C i c l o m o n o

© Chris Leib

Kobda Rocha

Un mono anda en monociclo por toda la ciudad. Al llegar al final de la calle, gira a la derecha (o a la izquierda, según corresponda) y sigue su camino sin detenerse jamás. El mono no nota en qué monótono momento pierde la atención de la gente; él cree que todos siguen mirándolo asombrados como cuando comenzó con esta actividad. Sería más fácil —lo sabe— andar en bicicleta, sería más cómodo comprarse un carro, sería incluso más cuerdo caminar y ya. Pero el mono anda en monociclo por toda la ciudad y no puede parar. Si frena, se caerá. Si se cae, se podría matar con tan tremendo golpazo que se llevaría. Por eso, el mono no cesará de pedalear; seguirá así hasta darle la vuelta entera a la ciudad y, cuando lo haga, tendrá que darle otra vuelta y otra y otra o, en su defecto, ir de ciudad en ciudad recorriendo todas las calles del mundo.

Cuando el mono esté viejo, enfermo y/o demasiado cansado para seguir pedaleando, algún otro mono compatriota le dará digno entierro (con misa cristiana y toda la cosa), ofrecerá café y bolillitos a los convidados, levantará un monumento en su memoria y, cuando todo el mundo regrese a sus respectivas consuetudes y deje de llorarle al difunto, ese otro mono compatriota se montará en el monociclo y continuará la empresa que mató a su predecesor. Igual que el anterior, sin motivo, sin sentido, sin dirección, a veces sin ánimo, inclusive sin necesidad de hacerlo, lo hará hasta morir.

Una vez muerto el mono, otro mono tomará el monociclo y luego otro y otro y otro. ¿Por qué lo hacen? No lo sé. Pero pronto lo descubriré, pues es mi turno de subirme al monociclo.

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