Mi miedo al suicidio

Un día, tras tomar media botella de Vermouth seco, dos aspirinas y lo que quedaba de una tacha en la casa de la playa de mis padres, me asomé frente al espejo. Estaba desnudo. Mi grasa se estiraba por todos los rincones de la piel (hasta ocultaba mis boxers Hugo Boss, negros) y parecía una pelota cercana a la explosión. Odié toda y cada parte de mi humanidad corporal. Entré a un gimnasio cuando regresé a la ciudad, arrepentido y dispuesto a mejorar mi vida. Me subieron a una caminadora, dijeron que tenía que correr cinco minutos diarios, luego quince, veinte… Creo que anduve ahí por tres meses, comiendo atún, jugos energéticos, con deseos de parecerme a un mastodonte musculoso como el Mustang de Iacocca (el 64), o la monster truck Gravedigger conducida por el intrépido Chad Tingler. Llegué al nonagésimo día y el coach que me entrenaba (un idiota que siempre me decía tremendo) se acercó con una sonrisa hipócrita en la cara y dijo: hola, tremendo, creo que has logrado bajar unos cuantos kilitos. Me di cuenta de que jamás iba a cambiar mi cuerpo, era su destino permanecer grande, grasoso, abultado y solitario. Volví a sentarme solo en las hamburguesas de Carl’s Junior mirando en las miradas de los comensales asco y repulsión. Lo que más odiaba de mi persona era mi temor al suicidio. Las mujeres… qué tema, parecían huir de mí si no les mencionaba que era rico, que además de padres ricos, era un alto ejecutivo del grupo Alfa y que mi sueldo anual rebasaba los veinte millones de pesos. Algunas se dejaban tentar ante la posibilidad de casarse, otras simplemente gozaban los restaurantes finos y esperar que el valet parking trajera un Mazeratti o yo qué sé. Yo prefería a las que no se dejaban caer tan fácil, las que esperaban en mí a un joven sensible y amoroso como dicen que son los gorditos. Es que hay unos tan tiernos, me decían. Yo fingía ser de esos chobis amorosos y tiernos, pero los resultados siempre fueron cenas románticas y nada de orgasmos ni gritos en la madrugada o al amanecer. Era difícil fingir todo el tiempo. Mi historia en la primaria: niños golpeándome todo el tiempo, maestros que me veían con lástima y mi lento aprendizaje en cuestiones de citas y sexo (no debo olvidar que soy precoz para eyacular) endurecieron lo que hay debajo del pecho. Así que si pude ser un gordito amoroso, esta competitividad social borró esa posibilidad y me hizo más fuerte, más desagradable. Hace poco más de un mes entré en el excelente restaurante Canek sobre la calle Allende de la ciudad de Monterrey me fascinaban sus pizzas a la leña, acompañadas con un litro de refresco de cola, preferentemente coca. Siempre iba solo, comía mi pizza, me asomaba por el balcón para ver desde un punto cenital los pechos de las transeúntes, su baile tan seductor, irresistible. Esa noche, mientras con- templaba el vaivén de las hojas de los alamillos escuché una conversación entre dos personas: Chico: no sé, es que tengo esa teoría, ja ja. Chica: pues me parece muy estúpida, la neta. Chico: no digo que yo lo haría, sólo digo que me gustaría que alguien se atreviera. Chica: siento pena por esas personas. Chico: lo sé, yo también, por eso es que debe- rían morir. Chica: no sabes lo que dices –pausa– mejor hablemos de otra cosa; ¿cómo va tu chamba? Chico: ps equis, la verdad.

Puedo asegurar, incluso ahora, que hablaban de mí. Yo también afirmaba que hay quienes odian la obesidad y si por ellos fuera la eliminarían del planeta, eliminarían toda esa grasa. Yo mismo lo hubiera hecho, de no ser por mi miedo, eterno miedo al suicidio. Me di cuenta de que estaba triste y de que eso no cambiaría, así sustituyeran los modelos de los aparadores por gente obesa, así el mundo fuera de los gordos y los gordos lo dominaran. Me sentía íntimamente condenado a la sociedad flaca, su batalla. Salí del Canek –eran las 12 am– con el cuerpo más pesado de la Tierra, no intenté subirme a mi Porsche 911 Carrera convertible. Fui a caminar a la Macroplaza con la mirada en ninguna parte todo el tiempo. Aunque pasaran cuerpos hermosos y ágiles, para mí era como si estuviera en otro planeta; uno donde los humanos serían los insectos, y las cucarachas intelectuales entusiastas con futuros promisorios. Sentado en una banca que apenas cubría media parte de mi trasero, recordé cuando estaba en el café Infinito con un colega del trabajo; insistió en que invitara a una gorda solitaria a nuestra mesa –no hay nada más grotesco para un joven profesional que una gorda intelectual–, claro que me negué: la gorda leía algo de Nietzsche y no se me ocurrió algo más asqueroso que eso.
Y si no me hubiera negado, tal vez ahora estaría casado y feliz. Qué digo. Esta era la clase de pensamientos de un gordo sentado en una banca de la Macroplaza, con la moral en el suelo. Me levanté decidido a toparme con alguna joven. Caminé hacia la Zona Rosa, o calle Morelos lado poniente; el Mcdonald’s estaba abierto y había algunas personas, esperé suerte y entré. Alguien debía estar sola, por- que era hora de salida en algunos de los locales de la calle y quizá se le antojó una hamburguesa. En efecto, había dos chicas solas, una delgada, morena y fea. La otra, gorda, güera, de pelo lacio y con una cara bastante hermosa. Me senté e intenté imaginarme a las dos jadeando debajo de mí. La morena –visualicé– me lamía la oreja con asquerosa seducción de adolescente, la gorda susurraba mi nombre. Me gustó lo del susurro y me animé por la gorda, además era una oportunidad para saber si yo también odiaba a los gordos tanto como a mí. Creo que se llamaba Odette, le dije que era rico. Eso bastó: no dejaba de sonreír. Con bromas estúpidas de las que nadie se ríe, me di cuenta de que sólo estaba fingiendo. Alguien le llamó por el celular: ¬—Sí, acabo de salir, ma. —Es mi mamá. —Ah –dije con falsa sorpresa.—Sí, pronto llegaré, alguien me va a llevar. Salimos y fuimos a mi Porsche, se acomodó en el asiento del copiloto y yo avancé hasta una calle solitaria detrás de lo que antes era un bar llamado Vatkru –alguien murió por sobredosis de alcohol ahí y lo cerraron, fue una lástima–, un lugar para ligar a chicas borrachas y adolescentes, siempre arrepentidas al día siguiente. Conocía muy bien esa calle porque antes había llevado a otras adolescentes sin que nadie lo notara. Lo que tenía de peculiar era un terreno baldío en el costado izquierdo y un enorme laurel de la India en la banqueta. Debajo de él me estacioné. Me bajé mis enormes GA/X y luego mis boxers. Ella se sintió algo incómoda y tuve que subirlos. A las gorditas les gusta que las besen primero. Me acerqué a sus labios, los besé con fuerza y metí mi lengua con la intrepidez de una lagartija. Quise llegar a sus pechos hinchados, carnosos, pero se trataba de una gorda sobria y con la experiencia en sexo de una niña de doce años. Tal vez menos en estas épocas. Mónica, creo que así se llamaba, por fin bajó su mano a mi entrepierna, o a lo que más se parezca porque estaba tan abultada por la grasa. Apenas sintió la punta de mi pene escondido debajo de esas carnes vergonzosas, luego subió con fingida distracción. Tras algunos minutos de labios pegados y caricias exageradas, ahora sí me bajé los pantalones. Ella se inclinó, lo buscó como un clítoris. Mi vergüenza se convirtió en cinismo, reí por dentro –comenzó. Vi las estrellas de la ciudad, las luces de los coches que asomaban por Constitución a unos cien metros de donde estábamos. Vi la sombra del Zapata o del Villa, da igual. Las marquesinas y los anuncios espectaculares, el Cerro de la Ventana y la colonia Independencia; atrás de mí debía estar el tunel Lomalarga. Vi el gran cielo oscuro apenas poblado por una que otra estrella, uno que otro planeta. Luego oí que Adriana, creo que así se llamaba, susurraba algo con la boca llena de mi pene, al principio entendí: eo ea a. Después y con un poco de más atención logré entender lo que decía: “esto está mal” –No, no está mal– le dije desde una posición cercana a la comodidad. –No puedo hacer esto, esto está mal, esto está mal. Adriana, Odette o Mónica, proclive al llanto, se lo sacó de su boca y abrió la puerta de mi Porsche. Yo tardé un poco en subirme los GA/X y salir, extrañé la agilidad de un gato. Corrí tras ella (aunque creo que correr no es la palabra, debería haber un verbo para esa cosa que hacemos los gordos cuando “corremos”), Mónica se movía a pasos lentos y hasta mis oídos llegaba el rumor de su llanto. Parecía poseída por una especie de angelical reproche moral. Estaba loca. Logré alcanzarla y lo primero que se me ocurrió hacer fue abrazarla y decirle que todo estaba bien, que no tenía nada de malo que dos personas se mostraran afecto de manera física, que quién dice que chupar el sexo de un hombre es malo y no chupar, por ejemplo, el oído o la misma boca con el beso. Ella sólo lloraba. Traté de besarla otra vez y de agarrar todo lo que mis ansiosas manos pudieran. Pero ella se deshizo de mis brazos y corrió hacia un terreno baldío que se asomaba hacia el lado izquierdo de la calle Constitución. Fui tras ella. Lo que más he odiado de ser obeso es mi jadeo constante, no importa si hago ejercicio o si estoy tranquilo dentro de mi oficina, siempre jadeo. Ese maldito jadeo se oye como el sonido de un organismo semimuerto. La muchacha jadeaba mientras avanzaba entre pasto seco y alargado medio metro de altura. Seguía diciendo esto está mal como un mantra tibetano, yo le contestaba no está mal, pero insistía. Si me hubiera dicho aléjate, o déjame en paz, me habría ido de inmediato, pero sólo repetía las mismas tres palabras. Tal vez no quería que me fuera o no se atrevía a decírmelo. Y tal vez yo quería seguirla hasta que me dijera vete o lo que sea. Harto y cansado de seguirla, tomé una piedra mediana y se la arrojé, pensé que no le daría y que eso la haría detenerse. Sin embargo, acerté y en la nuca. Oí un silencio aterrador. Descansé junto a ella que yacía inconsciente a mi derecha. Llevaba puesta una blusa delgada, como de lino. Debajo de ella se asomaba un poco de la carne abultada de su pecho azulado por la noche. Metí la mano para palpar su calor, pero estaba algo frío. Sentí pánico y me levanté. Por la calle pasaba un Corsa clasemediero a baja velocidad. Quise gritar, pedir ayuda, pero no lo hice. Me escondí en cambio detrás del obeso cuerpo. Odeth o como se llame, respiraba. Hallé su jadeo exquisito y reconfortante. Como estaba casi acostado a lado de ella, escondido, la abracé y me recosté a su lado. No sentí momento más enriquecedor que ése, estaba como menguando en una nube de placer y paz. Comencé a besarla, a bebérmela. Me bajé los pantalones, empecé a masturbarme y a mirarla. Estaba feliz de ver- la sin el miedo de que me viera o dijera “esto está mal”, era como si me masturbara viendo una película pornográfica o a Pamela Anderson de playmate del año en la revista Playboy. Cuando me vine, derramé el chorro sobre su blusa de lino y se me antojó untarla sobre sus pechos. Murmuraba el mismo mantra pero con un delicado y suave sonido, como de una mujer complacida. Me subí los pantalones, la miré por última vez, sentí asco y pena por ella, también dicha y tranquilidad. Caminé hacia el Porsche y lo encendí. Estuve pensando algunos minutos que sería mejor ayudarla o llevarla a un hospital o matarla. No me sentía contento con dejarla medio viva, agonizante. Saqué del portaequipaje una cruceta y fui a golpearla, pero con los ojos cerrados y un asco de vómito en la punta de mi garganta. Me sentí mucho mejor después de eso, fui de regreso a mi Porsche a sentarme y reflexionar sobre lo que recién había hecho. Vi las estrellas de la ciudad, las luces de los coches que asomaban por Constitución a unos cien metros. Vi la sombra de Emiliano Zapata, las marquesinas y los anuncios espectaculares; el Cerro de la Ventana y la colonia Independencia. Atrás de mí el terreno baldío escondía el placer y la culpa. Vi el gran cielo oscuro apenas poblado. Me vi las manos y pensé: “Que alguien me mate por lo que he hecho”.