Por un amigo

© Dave McKean

Manuel Alexandro Suárez Bolaños

Raven es el gato de Sarah. Un viejo gato negro que ha acompañado a la chica prácticamente desde recién nacidos, de eso hace ya 15 años. Sarah tiene la capacidad de ver y escuchar espíritus. A veces le resulta útil, el problema viene cuando éstos la quieren usar de canal a la fuerza atacándola; ahí es donde Raven entra y los ahuyenta, no sin varias heridas de guerra al hacerlo; porque para los gatos, los espíritus son tan sólidos como cualquier otro ser. Pocas veces se ve tal unión entre un humano y su mascota. Pero Sarah ya tiene novio y casi no está en casa.

Raven sabe que dentro de poco él no existirá en este plano y se la pasa maullando por la casa, lamentando la inminente partida y la ausencia de su ama. Pero esta noche hay algo distinto. Sarah está muy alterada, se acaba de pelear con su pareja y ha tratado de usar a los espíritus para convencerlo de volver. Pero sólo acudieron al llamado aquéllos que no les importa el recipiente.

Raven da su última batalla, heroicamente se abalanza sobre uno y clava las garras; con un golpe certero un espectro alcanza a rasgarle el lomo, dejando la piel viva al aire, otro le clava un dedo en el ojo dejándolo ciego, el gato da su último maullido y con él convoca su salto final para acabar con los atacantes. Sarah despierta del trance para encontrar a su fiel compañero agonizante, éste le dedica sus últimas lamidas mientras va dejando manchas de sangre las manos de la chica.

Raven ha muerto.

Su ama reclama al cielo, grita, maldice y solloza. En su dolor urde un plan. Proceden a velarlo, al fin y al cabo era parte de la familia. A la mañana siguiente, entre lágrimas se despiden de tan fiel compañero; el minino es enterrado en una caja.

Sarah aún no se lava la sangre de las manos y decide quedarse junto a la triste tumba por varias horas. Termina desenterrándolo. Con furia y dolor se corta la mano, mezclando la sangre seca con la nueva, unta al animal con ella. De su bolso saca hilo y aguja y le cose las heridas, el ojo no se puede salvar. Con la tierra prepara un altar improvisado, usa las ceras restantes del velorio para alumbrar y llama a los dioses.

Las horas pasan, las lágrimas se secan en las mejillas y sobre el pelambre del felino, los rezos y sollozos se van quedando en el viento. Finalmente, Bastet responde, le dice que el precio es alto, que no será como ella espera, que tendrá que alimentarlo de sí misma cada noche y que también hay otro precio más alto… ella acepta.

Ahora Sarah ha perdido la vista y tiene un gato… zombie.

Tomado de: Antología Zombie, Endora Ediciones, México, 2012, p.53

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