Arrubla y Zuleta

© Magdalena Jitrik

Jairo Trujillo M

Acaba de morir Mario Arrubla, compañero de andanzas intelectuales de Estanislao Zuleta. Ambos dejaron una huella indeleble en Colombia como los más grandes pensadores del siglo XX en nuestro país y destacados en América. Ayudaron a abrir las puertas de la nueva historia, hicieron análisis económicos y políticos distintos a los cánones oficiales, exploraron los campos de la literatura y el arte como nadie lo había hecho antes, fueron la guía de multitudes de jóvenes que buscaban un mundo mejor. Y a partir de ellos cantidad de intelectuales abrieron sus alas y volaron por mundos nuevos y brillantes. En el campo de la historiografía, mientras los nuevos enfoques se abrían paso, el establecimiento decide abolir la cátedra de la historia y la geografía en las escuelas y colegios de primaria y bachillerato.

No recuerdo haberlos visto, o al menos nadie me dijo quiénes eran, pero sí oí hablar de ellos con mucha frecuencia, leí algunos de sus escritos. Pero los hechos relacionados con ellos sí los recuerdo. Sabía que ambos habían salido del barrio Manrique de Medellín.

Así como el padre del coronel Aureliano Buendía lo llevó un día a conocer el hielo, mi hermano del alma me mostró por primera vez un mimeógrafo. Fue una tarde del año 1961 en la sede de un grupo recién nacido llamado Acción Revolucionaria Colombiana, ARCO. Era una casa larga y no muy espaciosa, situada cerca de la Estación Villa del ferrocarril, en la ciudad de Medellín. La casa estaba llena de gente, parecía que había una reunión o algo así. Muchos me saludaron, unos cuantos conocidos y otros que no había visto antes. Al fondo, en una pieza sin ventanas, había una mesa y encima un aparato metálico con un tambor y una manivela. Mi hermano me dijo ese aparato se llamaba mimeógrafo y que con él se imprimía lo que uno escribiera en la máquina de escribir. A mi casa habían llevado una máquina de escribir Remington y no me despegaba de ella practicando, hasta que el profesor de mecanografía del Liceo Antioqueño de bachillerato que funcionaba en la plazuela San Ignacio me invitó a ser su alumno sin matrícula, a pesar de yo estaba en quinto de primaria; parece que se condolió de verme pasar las horas al pie de la ventana observando a los alumnos mecanógrafos y oyendo aquella sinfonía de teclas.

Lo más maravilloso: Mi hermano me invitó a manejar el mimeógrafo. Tiempo después, fueron muchos los días y las noches que pasé manejando uno de esos aparatos.

Cerca de donde vivíamos había una imprenta que me impactaba mucho y aunque jamás pude entrar, desde afuera oía su tronar y soñaba con esos aparatos. En la caneca de la basura recogía recortes de papel que utilizaba para hacer barquitos y aviones que lanzaba desde la terraza de la casa. Allí imprimían libros y otros escritos y las letras en las máquinas me atraían poderosamente.

Así empezó mi relación con las letras… con las letras de las máquinas de escribir primero y con las de los computadores después, con las imprentas y con el mimeógrafo, con la diagramación o maquetación de periódicos y otros escritos en máquinas de escribir manuales, luego eléctricas y finalmente con los programas especializados que manipulaban maravillosamente las letras. Ha sido la pasión de toda mi vida.

Volviendo al mimeógrafo, ese aparato era fascinante, pues al no ser una máquina muy costosa, de hecho, las tenían las escuelas y colegios, pequeñas empresas y sobre todo los sindicatos, pues muchos de ellos tenían uno o dos. Solo se necesitaba una máquina de escribir a la que se le quitaba la cinta y con plastilina se le limpiaban los tipos, se escribía en un papel delgado y encerado llamado esténcil que luego se ponía en el tambor del mimeógrafo, y para imprimir se alimentaba con una tinta pastosa, y en una bandeja se llenaba de papel bien aireado y las hojas eran arrastradas por dos rueditas de caucho. Los esténciles no solo aceptaban letras de las máquinas de escribir; también con un estilete se podían hacer dibujos lineales simples.

Con cierta frecuencia volví a aquel lugar donde todos eran muy amables y fraternales y hablaban de cosas muy interesantes y distintas a las de la gente común. A veces iba con mi amigo italiano de la infancia y participábamos en las “pintas” con crayola en las paredes con la frase “Cuba sí, yanquis no”.

Aquella sede de soñadores siempre estaba colmada de jóvenes y los temas de conversación eran variados y amenos. Había estudiantes, profesores, médicos, abogados, activistas sindicales. ARCO había nacido en el año de 1960, llamándose primero Frente Obrero Estudiantil, FOE, convirtiéndose luego, con gente de Cartago y Bogotá, en el Partido de la Revolución Socialista, PRS. Fue ARCO uno de los primeros grupos en América que se retiraron de los antiguos partidos comunistas. Los líderes de aquella epopeya eran unos muchachos despiertos, autodidactas y muy estudiosos, llamados Estanislao Zuleta y Mario Arrubla, militantes del Partido Comunista desde 1956. Los acompañaban Delimiro Moreno, Mario Baena, los hermanos Moisés y Jorge Orlando Melo, Álvaro Tirado Mejía y otros que llegaron a ser muy conocidos en los medios intelectuales de este país. Posiblemente aquella vez que conocí el mimeógrafo estaban allí muchos de ellos.

Y el mundo, América y Colombia eran una caldera intelectual en ebullición y las siglas duraban poco y cambiaban con facilidad. Cuando el PRS dejó de existir, Arrubla y Zuleta escogieron otros rumbos distintos a la violencia guerrillera. Ellos abrieron el camino para que toda una generación cambiara el enfoque de la historia, de la economía, de la filosofía y muchas otras disciplinas intelectuales. Fueron ellos los pioneros de toda una generación de intelectuales y pensadores que brotaron en todo el país. Pensaban que la teoría no se puede adoptar como un dogma religioso y que la diversidad y el pluralismo son necesarios en el pensamiento y en la sociedad. Decían: “No más textos sagrados, hay que trabajar, como en política, sobre realidades que se relacionan con situaciones humanas variables y concretas.” “Someternos a una sola idea o creencia produce terror absoluto, aunque por el terror es imposible someter al ser humano”, afirmaban. Porque “hay cosas a las que nadie puede obligarnos: a amar y a pensar”. “Hay que aprender a amar la pluralidad y esto, reconozcámoslo, es difícil.” Aunque compartían teorías y doctrinas, no dudaban en cuestionar aspectos en los que tenían opiniones diferentes. No estuvieron de acuerdo con la lucha armada, ya que “la lucha por la democracia es la lucha por la fuerza creciente del pueblo, no se trata de sustituirlo por un ejército, aunque sea muy eficaz y bien intencionado, la lucha es por hacer que crezca la fuerza del pueblo mismo”. Se oponían al maniqueísmo, es decir, a considerar todo como bueno o como malo, como negro o como blanco, sin analizar y aprovechar los matices y los distintos colores de las cosas y de la gente.

Arrubla y Zuleta continuarán vivos en el pensamiento colombiano y de América.

También te podría gustar...