Rapunzel y la Otra mirada

© Laura Ramie

Débora Hadaza

 

Muchas veces había querido escribir sobre la película “Enredados”. Ayer viéndola por milésima vez algo me saltó a la vista: por muchas diferencias que haya entre la historia de Disney y el cuento original de los hermanos Grimm, en ambas estamos ante el usufructo del cuerpo para el goce de Otro. En la versión original la bruja mantiene cautiva a una niña ajena por “capricho”; en la versión Disney porque su mágico cabello dorado la rejuvenece. Los hermanos Grimm dicen que la bruja la desprecia al saberla usada por otro; en la película, Rapunzel es humillada constantemente por madre Gothel por ser torpe, simple, poco atractiva. En ambas, la imagen, el cuerpo, y el deseo de Rapunzel no le pertenecen, están secuestrados.

Hace unas semanas me encontré con “La Otra mirada”, serie española, visualmente muy  bonita, donde se muestran de manera directa y muy sentida algunas problemáticas de ser mujer. Me impresionó el enfoque con el que aborda la encarnizada lucha por la posesión del cuerpo femenino.  Desde el novio que cree poder tomarlo cuando le plazca; el marido que desea un hijo con todas sus fuerzas y le da a su esposa “el privilegio” de ser el recipiente, y sólo eso; hasta el que por saberse no deseado sexualmente por “su mujer” decide castigarla quitándole los hijos. La sentencia parece ser la misma: tu cuerpo no te pertenece, no mereces disfrutar de él, tu cuerpo, tu mirada y tu deseo es para Otro.

Hay una metáfora interesante sobre la sexualidad de las mujeres en “Enredados” -en el cuento original es obvio que el príncipe goza sexualmente de la muchacha sin darle mucha información sobre lo que está sucediendo-. En la versión Disney hay una corona, y por supuesto “robada” -corona que, siendo de Rapunzel por ser la hija del rey, no sabe que le pertenece-. Mamá Gothel insiste que esa corona es lo único valioso que Rapunzel tiene para Eugene: Mírate ¿crees que se impresionó?… Esto quiere él, no te equivoques, dásela y comprobarás, creéme que así va a abandonarte, sabes que te lo advertí.  Creo que todas las mujeres de mi generación entendemos el sentido de estas palabras: “lo único que un hombre quiere es “eso”, una vez que se lo des ya no te quedará nada”, “pájaro que comió voló”, “la mujer se queda como la gallinita pisada, con un huevo que poner, el hombre como el gallo se sacude las plumas y se va”. Hay un discurso insistente de que es el hombre quien desea la relación sexual y la mujer “se entrega” para adquirir amor complaciendo; como si la mujer no tuviera deseo sexual; modelo de castidad, estúpida e ingenua, siempre víctima de la bestia lujuriosa que sólo quiere satisfacerse. ¿Quién escogió para nosotras el rol de víctima? ¿A quién se le ocurrió que la mujer no quiere sexo sino siempre y sólo amor? ¿Que nos “ofrecemos” como objeto al placer de otro y no como sujetos de placer? ¿No se dan cuenta que este discurso crea hombres y mujeres mediocres en su desempeño sexual, insatisfechos normativamente?  ¿No ven que denigra, este discurso, el goce sexual a moneda de intercambio para otra cosa?, ¿que niega el derecho a saber-se y gozar-se como ser sexual?

¿A quién le pertenece el cuerpo de la mujer? ¿A quién le pertenece su sexualidad? Y al hablar de esto siempre se invoca un “discurso moral”. Es decir, restricciones llamadas morales venidas de Otro. La corona de Rapunzel, como hemos dicho, es la metáfora de la sexualidad, pero quien le da el derecho al uso de esa corona es su padre. La corona, la sexualidad íntimamente ligada a la dignidad de hija de su padre, hace imposible no recordar el guardar “la honra de la familia”; porque de alguna manera aceptamos que las mujeres, nuestro cuerpo y sexualidad, le pertenecen a “la familia”, ya como “hijas de familia”, o “mujeres de familia”. Y el matrimonio entonces no parece ser de hecho una unión entre dos personas libres, sino el contrato donde el derecho de propiedad del cuerpo femenino pasa del padre al marido. Las opciones de libertad, bajo ese esquema, serían la viudez, el divorcio, o la emancipación, a fuerzas, de la familia paterna; bajo el riesgo, claro, de vivir como una mujer no tan recomendable, no de “familia”.

Y la pregunta que me nace desde las entrañas es: por qué cuando preguntamos a quién le pertenece el cuerpo de la mujer y su sexualidad no se contesta (como parecería obvio después de que se reconocieran los derechos humanos), a ella, sólo a ella; sin meter discursos morales, sin pensar en nada más que no sea el reconocimiento a su individualidad y personalidad.

En este punto ya no sé cómo terminar; pues es el discurso detrás lo que ha permitido tanta violencia, maltrato, y cosificación del cuerpo de la mujer. Es cierto, somos mucho más que nuestro cuerpo, pero sin el título de propiedad de él, sin ser liberadas de discurso y facto de este secuestro pocas veces no violento, no podremos ejercer con pleno derecho y en condiciones de igualdad nuestro motivo de existencia, sea cual fuere.

 

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