Violeta marchita

© Santiago Caruso

José Roberto Cobos Domínguez

La televisión se volvió el presentador de la madrugada, recordándome con cada imagen a mi esposa Violeta. Esa risa melódica que me alegraba el alma; su calidez me apartaba de los malos tragos de la vida y ahora su persona sólo subsistía intacta en una cámara conectada a la tele repitiendo una y otra vez lo que fuimos por mucho tiempo. No me cansaba de repetir los videos, era como si al presionar stop su espíritu abandonara la casa y me regresara a la gelidez de la realidad. El mundo avanza y no espera a nadie pero yo seguía parado ahí, pidiendo un minuto de silencio por ella.

Por mucho tiempo mi vida se volvió un recorrido a través de libros de superación, tanatología, religión y biología. Traté de convencer•me de que no era el fin pero cuando la muerte llega, siempre tocan•do a aquellos que más queremos, buscas un amparo , negociar con la parca esperando una segunda oportunidad o unos minutos más si es inevitable fallecer.

Las botellas de alcohol fueron creciendo. Mi casa se llenaba de cadáveres cristalinos y de un aire más pesado que el de una funeraria. Podía prestarla si alguien necesitaba luto.

Oscuridad, recuerdos, frío, pesar. Creo que ese era el auténtico infierno y jamás fui una persona de mal.

Mi soledad y los libros me llevaron a un mundo de posibilidades en donde estaba de vuelta con Violeta. La imaginaba bailando al compás del piano que estaba en el estudio. Siempre lo hacíamos, nadie más lo supo; aquel instante nos llevaba a través de mares gloriosos que nos conectaba más que con palabras. Oh Dios, la fragilidad con que avanzaba, los giros brillantes y la nobleza de sus brazos, tan ho•nesto y simple era nuestro momento. Ahora toco el piano solo. La imagino danzar con la gracia que la caracterizaba. Cierro los ojos y siento su presencia en el cuarto, con las cortinas cerradas para que el sol no me la arrebate con su luz de realidad.

¿Por qué murió? Lo sé pero lo que nunca entenderé es por qué a nosotros, por qué tan temprano, por qué ella. Trataba de conven•cerme que estaba en un mundo mejor que éste, un lugar libre del dolor y la tristeza, un paraíso descrito por las religiones al que no todos llegaremos según nuestras acciones; y aunque sea la persona que más amas en todo tu tiempo, no te correspondería juzgarla. Yo le abriría las puertas del Edén pero tal vez Dios tenía otros planes para ella. Y si era así entonces no podría permitirlo. ¿Dejarla en el limbo? O peor aún ¿en el infierno? ¡No, ella no lo merece! ¡Por supuesto que no!

Debía volver conmigo. Aquí la tendría a salvo y nunca más se volvería a ir de mi lado. Sin embargo mis estudios como médico cirujano me impedían la creencia de la reavivación de un cuerpo. Estuve presente en el hospital cuando por más de 15 minutos su corazón recibió cargas re—anímicas sin éxito alguno. Los enfermeros me aseguraban que gritaba tan fuerte que un niño comenzó a llorar y otro enfermo se orinó encima, además de que necesitaron de cinco hombres para calmarme. Yo no recuerdo eso, tan sólo que me dejaron a solas con Violeta en la habitación una vez que me habían inyectado un calmante. No había medicina alguna que pudiera regresarla. Lo sabía a la perfección. Pero cuando la ciencia no es suficiente debemos recurrir a la fe para mantenernos a flote.

Comencé a investigar en periódicos, revistas, contactos y viajes a zonas peligrosas y desconocidas del país, buscando a alguien que me pudiera dar una solución. Muchos me prometieron que su alma estaría conmigo con algunos rezos y rituales por un determinado precio, mas no me bastaba sólo su ánima habitando en nuestro hogar, quería todo.

Mis indagatorias me llevaron con una bruja tahitiana en el barrio de Tepito donde un grupo de vándalos la cuidaba. Mi sola presencia fue una amenaza para ellos y después de negarme la oportunidad de reunirme con la mujer, uno de ellos me preguntó si en verdad estaba dispuesto a pactar con La Patrona, así la apodaban. Le dije que sí, estaba desesperado por reunirme de nuevo con Violeta, así que me pidió que volviera al día siguiente por la noche y que trajera algunos objetos conmigo, trato que acepté sin dudarlo ni preguntar por qué.

Y ahí estaba de regreso en uno de los barrios más peligrosos de la ciudad, esperando a un sujeto que apenas conocí; él tenía la oportunidad de regresarme a mi esposa. Finalmente se apareció de entre las sombras justo cuando las calles estaban más vacías que un pozo seco. Me pidió que lo siguiera y que no me le despegara. Llegamos hasta una pequeña casa en cuya entrada había un altar para la Santa Muerte, aquellas veladoras era lo único que nos separaba de la completa oscuridad.

Percibí humo e incienso mezclados con algo que me provocó náusea. Frente a mí se encontraba una enana negra que yacía sobre el suelo, su cabello cubría toda su espalda y parte del suelo, rodeada de muñecas, velas y flores marchitas. Cerca de ella había tres hombres custodiándola que no me quitaban la vista de encima. Vi las pistolas que tenían guardadas en su abdomen y la lumbre de sus cigarros brillaban como pequeñas estrellas rojas en la negrura de la habitación. El resplandor de sus ojos me daba a entender que esta•ba a punto de entrar a un mundo lleno de misterio y desesperación.

La Patrona me pidió que me sentara y me preguntó sobre mi pesar. Le dije todo lo que tuve con Violeta y lo que seguía sintiendo por ella. Aquella señora jamás interrumpió la historia, pensaba cada palabra que nacía de mí hasta que callé. Guardó silencio unos momentos y me dijo que comprendía mi dolor, pero que si me ayudaba entonces me provocaría más pesar y que jamás encontraría la paz que tanto buscaba. Yo le dije que la tranquilidad estaba con mi esposa y que tan sólo quería verla una vez más, tocar su rostro y cuidarla por lo que nos quedara de tiempo en este mundo. Volvió a preguntarme si estaba seguro de ello y yo, sin pensarlo, lo volví a afirmar. Entonces me pidió un retrato de ella, algún objeto que fuera suyo y una hebra de su cabello. Le entregué la foto de nuestra boda en donde posaba sola en el jardín, una zapatilla de ballet rota que usó por meses y el cabello lo encontré abandonado en la funda de su almohada; éste último lo cuidé con todo mi ser pues no había otro a mí alcance. Los colocó en un recipiente junto con sales, líquidos rojizos y negros, rezos y mucho fuego. La pestilencia invadió la habitación y todos los presentes comenzaron a cantar en un idioma desconocido . Poco a poco entré en un estado aletarga•do en donde el pasado me golpeaba tan fuerte como un huracán a un pequeño bote. Me aferraba a Violeta, la imaginaba sujeto de su mano sin soltarme ni un instante hasta que el ímpetu cedió y el viaje me trajo de vuelta al presente. Las velas se apagaron y la bruja permaneció callada junto con sus guardianes. No supe qué hacer y le hablé con voz queda. No respondió. Estuve a punto de tocarla cuando la mano de uno de sus guardianes me detuvo. —Busca a tu esposa—me dijo La Patrona, no entendí sus palabras, por lo que me volvió a repetir que la hallara, que regresara a mi casa. Me sacaron de ahí defraudado, no sin antes obligarme a pagarles una sustanciosa cantidad de dinero. Estaba confundido y solo; no había más que hacer ahí por lo que fui directo a mi casa.

Cuando pasé la puerta oí un gemido detrás de mí. Apenas era audible pero lo volví a escuchar. Me giré y ahí estaba Violeta, de vuelta con los vivos, con su palidez que la caracterizaba y su fragilidad que me encantaba; no obstante, su mirada estaba perdida en el aire, le faltaba el brillo de sus ojos y su boca era una línea seca sobre sus labios; le colgaban los brazos y las piernas le temblaban. ¡Era ella! El Lázaro contemporáneo, si valía la expresión.

Poco a poco me acerqué hasta que la abracé con la fuerza que le faltaba y hasta entonces volví a llorarla como cuando la perdí. Era un nuevo comienzo. Los primeros días fueron difíciles pues Violeta no hablaba nada, lo úni•co que hacía era deambular de un lado para otro y gemir. Siempre estuve a su lado, guiándola por nuestro hogar, enseñándole lo que fue suyo alguna vez… pero era inútil. Estaba vacía; pero a mí me bastaba con tenerla conmigo. Era bella, nunca perdió su estética aunque tuviera que atenderla día y noche.

Durante la comida ella permanecía sentada sin hacer nada, miraba su plato pero nunca tocaba los alimentos. Apenas los probaba, y si lo hacía los dejaba caer al suelo. Me preocupaba que no comiera pero no sabía qué darle. Intenté con frutas pero era lo que más rehuía; la carne tampoco ayudaba mucho. La pista me la dio cuando tuve un terrible accidente con la sierra mientras cortaba unas ramas del árbol de nuestro jardín. Mi dedo mal colocado, la fuerza, el filo de la herramienta y una vana distracción fueron suficientes para que me cortara por completo el dedo índice. Este cayó entre un montón de hojas secas cobrizas; estaba absorto en mi dolor hasta que vi a y Violeta correr hacia él y devorar mi dedo con desesperación. Sólo entonces me di cuenta de la terrible verdad: la carne humana la mantendría sana. El dolor invadía mi cabeza, debía suturar el corte lo más rápido posible. Bajé por las escaleras torpemente y ya en el suelo ella no me apartaba aquellos ojos blancos de encima. Estaba en un trance hambriento: quería probar más de aquella herida rojiza. Luché con ella lo más que pude y nuestra pelea nos llevó hasta la puerta en donde con mucho esfuerzo logré entrar. Quedé a salvo de su canibalismo desenfrenado. Violeta golpeaba la puerta y gritaba con tanta cólera que temí nos oyeran los vecinos. Intentó entrar por las ventanas pero los barrotes de fierro no lo permitieron. Entonces me di cuenta de la cosa que me habían devuelto. Pero, eso era mi esposa sólo que las cosas habían cambiado. Le veía solución.

Una vez curada y vendada mi herida, entre tanto dolor e improvisación, entendí que jamás iba a recuperar mi dedo.. Me tomé unos calmantes antes de empezar a idear un plan para alimentarla. Me arriesgué a un nuevo ataque cuando abrí la puerta. La encontré más tranquila y perdi•da como de costumbre, seguía sin reconocer en dónde se encontraba. Con cautela me le acerqué y la tomé del brazo, ella no reaccionó al tacto. Más sereno con su respuesta la llevé dentro. Esa noche empezaría a trabajar la primera idea que se me ocurrió: la menos cruel de todas.

Anduve vagando en el cementerio en donde enterré a mi esposa la pri•mera vez. Procuré ser un espectro más del lugar, esconderme de la vista humana y esperar el momento adecuado para buscar un cuerpo fresco y ahí, no lejos de la única salida de los enormes jardines fertilizados con cuerpos humanos, encontré lo que buscaba. El sepelio salía de la zona, dejando la tierra removida y las herramientas disponibles para enterrar al difunto. Caminé con parsimonia y una vez en la tumba comencé a trabajar hasta muy tarde pero logré tener el cuerpo en mi poder. Pero cuando llegué a casa, me di cuenta de que mis esfuerzos fueron en vano dado que Violeta jamás se acercó a Javier, así se llamaba en vida el muerto que yacía en el suelo de la cocina. Me di cuenta que ella no era una carroñera. Temí que mis ideas no me arrinconaran a esta horrible realidad aunque me di cuenta de que ya no podía ser más bizarro el presente. Debía proceder con cautela a la siguiente etapa si quería mantener a Violeta conmigo hasta el final.

Nuestra primera víctima fue un viejo que diariamente se sentaba a solas en una banca para darle de comer a las palomas y ver pasar el tiempo. Lo observé varios días hasta que me presenté con él. Le hablé sobre mí y la muerte de Violeta, él me contó su pasado, estaba solo desde que enviudó. Le invité a que fuera un día a mi casa para platicar y tomar una copa de whisky, lo cual aceptó con gusto. Al día siguiente se presentó muy formal, traía una botella de vino consigo. Previamente yo había encerrado a mi mujer en la sala, me imaginaba que ella sabría qué ha•cer en cuanto trajera al viejo. Al instante en que lo invité a que tomara asiento en el sillón, cerré la puerta y el infierno se desató. Escuché los gritos de pavor de aquel hombre, sus ruegos por un dios que no lo salvaría excepto mi piedad. Yo no le negaría la comida a Violeta, pero tampoco soportaba los alaridos y me preocupó que éstos escaparan a través de los muros. Por fortuna no tardaron en silenciarse. No quise entrar al cuarto, la culpa me carcomía. Engañar a una persona con una amistad falsa, usarla como meramente carne me había rebajado como ser humano. Si la policía me atrapaba se acabaría todo para mi familia. Abrí la puerta y mis años de aprendizaje en quirófanos, morgues y enfermedades no me preparó para la masacre que se había desatado en una pequeña habitación. ¿Cómo describir lo que alguna vez fue un viejo y cuya existencia quedó esparcida por todo el lugar? Mis ojos no daban crédito al asesinato que se había llevado a cabo en nuestro hogar. Tanto Violeta como yo éramos cómplices. La miré bañada en rojo y vísceras chupándose los dedos del banquete que se dio. Los pujidos y el rostro atontado fueron el detonante de la conexión que hicimos. Sería nuestro nuevo secreto. Ella jamás me abandonaría si yo la mantenía alimentada y a salvo.

Nunca entendí por qué a mí no me atacaba. Fueron varias presas las que llevé a la sala, argumentando que iban a conocer a mi esposa; sería su última visión de este plano: dientes montados en una cara llena de indiferencia y heridas profundas en todas las curvas de Violeta. Todos los sacrificados no eran diferentes de mí y yo nunca recibí ni un arañazo de mi esposa salvo cuando se comió mi dedo. Era un tiburón andante. Cada víctima se defendían por naturaleza y las heridas que le hacían a Violeta no sanaban. La belleza que la caracterizó se fue perdiendo con cada línea nueva que se tatuaba en su cuerpo.

Limpiaba con cautela los restos para no ser suspicaz ante los vecinos aunque mi experiencia para eliminar evidencia fue creciendo cada día.

Traté de recuperar el tiempo perdido. Tomé sus escuálidas manos y la guié hasta la habitación en donde solía danzar. La vestí con su traje de ballet y aunque la sangre manchó su tutú para mí volvió a ser la formidable imagen de la bailarina que alguna vez fue. Permaneció quieta todo ese tiempo viendo hacia la ventana en donde el atardecer desaparecía como las palabras escritas que se consumen en un fuego incontrolable. Me senté enfrente del piano que estaba lleno de polvo y comencé a tocar. La melodía empapó nuestra vivienda reviviendo el pasado. Qué glorioso es cuando te sientes de nuevo en un lapso que fue tuyo y que se presenta con la misma fuerza; una segunda oportunidad para aquellos que la merecen. Violeta no se movía como antes a pesar de que tocara su canción favorita. Tan solo estaba quieta, ahí, mirando el horizonte y la luna que nacía a lo lejos detrás de la ciudad. Hasta entonces me di cuenta que lo que tenía enfrente de mí no era más que un despojo de lo que era mi esposa. Había recuperado su cuerpo mas no su alma. De eso me había enamorado años atrás. Seguía tocando el piano esperando en vano un futuro que jamás tendría. Vivía del pasado y eso me trajo más dolor.

Violeta. La tenía conmigo y no al mismo tiempo. Su hambre por vícti•mas era lo peor. Yo que alguna vez traje salud a mis pacientes ahora los llevaba directamente hasta una muerte sin piedad y dolorosa. Los dos cambiamos. La muerte te hace diferente y no te das cuenta hasta que es tarde. Era hora de avanzar. Aquella fue la última vez que bailó.

Regresé con la bruja esperando que me diera algún antídoto para de•tener la magia postiza que me trajo de vuelta a Violeta. Apenas toqué el timbre un hombre surgió a mis espaldas y me ordenó que me fuera de ahí. Le respondí que necesitaba hablar con La Patrona, estaba arrepentido de lo que pedí y la cura que necesitaba era de vida o muerte. No sabía si podría mantener el régimen alimenticio de mi mujer. Más víctimas, más gritos, más pesadillas. Aquel sujeto pareció entenderme y entró solo a la casa para después dejarme pasar. Encontré a la haitiana en la misma posición que la última vez que la vi, parecía que nunca se movía de ahí y la peste tampoco se marchaba, sin embargo después de limpiar restos humanos regados por la sala el hedor era tolerable. Se acordó de mí y me dijo que esperaba ese día, tarde o temprano regresaría a rescatar lo que me quedaba de ser humano. —No hay remedio para ella, te advertí las consecuencias —dijo la enana. Le rogué. Quería que descasara en paz, estaba dispuesto a todo por hacerlo. Ella guardó silencio por un rato hasta que pidió a uno de sus guardaespaldas un frasquito con polvo adentro. Dijo que necesitaba darle de comer con aquella sal para que su cuerpo se apagara. Volvería a ser un cuerpo inerte, sin embargo debía preparar la poción. Era sencilla pero mortal al mismo tiempo pues requería de toda mi sangre para que tuviera efecto. Si quería que todo terminara, renunciaría a mi vida también. Metieron el recipiente en mi bolsa y me sacaron a empujones. La decisión dependía sólo de mí. Ahí estaba parado en medio de la calle, solitario, mirando el polvo que acabaría con todo. No había espacio para la incredulidad. Todo había pasado en unos meses así que regresé indeciso con Violeta.

Estudié el polvo tratando de reconocer qué era, pero los recursos que tenía fueron insuficientes. Si no quería delatarme no debía salir de mi par•te. Pasé días encerrado en mi cuarto, los gritos de Violeta retumbaban por todos lados. El hambre la atacaba y su ira se acumulaba. Cuando la veía por un agujero hecho en la puerta no reconocía quién era. Aquel cuerpo estaba marchito y delgado, lleno de una peste enfermiza, rajado y en proceso de descomposición; Violeta se había extinguido. El tiempo final habrá llegado.

Me hice un corte horizontal en la muñeca izquierda y vacié un poco de sangre en el frasco con la sal que me dio la bruja, la mezclé y la volví a inyectar a mi cuerpo. Ardió como si me dosificara un pequeño averno en mis venas con todos sus demonios picando mis nervios. No me im•portó. Hice acopio de toda mi fuerza de voluntad, llevando en mi cabe•za el recuerdo más feliz que tuve con Violeta, en nuestra boda, cuando le juré que la amaría por siempre hasta que la muerte nos separara. Ésta nos separó una vez, ahora nos reuniría de nuevo.

Abrí la puerta y me adentré en los terrenos de la monstruosidad que desperté. La primera mordida la sentí en el cuello, fue la más dolorosa. Las siguientes ya no pero lo que importa es que al fin nunca más me apartaré de Violeta; lo que alguna vez fueron besos ahora son mordiscos brutales.

Cierro los ojos y me entrego a su banquete. Mi cuerpo por su paz.

Tomado de: Antología Zombie, Endora Ediciones, México, 2012, p.64

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