Robo y maldad

© Murillo

Franck Fernández

El robo es un acto muy feo, pero si a eso se le agrega la maldad la cosa empeora. Hoy les quiero hablar de un caso muy sonado en Francia en los años 80, un asunto de justicia que, si tuvo tanta publicidad, fue por el hecho de que implicaba, por una parte, a una señora extremadamente rica y, por la otra, a importantes abogados con acceso directo al gobierno del entonces presidente François Mitterand y al mismísimo museo del Louvre. La palabra Canson no significa nada para aquellos que no están relacionados con el mundo de la papelería, de los cartones ni de los pintores. De hecho, este nombre es conocido entre los pintores porque, desde el siglo XVI, la familia de Canson fabrica en la región francesa de Ardeche papel, cartón y cartulina de muy alta calidad. La cartulina es muy apreciada por los artistas para hacer dibujos al pastel y al carbón.

El señor Jacques Barou de la Lombardière de Canson había puesto en administración sus fábricas para dedicarse a lo que a él le gustaba, coleccionar y negociar obras de arte. La fortuna de la familia era inmensa y, desde su palacete de los Campos Elíseos, el señor Jacques dirige su imperio. En 1906 nació su primera hija, Jeanne, y en 1910 nació la segunda, Suzanne. A los 18 años, Suzanne se casó con un primo y poco después huyó con la ama de llaves de la casa porque sí, a Suzanne no le gustaban los hombres. Por muy abiertos de mente que fueron los parisinos en los años 20 fue alejada de la familia por su preferencia, tanto más que, en definitiva, con quién había huido no era nada más que el ama de llaves.

Los contactos entre Jacques y Suzanne continuaron siendo estrechos hasta el fallecimiento del padre en 1958. Suzanne heredó todas las obras de arte que el padre tenía más la coqueta suma de 300 000 francos franceses. Y la colección de cuadros y objetos de arte era grande con piezas muy prestigiosas: Fragonard, Wateau, Latour, Tiziano, Rembrandt y la joya de la corona, un retrato de dos metros de altura obra del sevillano Bartolomé Esteban Murillo titulado Retrato de Gentilhombre de Sevilla. Eso sin contar con una gran cantidad de hermosas piezas de plata, oro, esculturas y porcelanas. Suzanne y su pareja vivían fastuosamente de hotel en hotel entre la Riviera francesa y el lago de Constanza en Suiza hasta que, a la edad de 70 años, la antigua ama de llaves decidió separarse de Suzanne. Claro, se llevó con ella una buena parte de las joyas, un Watteau y un Fragonard. A Suiza se dirigió esta señora con las piezas robadas y es a través de un abogado, el señor Robert Boissonnet, que Suzanne logra recuperar al menos los cuadros. A partir de ese momento para Suzanne el señor Boissonnet es un héroe.

Todo el escándalo comienza cuando en abril del año 87 su hermana, Jeanne, es advertida por un amigo en común con su hermana, un anticuario de Ginebra, de la muerte de Suzanne y que, en un catálogo de ventas de la filial ginebrina de Christie’s, aparecía el famoso cuadro de Murillo y del que Suzanne nunca se hubiera separado. Lo terrible es que el cuadro aparecía catalogado como una antigua posesión de la señora Jeanne Chapui. De inmediato la hermana informa a la policía. El asunto llega a manos del juez de instrucción señor Bertrand de la ciudad de Tolón que era, por demás, amante del arte. Este asunto lo sacaría un poco de las cuestiones de tráfico de drogas y robo a mano armada. El inconveniente era que el primer contacto con el que debía hablar no se encontraba en territorio francés y no tenía ninguna obligación de declarar ante la policía francesa era el anticuario de Ginebra. Se le invita a cruzar el lago de Lemán para presentarse ante la policía del lado francés en la ciudad francesa de Evian y allí el anticuario declara que el Murillo, junto con otros cuadros, los tenía en su posesión con la orden de Suzanne de venderlos hasta que un buen día se presentó Suzanne acompañada de un hombre y una mujer. Grande fue la sorpresa del anticuario al ver a una Suzanne irreconocible: una mujer extremadamente elegante, siempre muy bien maquillada y peinada, muy segura de sí, incluso altiva, se presenta mal vestida, despeinada, con un bigote que comenzaba a aflorar y como que ausente, como fuera de la realidad.

Al preguntar los policías al anticuario quiénes eran esas personas declaró que era el abogado Boissonnet y Joëlle Penel. No queriendo hacer olas, el juez de instrucción pidió que se investigara un poco sobre estos dos personajes. Primero encontraron la casa de la Sra. Penel. Los vecinos de la Sra. Penel fueron muy explícitos al decir que a la casa donde vivían las dos mujeres, a saber, Joëlle y Suzanne, no entraba nadie, que las ventanas siempre estaban cerradas y que se oían con cierta frecuencia gritos de una mujer. Cuando los vecinos le preguntaban a Joëlle quién era la anciana que allí vivía decía que era una tía loca que ella atendía por caridad. Tres empleadas de servicio que pasaron por la casa también fueron interrogadas y explicaron que la señora Suzanne estaba encerrada en una habitación de la que Joëlle había incluso retirado el pomo de la puerta. La única bombilla de luz se había retirado para “ahorrar electricidad”. En la habitación no había muebles, solo un colchón en el piso, las ventanas clausuradas. Contaban que cuando Joëlle bañaba a Suzanne lo hacía con jabón de lavar y la secaba con un trapo de piso. Las empleadas también dijeron que la señora solo comía un poco de yogurt y galletas y que, en ocasiones, la habían visto comer sus propios excrementos. Al preguntar la policía por qué no habían hecho la denuncia se excusaron diciendo que trabajaban sin ser declaradas. Una de ellas había hecho la denuncia a la asistencia social de la localidad sin que se hubiera hecho nada.

Los vecinos sí decían que el único visitante era el Sr. Boissonnet, el abogado. Joëlle Penel había sido su antigua secretaria y, sabiendo las preferencias de Suzanne, Joëlle se prestó al juego lésbico. En el pasado, Joëlle había sido Miss Tolón, había tenido un bar barato en el puerto de la ciudad, se hacía pasar por pintora, aunque de muy mala calidad, y ya había tenido problemas con la justicia por querer vender falsos Balthus, Mirot y Chagal que ella misma había mal pintado. Una perla. Todo esto lo logró averiguar el juez Bertrand sin molestar a los dos sospechosos.

Lo que quería saber el juez Bertrand era por qué el Louvre había pasado por encima de Christie’s en la venta del Murillo y lo había comprado por 5 millones de francos, en la época casi 110 000 dólares, a un notario de la ciudad de Ginebra, a menos de la mitad que el cuadro salía a puja en el famoso establecimiento. Allí se supo que el notario era el que había despachado los asuntos de la herencia de una tal Jeanne Chapuis, que no era otra que la abuela de Joëlle. Ya con toda esta información, se dio la orden de allanar la casa de Joëlle y también la casa y el gabinete del abogado Boissonnet. Al llegar al apartamento de Joëlle se dieron cuenta de que aquello era un verdadero desastre, una inmensa cantidad de documentos tirados por todas partes, incluso en el piso. Había demasiado que leer y estudiar, por lo que decidieron recoger toda la documentación y llevársela a la gendarmería.

Pero la cosa prometía ser mucho más compleja. Si bien la obra más prestigiosa era el cuadro de Murillo faltaban muchos otros cuadros. Con mucha dificultad encontraron a una señora que había trabajado como secretaria para Joëlle durante seis meses inventariando las propiedades de Suzanne. La secretaria estaba muy descontenta con Joëlle porque, a pesar de haber trabajado 6 meses, nunca la había pagado y no tenía prestaciones de ley. Era evidente para el juez que todo este asunto era demasiado gordo para haber sido tramado exclusivamente por Joëlle. Fue la secretaria la que soltó la bomba. Manifestó que era el abogado Paul Lombard el que la había ayudado a situar todas las obras de las que había sido desposeída Suzanne. Paul Lombard era lo más prestigioso de los abogados de Francia, conocido por casos muy sonados, con gabinete muy reconocido en la ciudad de Marsella.

En el pasado, Paul Lombard, ya había trabajado en la herencia de Picasso y era conocedor en cuestiones judiciales relacionadas con el arte. Masón y amigo de casi todos los miembros del gabinete del presidente Mitterrand quién personalmente, días antes, le había entregado la Legión de Honor, alta distinción de la República francesa. Lombard alegaba que había actuado de buena fe y que nunca había dudado de que el Murillo perteneciera a Joëlle Penel. Se descubrió que, por servir de intermediario, saltándose a Christie’s, había recibido del Louvre la coqueta suma de 400 000 €. La prensa, sedienta de este tipo de asuntos, pronto sacó documentos comprometedores contra el abogado Lombard. Publicó un documento escrito de puño y letra del abogado Lombard en la que aparecía la lista de las propiedades de Suzanne y en la que aparecía el famoso Murillo.

El pescado era demasiado grande. No se pudo inculpar al abogado Lombard. Fue exonerado, acusado pero libre. Pero la cosa no había terminado ahí. ¿Cómo es que el Louvre pudo comprar un cuadro que se sabía pertinentemente pertenecía a Suzanne Canson, que aparecía de buenas a primeras en manos de un notario de Ginebra y que se compraba por un precio irrisorio? Por demás, había violación de la ley francesa. Ningún cuadro, y menos los de esta naturaleza, pueden salir del territorio nacional sin informar a las autoridades competentes. Pierre Rosenberg, director de pinturas antiguas del Louvre, alegada que él no estaba al tanto de que ese cuadro perteneciera a Suzanne Canson. Falso, entre la enormidad de documentos que encontraron en el apartamento de Joëlle, apareció una carta de pocos años antes del Louvre firmada por el propio señor Pierre Rosenberg proponiéndole a Suzanne comprar el Retrato de Gentilhombre de Sevilla.

Ya no podía alegar el señor Rosenberg que él no estaba al tanto de que ese cuadro pertenecía a Suzanne y no a la señora Chapuis. Había mentido a la justicia. Al juez Bertrand, demasiado inquisidor en este caso, lo nombran juez de instrucción en la ciudad de Lille, una “promoción” para sacarlo del medio. Ya al pobre juez no podía más con las presiones que recibía de todas partes y 5 días antes de abandonar su supuesto del pequeño puerto de Tolón, Joëlle Penel confiesa que los documentos con los que se pasaban las propiedades de Suzanne a ella eran falsos, confiesa que había maltratado a la pobre vieja para sacarle todas sus propiedades y acusa directamente al abogado Paul Lombard como el cerebro de toda la operación. Pero ya al señor Bertrand tenía que irse a Lille y en su puesto es nombrado al decano de los magistrados de Tolón, más diplomático, más conciliador en este asunto.

Como el nuevo juez no considera que hay pruebas suficientes contra Pierre Rosenberg, director de obras antiguas del Louvre, ni contra Paul Lombard abogado y amigo de casi todos los miembros del gobierno, los convoca ante los tribunales solo en calidad de testigos. Finalmente, el juicio termina en 1991 en el que, naturalmente, salen absueltos los dos anteriores personajes haciendo recaer toda la culpa sobre Joëlle Penel y el señor Boissonnet. Joëlle es condenada a 13 años de prisión y el señor Boissonnet a 4. Lombard, que estaba predestinado a ser ministro de justicia e incluso miembro de la Academia de Francia, no pudo obtener ninguno de estos dos cargos, ese fue su único castigo. En cuanto al Louvre, el hijo de Jeanne Canson verdadero heredero de Suzanne al ser su sobrino, continúa su lucha contra el museo

Si quiere ver al Retrato del Gentilhombre Sevillano mirándole con extrañeza, ajeno a todo la algarabía que se formó por su culpa, lo podrá visitar en el famoso museo de la capital francesa allí descansa al lado de otros maestros de la pintura española. No lo dé más vueltas. Sí, en todas partes cuecen habas, incluso en Francia.

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