Sor Gratia y el milagro apícola

© Fernand l’Olivier Allar

Iván Medina Castro*

Me and my clan against the world;

Me and my family against my clan;

Me and my brother against my family;

Me against my brother.

Somali proverb

There are no devils in Hell. 

They are all in Rwanda.

A Roman Catholic missionary, 

quoted in Time, 16 May 1994 

El mismo mes en fundarse el Frente Patriótico Ruandés por antagonistas del general Habyarimana, la casa de las religiosas “Sagrado Corazón de Jesús” dio la bienvenida a sor Gratia, monja benedictina que, apegada a los preceptos de humildad y sacrificio, dejaría su ciudad natal, Padua, para ayudar con sus conocimientos de apicultura y profunda espiritualidad, a paliar la desnutrición existente en nuestro orfanato ubicado en el poblado de Rukara, al este de Ruanda. En ese momento, nadie podía vaticinar que años después, bajo la cabalgadura de los jinetes del apocalipsis, el país de las mil colinas se sumergiría en una densa niebla capaz de enmudecer al mundo, fúnebre en su grávido silencio. 

Sor Gratia era una mujer firme y visionaria, capaz de cumplir con su prometido. Luego de instaurar un extenso apiario y explotar sus derivados, la retribución económica y alimenticia del monasterio aumentó considerablemente, permitiendo con ello brindar una mejor atención a nuestros infantes, y con la grey hacinada día tras día en el umbral de la capilla, a combatir su pobreza endémica. A pesar de las bondades de sor Gratia, había dos aspectos intrigantes en su vida: un voto de silencio, y un culto férreo a dos doctores de la iglesia desconocidos para todas las religiosas, incluso hasta para la madre superiora. Estos eran: San Ambrosio de Milán y San Bernardo de Claraval. Pero era tanto el cariño de las hermanas proferido hacia sor Gratia, que ni siquiera la priora dio mayor importancia a la aparición repentina en las paredes del orfelinato, de iconografía hierática con la representación de uno y otro bienaventurado, pues ella se excusaba aseverando: “Todo hombre de fe canonizado, es parte de la sagrada familia”.

Si bien el sigilo en un principio parecía entorpecer la organización apícola -por cierto, sor Gratia se empeñó contraria a toda propuesta en bautizar al apiario con el nombre de San Ambrosio-, en pocos meses bajo una enseñanza empírica y muchos piquetes, aprendimos con maestría a producir bastidores, alzas, atender a las abejas y extraer suficiente miel, jalea real, polen y propóleos para el consumo interno, donación, así como para comercializar en el mercado de la capital, Kigali. En relación con la cera obtenida, fundamos una pequeña fábrica de cirios y velas tan próspera que logramos vender el excedente a otros conventos. A la factoría, sor Gratia la denominó San Bernardo. A razón de ello, nos llamó la atención la persistencia de bautizar todo lo referente a las abejas con sus santidades, por lo tanto, nos dimos a la tarea de investigar los atributos de aquellos seres beatificados. ¡Lo encontrado fue revelador, ambos santos son patronos de los apicultores!

A los pocos años de nuestra próspera empresa, el régimen iniciaría un holocausto de baja intensidad contra la población tutsi y hutu moderada que la comunidad internacional prefirió ignorar. 

Nuestra casa de expósitos, ajena a cualquier involucramiento político, continuó operando junto con su templo, sin embargo, al paso de los días la destilación de sangre de los cuerpos sin piel apilados en exuberantes montículos, era el vestigio diario en los empedrados arriates de crueldad y abandono, del desamparo infinito. 

En los meses siguientes, una vez introducido el mandato a portar el carné étnico -recuerdos del pasado-, permitió al terror apoderarse por completo de los lugares públicos: plazas, parques, escuelas. En todo sitio se transmitía con potentes bocinas la estación de Radio Télévision Libres des Mille Collines, con su difusión cada vez más explícita de odio étnico capaz de sofocar el resuello: “Vamos hermano hutu, empuña el machete y tiñe con sangre las rocas cubiertas de musgo, nutre de vida nuestros ancestrales árboles con las extremidades mutiladas de esas cucarachas. Sí, de esos negros más oscuros que tú”. Ante la evidente vileza de días desolados e impasibles nos atrincheramos a piedra y lodo dentro de la casa de Dios, pero eso no evitó que el ángel del mal reptara por sus pasillos. 

Un domingo, justo en la hora última de luz, la milicia extremista autodenominada Interahamwe irrumpió en el cenobio al derribar las puertas del pórtico. Tras darnos cuenta de aquella transgresión, salimos al patio para impedir que entraran en la inclusa a exterminar niños tutsis; una vez frente a ellos, enmudecimos al mirar los machetes desenvainados y de sus filos gotear la sangre. Únicamente se escuchaba el golpeteo de piedrecillas contra las hojas metálicas que el viento hacía sonar. En eso, sor Gratia al observar el estado pétreo de la prelada, se abrió paso entre nosotras y caminó resuelta hacia el dirigente de mirada vítrea para entrevistarse con él. Rostro con rostro, casi imperceptible, el tibio vaho del aliento de sor Gratia se manifestó como un sutil zumbido. Intercambiaron palabras y el ruin de un empellón la hizo caer. Ella pronto se inclinó ante él, cerró los ojos e inmediatamente juntó sus palmas de manera vertical lo más pegado posible al pecho. Su cuerpo, a lo lejos parecía estremecerse, sin embargo, sus brazos permanecían firmes, con el mismo fervor que siempre mostró cuando rezaba a sus santos. El líder alzó el machete y de la muñeca a lo largo del antebrazo se veía tatuada una mamba con la boca abierta que hacía temible la amenaza, aún más que la propia arma.

Inexplicablemente, las esquilas del campanario comenzaron a repiquetear. Por un momento creí que algún niño al ver en peligro a sor Gratia las había hecho tintinar para distraer a los agresores, pero no fue así, pues dos esbirros del comando fueron a revisar y no encontraron nada. Molesto el comandante, tomó del cabello a sor Gratia y justo al volver a alzar el machete para propinar un golpe certero, un concierto incesante de sonidos en armonía a un único, lento y poderoso aleteo de abeja se escuchó tras la iglesia. Todos allí giramos la cara hacía el sur, dirección al apiario, y de manera milagrosa, enjambres en tropel similares a pepitas de oro que zigzagueaban sobre la espadaña, prestos arremetieron con sus potentes aguijones contra los ojos de los paramilitares haciéndolos huir a rastras mientras gemían clemencia. 

*Cuentos del sótano III, Endora Ediciones

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