La hoguera de los libros

Alberto Martínez

Había una urraca frente a ella, dando saltitos sobre el tablado, con la capucha negra de la cabeza y las plumas azul metálico de la cola. Recordó cuando era niña, los jardines del palacio de Schönbrunn, cómo corría persiguiendo a los gansos, cómo se caía y rodaba por la hierba, gritando, riéndose, salpicando agua a sus caniches en la orilla del estanque, mientras su preceptor, el abad de Vermond, la amonestaba inútilmente. ¡Valiente entrometido!, ¡ese viejo cascarrabias!, ¡aquella panza con peluca! Le señalaba el cielo con un gesto admonitorio, estaba anocheciendo, y le reprochaba que hubiera vuelto a descuidar sus lecturas, el estudio concienzudo de Lactancio, que se quedaba otra vez para mañana, y las fábulas comentadas de Monsieur de La Fontaine.

El chasquido de un mecanismo, ¡clonc!, y la urraca que salió volando, espantada por los gritos de la muchedumbre, pour la liberté!, vive la Révolution!, cuando la cabeza de María Antonieta cayó rebotando dentro del cesto de mimbre como un atadijo de ropa.

 

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