explotar. Casi pierdo la conciencia y mi mente empieza a alucinar. Parece que los árboles se mueven y uno de ellos me toma por los pies. Desconozco si esto es real o imaginario. Estoy exhausto. Sólo siento como voy ganando altura. 

Creo que estoy a veinte metros del piso y veo un ejército de insectos acercarse. Me envuelven todo el cuerpo; creo que son millones de bichos los que están alrededor. Sus diminutas patas hacen cosquilleo en mi piel. Una vez que estoy cubierto por completo, los bichos empiezan a mover sus cuerpos de manera uniforme. La temperatura sube cada vez más; mi cuerpo empieza a deshidratarse. El aire no llega a mí y no puedo respirar, la sensación es muy similar a estar en un horno. 

Después de unos minutos… mi muerte llega.

* Cuentos del sótano III

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