El poder de la parodia (1/2)

 Héctor Javier Pérez Monter

 

En la actualidad del cine y la televisión, las historias que se construyen en base a parodias reconocibles, pero a la vez sofisticadas y complejas, tienen un fuerte atractivo y un muy posible éxito para lograr audiencias multitudinarias.

La parodia es una construcción narrativa paralela a otra real, la cual se puede hacer en género de tragedia, comedia o melodrama. Por otro lado, la realidad a la que alude esta parodia puede ser un contexto social amplio o cerrado; desde lo que pasa en un país, hasta el ambiente de una familia, una pareja, un grupo de amigos, la escuela o el trabajo. Una parodia también puede recrear lugares, lenguajes, personas y cualquier otra circunstancia que el autor pretenda exagerar, focalizar, satirizar o simplemente retratar.

La parodia es la acción con la que alguien hace imitación, homenaje o burla, de algo de la vida real. Tradicionalmente la mayor parte de las parodias han sido cómicas y se dirigen a la figura de autoridad, llámese padre, jefe o gobernante, para exagerar sus defectos, burlarse de ellos y sentir un poco de alivio con esa revancha.

El mundo actual adora las parodias cada vez más ingeniosas y sofisticadas, para encubrir las historias más sencillas o reconocibles. Pero a veces pueden pasar totalmente inadvertidas para otros públicos, a pesar de impactarles, quienes sólo ven una propuesta novedosa en la historia o los personajes, y a lo mucho pueden sentir una misteriosa cercanía con sus propias vidas o lo que les toca vivir en ese momento.

Existen ejemplos muy contundentes en el cine y la televisión de los últimos años, los cuales nos demuestran cuánto adora el público las parodias para encubrir su difícil vida, o simplemente para modificar una realidad aburrida.

 

LA PARODIA MEXICANA POR EXCELENCIA

El programa del Chavo del Ocho es sin duda la gran parodia del México urbano y autoritario de la segunda mitad del siglo XX. La vecindad es un gran escenario que permite ver algunas clases sociales representadas, donde la cima está ocupada por el Señor Barriga, dueño de todo el lugar y quien siempre sufrirá “sin querer queriendo” los torpes embates del Chavo, el nivel más bajo de esta escala, para provocar en los espectadores una reconfortante revancha de clase.

La clase media baja la representa don Ramón, quien sin trabajo sigue vivo y hasta manteniendo a una hija, por algún milagro. Doña Florinda es una clase media baja pretenciosa, cuya salvación es ser del gusto de un intelectual orgánico, como el profesor Jirafales, hombre a sueldo y representante de la moral, quien siempre trata de poner orden y coherencia a las peores situaciones, aunque todos los días “pasa a tomar una tacita de té” para subvencionar a esa clase social a cambio de favores sexuales. ¿O alguien pensaba que sólo tomaban tecito? Siento decepcionarlos.

El Chavo, sin duda, representa a esa desgarradora base de la pirámide social; vive dentro de un barril, es tonto porque está desnutrido (a decir de su autor) y carece de la mínima instrucción, aunque vaya a la escuela. Los niños son los más débiles de este elenco, que siempre temen el castigo de los adultos; pero el Chavo es tan pobre y solitario, que muchas veces esos adultos bajan la mano lentamente con un nudo en la garganta.

Si no tuviera el toque de comedia que su autor pretendió, el ambiente de esta vecindad sería tan sórdido y repugnante, que difícilmente serviría para hacer un divertido programa de televisión, o peor aún, como telenovela sería tan de mal gusto que fracasaría o la prohibirían. Pero el entretenimiento es fuga, para eso existe y no es esquemático, sino creativo. Los propósitos de cada personaje se volvieron “rolling gag”; el mejor de ellos a cargo de don Ramón y doña Florinda, quien siempre abofetea con gusto a su némesis de clase.

Por supuesto don Roberto Gómez Bolaños nunca pretendió crear un esquema de análisis que demostrara teoría social alguna. Si hubiera intentado llegar a este escenario desde la razón, o desde una posición como científico social, jamás hubiera sido tan certero, pero sobre todo, no tendría tanto impacto.

La pretensión siempre fue simple: hacer reír, buscar la comicidad en los personajes, sus conductas y su forma de hablar, en una narrativa más intuitiva que racional que termina siendo la gran parodia del México Autoritario, del Desarrollo Estabilizador, del Eterno Priísmo y otros títulos que le vendrían bien a ese México que queremos dejar de ser.

Por ello, a pesar de su gran éxito en todo el mundo de habla hispana, a pesar de ser el gran producto de exportación, no solo de Televisa, sino de la televisión mexicana, El Chavo representa un dolor de conciencia para quienes quieren superarlo intelectual y culturalmente. Ese humor de bulling, de escarnio sobre el ignorante, sobre el que ve la realidad diferente a otros, sobre quien es injustamente acusado o castigado por los que están autorizados o legitimados para repartir golpes. ¿Queremos ese México donde se siguen enfrentando los desiguales y encima de ello seguirnos riendo por eso? Esto quizá pueda ser una explicación de por qué los pocos mexicanos (y algunos latinoamericanos) que a pesar de haberse reído alguna vez con El Chavo, hoy buscan otro tipo de humor.

 

 

LAS PRIMERAS PARODIAS MEXICANAS

Para encontrar las primeras parodias de nuestra historia, debemos irnos al mundo novohispano. La época colonial es aún un periodo muy difícil de superar en nuestra historia. Todavía no tenemos los 300 años de vida independiente, que curiosamente se cumplieron entre la Conquista (1521) y la Consumación de la Independencia (1821). Fases tan importantes en nuestra historia, que las seguimos escribiendo con mayúscula.

En sus ensayos El Laberinto de la Soledad y Postdata, Octavio Paz ya nos hizo un análisis de ese momento doloroso del cual aún no nos recomponemos, en sus diversas facetas, como el ser hijos de la (mujer indígena) xingada y otras “ofensas” que siguen siendo un disparador directo a nuestra propia estima, como individuos, clase social y nación.

Hoy tratamos a cualquier ciudadano español y lo vemos tan simpático, ligero y lejano de ese deleznable prototipo de boina, que para sobrevivir en este país y mantenerse como mandamás, nos regaló el vituperio al indio y a todo lo que le acompaña; una herramienta de sometimiento, manipulación y explotación social, que además le permitió mantener incólume su propio estatus.

Esta perversa forma de gobernar durante la Colonia, traía entre sus excesos las leyendas-parodia, rescatadas hasta nuestros tiempos por don Luis González Obregón, quien a fines del siglo XIX y principios del XX, investigaba en el Archivo General de la Nación los diferentes escritos costumbristas de la época colonial, que finalmente publicó en varios libros célebres, como: “México Viejo” y “Las Calles de México”, entre otros.

Estas leyendas, también fueron rescatadas y recreadas por su inmediato sucesor, el también escritor Artemio de Valle Arizpe, (Historia, tradiciones y leyendas de las calles de México, 1957) para exaltar algunos fenómenos sobrenaturales, que cambiaron sospechosas componendas. Aquí tomaremos tres ejemplos.

Quizá una de las leyendas más célebres es la Mulata de Córdoba, una mujer muy bella y voluptuosa, acusada de brujería, que esperaba en su celda su segura ejecución en la hoguera. La bella veracruzana fue traída de esa ciudad hasta los calabozos de la Inquisición, donde el carcelero vio cómo había dibujado una carabela en el muro, para luego mirar atónito cómo se subía a ella y se despedía, antes de desaparecer en el ficticio horizonte. Una bella parodia, de una realidad que hoy pregunta: ¿No habría sido tan bella que algún buen potentado le ofreció su libertad a cambio de desaparecer en alguna de sus propiedades? Cualquier mortal con un poco de sangre en las venas no entregaría esas dotadas carnes a la hoguera.

Otra leyenda: El alacrán de Fray Anselmo. Un mercader en la ruina acudió a un templo franciscano para ver si este fraile, cuasi santo, le hacía un milagro, porque ya venía la Nao de China a Acapulco, con sus ricas mercancías, que bien sabría escoger y comerciar, si tuviera un peso. El buen clérigo tomó un alacrán de la pared, lo metió en una bolsa y se lo entregó diciendo: “a ver cuánto te dan por él en el empeño”. Con miedo el mercader llevó la bolsa al Monte de Piedad y al sacarla, el valuador dijo: “¿Cuánto quiere por esta maravilla?” Era una hermosa joya, un alacrán de oro repujado en diamantes y rubíes. Con ese dinero el comerciante trajo lo mejor de Acapulco, que luego multiplicó en precio para hacerse rico de nuevo. Al recuperar la joya del empeño y llevarla a Fray Anselmo, el comerciante pensaba que le haría un gran favor. Pero de la bolsa el fraile volvió a sacar un alacrán vivo, que colocó en la pared diciendo: “anda criatura del señor”. ¿Otra bella parodia que esconde la obvia realidad de que los clérigos eran socios de la actividad más redituable de la Nueva España? Ni lo mande dios.

Otra leyenda-parodia más. Frente al puente del Altillo sigue en pie el templo de San Antonio Panzacola, junto al río Magdalena, hoy en Avenida Universidad y Salvador Novo, Coyoacán. Cuenta la leyenda que en este estratégico paso entre Coyoacán y San Ángel, muy retratado en grabados de la época, hubo una bodega de contrabandistas. Debemos recordar las absurdas disposiciones coloniales que impedían fabricar y comerciar productos que se hicieran en España, como aceite de oliva, azúcar y alcohol, entre otros, disposiciones que son la verdadera causa de la gesta de Independencia. Cuando la autoridad colonial, la temible Acordada, se disponía a inspeccionar el lugar, la madre de los contrabandistas, pensando en la segura sentencia de muerte para sus hijos, le prometió a San Antonio, que si los sacaba de esta situación dejarían el mal oficio y le harían su capilla ahí mismo. Pues al entrar los inspectores, ¡no vieron nada!… Bultos y cajas por doquier que ni siquiera reportaron. Don Artemio ya tuvo el pudor de escribir que les sonaban las talegas a monedas. La leyenda-parodia cumple con la función de explicar la piadosa donación a la orden carmelita y de paso salvar el honor de las autoridades, con un irrebatible hecho sobrenatural.

Por supuesto me he resistido a la tentación de reescribir cada una de estas leyendas en el sentido contrario, o correcto, para desnudar la situación tal cual es obvia y luego al final, poner la mano santa de un cronista de la época, seguro antepasado de un publirrelacionista actual, que terminaría adornando cada historia con ese toque sobrenatural que las cubre de dulce misterio y cinismo. No tendría el menor éxito.

Si bien don Luis González Obregón rescató tales leyendas como un ejercicio historiográfico y periodístico (porque primero fueron artículos por entrega) queda pendiente para estos tiempos la reflexión sobre la función de la leyenda-parodia, como un objetivo contrario a la ciencia social, que persigue y encuentra exactamente lo que se quiere ocultar con estas narraciones: las estructuras del poder y sus actuaciones dolosas e ilegales que quedan en la impunidad, bajo ese manto sobrenatural.

 

Desgraciadamente, los métodos de investigación de aquellos primeros archivistas carecieron de la ética actual, que hubiera preservado las fuentes originales. También habría que saber si las narraciones son fieles a su publicación original o fueron tergiversadas por un afán literario o gusto personal de don Luis y don Artemio. Sin embargo, el mérito del rescate y su publicación, es la aportación real de estos autores, la cual sigue siendo mayor, a que si hubieran sido indiferentes a reproducir dichos materiales.

Actualmente, un nuevo trabajo de investigación sobre estos papeles coloniales, que determine primeramente sus fuentes, hoy podría responder si tales leyendas se publicaron tal cual en los medios de la época y posteriormente, si obedecen a una real intención del poder por ocultar sus acciones, o si un autor sagaz, ajeno al poder y antecesor del periodismo moderno, estaba utilizando estas parodias como un recurso sarcástico de denuncia. Ésta entre las primeras preguntas, por lo que valdría la pena hacer de nuevo tal investigación.

(Continúa aquí)

 

 

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