Naturaleza muerta

El hombre está esperando en el sillón individual que forma parte de esta sala fuera de lugar en el café, donde la mayoría de las mesas son normales, rodeadas de sillas; no como estos dos sillones con espacio para dos personas, que con el individual y esta mesita de centro, conforman el mobiliario formal de una sala de estar en una de las esquinas del lugar. La sala está cerca de la puerta. Desde aquí el hombre ve una de las paredes del pasillo de entra- da. La luz solar de la tarde invernal es reflejada por los cristales de los coches que circulan por la calle, proyectan sombras alargadas de los transeúntes sobre el muro, siluetas magnificadas en las que intenta reconocer, antes de que aparezcan, las personas que espera. Quizá se pregunten: ¿cómo sabe el narrador eso?, ¿será que él mismo protagoniza o protagonizó este suceso?, ¿ese hombre designado en tercera persona no será una primera persona disfrazada? Tal vez sea así, aunque también es probable que sólo una parte del hecho haya ocurrido de esta manera, un acontecer imaginado en forma paralela al que en realidad se verificó, donde al final sí asistieron sus amigos, no como en este relato en el que transcurren los minutos y las horas, y en el que, al parecer, ninguno de ellos cumple con la cita. Aunque ya les dije el final, o parte del final de esta historia que no es mi historia, o que puede ser- lo en forma parcial, espero sean comprensivos, pacientes y generosos y que continúen leyendo hasta el término de la narración, pretendido cuento que les cuento. El hombre está sentado en ese sillón individual, chupa un cigarrillo, la brasa destella de cuando en cuando, así que en realidad, ¿ya ven?, no soy yo, que no fumo. Aunque el hombre por lo general odia la música y las televisiones en sitios públicos, ahora maldice el ocio, se ha olvidado de traer un libro. No tomó en cuenta la impuntualidad de sus compañeros. Pensó que conversaría todo el tiempo, que al menos escucharía la plática, pues él no es un buen interlocutor; sin embargo, le encanta escuchar diálogos interesantes. Observa su entorno y registra por vez primera que se trata del patio techado de un edificio colonial. Al menos así se aprecian las columnas hasta la segunda planta. Recarga la nuca contra el respaldo del sillón, se siente cómodo, descansa el cuello y descubre que le fueron agregados a la construcción original un tercero y cuarto pisos, cuyos soportes parecen art nouveau. De nuevo con la mirada en la planta baja, observa los cuadros expuestos alrededor del perímetro del patio donde está el café. Le recuerdan los dibujos de algún segmento de animación de la película The Wall de Alan Parker, aunque hay quien dice que no es suya, o que su coautor es Roger Waters, el alucinado miembro de Pink Floyd a quien se le ocurrió la historia. En mi muy modesta y particular opinión, y en la de mi personaje, que a fin de cuentas bien pudiera ser yo, la película es de Parker, pues reconozco constantes de estilo en todos sus filmes. Pero basta con la digresión, me quedé en que el hombre está observando los cuadros, tienen figuras antropomorfas, sin rasgos distintivos, seres sugeridos en ambientes oscuros, un poco como la atmósfera del mismo café, que se va haciendo más sombría a medida que transcurre la tarde. Algunos de los cuadros carecen de marco. Ahora se percata de un detalle: las pinturas se salen de sus márgenes y siguen su camino por las caras laterales de los bastidores y desde ahí invaden la superficie de las columnas y paredes donde están colgados. Fondos negros mezclándose con la oscuridad silenciosa del ambiente. Quizá este texto, que se quiere cuento, está inspirado por esos cuadros, pues de la misma manera en que estos trascienden el área donde se plasma la imagen, esta narración pretende salir del plano del texto, mostrar lo que se supone no debe, pues destruye la ilusión de universo independiente que debe respetar todo cuento que se respete… una especie de kunderazo donde el autor nos platica de donde proceden sus personajes, historias y ambientes, y como los va armando. En fin, la verdad es que esto se me ocurrió antes de ver los cuadros, antes de que el hombre viera los cuadros. Las otras mesas están un tanto alejadas, ni siquiera puede escuchar la conversación de otras personas, hablan casi susurrando, como en una iglesia, cuchichean. El hombre se ensimisma, sigue esperando mientras fuma y alarga el consumo de su taza de café, ahora frío. La mesera le dirige miradas furtivas de reprobación pues él solo ocupa una sección para cinco personas. En el muro las sombras se confunden unas con otras, dando por momentos la apariencia de se- res monstruosos, luchando o haciendo el amor. Se fusionan.
La mesera se decide y trae la cuenta. No la vio venir, de pronto se encuentra a su lado. —¿Le puedo dejar…? —¡No, no me puede dejar nada! ¿Acaso se la pedí? Estoy esperando a unas personas… La mujer medio se disculpa entre dientes y se aleja. Algunos comensales voltearon a ver la escena. El silencio se apropia del lugar. El tiempo parece detenerse. El hombre sigue apoltronado en el sillón individual, el cenicero está lleno, la cajetilla vacía, el café está frío, la mesera intenta fulminarlo a distancia, sus amigos no llegan. En ese momento detecta la sombra sobre la pared, una nueva silueta. Perfecto recorte móvil contra el muro, una figura que no desaparece ante el recorrido de los autos de afuera; por el contrario, crece, se corporiza, adquiere un volumen intangible, avanza, traspone el umbral y se dirige hacia él, se magnifica, va colmando todo el recinto, envuelve al hombre de frío y de oscuridad, mas nunca de miedo. Al último queda el silencio, sólo el maldito silencio. El sillón individual está vacío, la mesera maldice a media voz.