Hablando de Asuntos terminales, libro de Enrique Garnica

 Raúl Eduardo González //

 

Hace más de diez años que tengo el gusto de conocer personalmente a Enrique Garnica Portillo, hombre bien conocido en Pátzcuaro por su agradable presencia en la, y quien ha vivido en ese pueblo mágico desde el 2000 los que él llama “años dorados”. Se podrían adivinar de ese tono brillante por el ocaso en que se puede ubicar el momento actual de la existencia de tres cuartos de siglo de Garnica, pero también porque el tiempo en ese lugar le ha prodigado vivencias intensas, una gran actividad memorística y, sobre todo, la oportunidad de desarrollar una importante producción literaria.

Enrique empezó a escribir de manera intermitente desde los años setenta, pero el trabajo comprometido comenzó hacia el 2002, cuando comenzó su participación el taller literario de María Luisa Puga. A su muerte, la conducción del taller correría a cargo del añorado Isaac Levín, a quien, como “bondadoso patrocinador de esta publicación”, dedica Enrique su libro Asuntos terminales, aparecido en 2014. El volumen reúne 23 cuentos realizados a lo largo de varios lustros. La huella del maestro se ve en la factura de esta prosa, efectiva y bien lograda, pero se advierte también como parte del legado de generosidad de Levín: él sabía que los relatos estaban listos para la imprenta, y enterado de que sus días estaban contados quiso que el volumen apareciera, pagando la impresión de su propio peculio. La tipografía corrió a cargo de Héctor González, otro compañero del mencionado taller literario, y la revisión, a cargo de él y de otros amigos talleristas, lo mismo que de Vanesa, la hija de Enrique, quien tanto como Héctor es una artista con obras propositivas y bien consolidadas.

El consorcio de amigos se cierra con la colaboración de Sergio Navarro, en el diseño y la redacción de la reseña de la contraportada; de Esteban Sentíes es el retrato que aparece reproducido en la propia contraportada, y de Humberto Kubli la obra Santo Domingo, que se encuentra en la portada del libro y en los muros del Mandala, acompañando a Enrique y a los parroquianos. Se trata, pues, de una edición de autor, que no se encuentra en el circuito comercial ni en las llamadas librerías de prestigio, pero, ¡ojo!, si bien no lleva en la cubierta un sello ni un código de barras, cuenta con el respaldo y el prestigio de Isaac Levín, que vale más que muchos logotipos comerciales.

Personalmente, tuve la fortuna de que Enrique me entregara un ejemplar por el cual no quiso que pagara. Si ese regalo vale, el mayor se encuentra en las 123 páginas del volumen que, como todos los buenos libros, uno quisiera que no terminara tan pronto (para los que sientan lo mismo que yo, les diré que no hay problema: este libro demanda y resiste una relectura). La gran mayoría de las narraciones están en primera persona; los personajes principales suelen ser hombres, chilangos clasemedieros, de mediana edad. De pronto, uno se pregunta si muchos de ellos no serán el mismo personaje, ya no digamos una proyección del autor, sino de muchos lectores, como lo sugiere Navarro en su reseña de la contraportada del libro: “Te leo, te veo, me veo; triada elemental de este ejercicio selecto que no hay que dejar escapar”.

Los muy puristas dirían que estas proyecciones autobiográficas son irrelevantes para el texto literario. No estoy de acuerdo, pues hay en estas narraciones, ciertamente, una búsqueda estética, pero sobre todo hay en la mayoría un franco ejercicio de introspección, en que el autor busca desentrañar, en sus deseos, en sus frustraciones, en sus malas decisiones, en el aparente determinismo de su vida, el cauce invisible e invencible de los actos de sus personajes, que llevan la huella del padre ausente y la sombra del hermano exitoso. Personajes que revelan, en una sintaxis de periodos breves, acciones yuxtapuestas y frecuentes enumeraciones, la arremetida profunda del deseo —las más veces prohibido, por supuesto— y el anchuroso camino de la reincidencia. Los personajes narradores viven con aparente naturalidad la inminencia de la persecución y el hartazgo, para ser a la vez víctima y victimarios de los asuntos terminales que el título del libro presagia.

Vendedores que sortean los controles de las empresas que los contratan para obtener aparentes beneficios económicos; defraudadores que dicen querer vencer la carga de su destino, para desfalcar con su indolencia y picardía las expectativas de los demás y las suyas propias; niños y jóvenes que descubren con rudeza su herencia de desamparo; adultos que abandonan a sus hijos —siempre dos— con la misma resignación con que obrara su propio padre. No hay salida posible: los personajes viven bajo la sombra de la desgracia y la muerte; salir bien librados es para ellos situarse en el umbral de la recaída.

Esta “manera de contar la vida […], una especie de aventura tras el lente fílmico” (cito de nuevo a Sergio Navarro) encuentra su escenario fundamental en la Ciudad de México de los años sesenta y setenta, donde campean los grandes automóviles, los buenos sueldos y las comisiones obtenidas a cambio de poco esfuerzo, los atuendos formales para ir al trabajo, las marcadas jerarquías entre hombres y mujeres. En fin, un ambiente social que ha desaparecido ya de nuestra realidad, con historias que al ahondar en el pasado reciente parecen hablarnos de muchas de las causas de nuestro entorno actual; el autor revela prácticas como la transa, la infidelidad, el abuso y la violencia en un tono que es a un tiempo angustiante y desenfadado: la fatalidad llega paso a pasito, el castigo encuentra su lugar y su momento en la vida de quien obró siempre desentendiéndose de las consecuencias.

Pero no son la confesión ni la fatalidad el punto de llegada: detrás del salto al vacío del autoexamen están el ejercicio constante de la pluma, el desarrollo del oficio a lo largo de muchos años; la materia prima nos la revela Enrique Garnica en palabras de uno de sus personajes: “Los recuerdos sirven para amenizar, cero nostalgia”. La expresión de esta poética se cifra en otra de sus frases: “Nos encontramos huyendo de distintos campos de batalla minados con falsedad”, y creo que la lectura nos sitúa magistralmente en esa huida, en la que, gracias a la verosimilitud de los relatos y a la bien lograda voz del narrador, los lectores llegamos a hacer nuestra la avidez y la resignación de los personajes.

En fin, van estos breves apuntes de mi lectura gozosa, esperando que Asuntos terminales de Enrique Garnica pueda encontrar más lectores —para beneplácito de ellos. Como lo he señalado, el volumen no se encuentra en librerías, pero si se dan un tiempo, pasen por la Posada Mandala (Lerín 14, en el centro de Pátzcuaro, a la vuelta del ex colegio jesuita), donde el autor personalmente les podrá vender un ejemplar. Si van de viernes a domingo, podrán degustar las maravillosas pizzas cuya receta es de la autoría de este cuentista y hotelero. Buen provecho, en tal caso, y que disfruten este formidable libro.

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